– Interesante -comentó Lassiter al tiempo que escribía algo en su cuaderno. -Otra cosa que quería preguntarle: en uno de los artículos que obtuve a través de Internet se menciona a una organización humanitaria, Salve… -Lassiter hizo como si intentara recordar el nombre.
– Cáelo.
– Exactamente. Salve Cáelo. Por lo visto, el trabajo que ha desempeñado en Bosnia… Se dice que…
– Sé lo que se dice. Se dice que dirigíamos un campo de concentración. Y que lo hacíamos bajo la fachada de una misión humanitaria.
– ¿Y?
– Conozco bien el problema. Se ha investigado el asunto a fondo y nadie ha podido demostrar nada.
– Pero ¿es verdad?
Della Torre miró hacia el techo, como si estuviera apelando a una autoridad superior. Después miró fijamente a Lassiter.
– Permítame que le haga una pregunta.
– Dígame.
– ¿No le parece sorprendente que la fe y la devoción sean objeto de tantos ataques? Esas historias a las que alude son producto de la envidia.
– ¿Envidia? ¿A qué se refiere?
Della Torre suspiró. Cuando volvió a hablar, su voz, grave y pasional, llenó toda la habitación. Sus palabras estaban perfectamente moduladas, el timbre de su voz era profundo y sus silencios eran los de un orador magistral.
– Piense en Umbra Domini como en una bella mujer virgen -empezó inclinándose hacia adelante al tiempo que clavaba sus sorprendentes ojos azules en los de Lassiter. Lo que siguió fue un discurso que no se parecía a nada que Lassiter hubiera oído nunca, una apisonadora verbal, una inmensa ola cuyo significado de alguna manera parecía superior a la suma de las palabras. Lassiter se sentía como si estuviera entrando en trance. Era como si estuviera escuchando una melodía. Y, entonces, sucedió: el sol se escondió detrás de una nube, y una extraña luz opaca se apoderó durante un momento de la cara del sacerdote, lo suficiente para que Lassiter pudiera ver la máscara de vanidad de aquel hombre. Estaba en sus ojos. Eran el tipo de ojos que atraían a uno hacia su interior, no realmente azules, sino de una tonalidad marina que parecía robada de las aguas de un arrecife de coral. Eran unos ojos bellísimos, pero no eran reales. Con el extraño ángulo de luz, Lassiter pudo distinguir el brillo demasiado húmedo de unas lentillas. Y no de unas lentillas normales: de unas lentillas de color. Incluso reconoció la tonalidad.
Eran los ojos de Mónica.
Se preguntó si a Della Torre le habría costado tanto elegirlas como a ella, si él también habría dudado entre el azul celeste y el azul zafiro. Eso sí, obviamente habían coincidido en la decisión final. Y probablemente por la misma razón: era un azul muy seductor.
Della Torre sonrió y movió la cabeza. Obviamente, no se había percatado del cambio experimentado en la atención de Lassiter.
– Así que, cuando oigo que alguien ataca a Umbra Domini, cuando escucho rumores, murmuraciones que ponen en duda nuestra buena voluntad, no siento ira: siento tristeza. Siento pena. Las personas que dicen esas cosas, las personas que inventan esas historias, están perdidas en la oscuridad de sus propias almas.
Della Torre acabó su discurso igual que lo había empezado, con los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en el dorso de sus manos entrelazadas.
Lassiter permaneció unos instantes en silencio, hasta que el sol salió de detrás de la nube y la habitación se llenó de luz. Se aclaró la garganta y, sin pensarlo dos veces, dijo:
– ¿Y qué hay de Franco Grimaldi?
Della Torre se reclinó en su silla y observó a Lassiter con gesto divertido.
– ¿Grimaldi? -repitió.
– Es un miembro de su asociación.
– ¿Y?
– La policía lo busca por asesinato.
Della Torre asintió pensativamente.
– Ya veo -dijo.
– En Estados Unidos.
Della Torre se balanceó en su silla.
– Eso es lo que ha venido a preguntarme, ¿verdad? -dijo por fin.
Lassiter asintió.
– Así es.
– Bueno… -comenzó el sacerdote encogiéndose de hombros.
– Quiero saber por qué hizo lo que hizo -lo interrumpió Lassiter.
– Y cree que yo puedo saberlo.
– Así es.
– Ya veo. ¿Y por qué cree eso?
«Ayúdalo un poco», pensó Lassiter.
– Porque le ha pagado una gran suma de dinero.
– ¿Yo? ¿Y cuando he hecho tal cosa?
– En agosto.
– Ya veo. -Della Torre hizo girar la silla y permaneció en silencio mirando por la ventana. La intensidad de sus pensamientos le arrugaba la frente. -Cuando dice que yo le pagué…
– Umbra Domini le pagó. Hicieron una transferencia a su cuenta del Crédit Suisse.
Della Torre volvió a mirar hacia la ventana. Por fin, hizo girar la silla hacia Lassiter.
– Comprobaré lo que dice -repuso. -Usted no es periodista, ¿verdad? -pregunto a continuación, casi con ternura.
– No.
– Y las personas a las que mató este hombre, ¿eran muy queridas por usted?
– Sí, muy queridas. -Mientras contestaba, Lassiter se sorprendió de que Della Torre hubiera empleado el plural. ¿Cómo sabía que Grimaldi había matado a más de una persona?
Della Torre permaneció en silencio unos segundos. Después dijo:
– ¿Sabe, Joe…? -Volvió a guardar silencio, para que Lassiter pudiera asimilar el hecho de que la fachada de Jack Delaney había quedado al descubierto. – ¿Sabe? -repitió Della Torre, -ya no hay nada que pueda hacer para recuperarlos.
– Lo sé -contestó Lassiter, -pero…
– Hablemos claro. Sé que ha estado en Zuoz; Gunther me lo ha dicho. Y sé lo que estuvo haciendo antes en Roma. Sé lo que hay en su corazón y, desde luego, no se lo reprocho.
De repente, Lassiter se sintió como una bomba de adrenalina.
– ¿Y qué? -replicó.
– Permítame que le haga una pregunta.
Lassiter asintió.
– ¿Cree usted en Dios?
Lassiter reflexionó unos segundos antes de contestar.
– Supongo que sí. Sí, creo que sí -dijo por fin.
– ¿Y cree que el bien emana de Dios?
Lassiter volvió a pensarlo.
– Supongo que sí.
– ¿Y el diablo?
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Cree usted en el diablo?
– No -respondió Lassiter.
– En el mal, entonces. ¿Cree usted en el mal?
– Desde luego. Lo he visto con mis propios ojos.
– ¿Y de dónde emana entonces el mal si no es del diablo?
– No lo sé -repuso Lassiter, que empezaba a sentirse intranquilo. -Nunca he pensado en ello. Pero sé reconocerlo cuando lo veo. Y lo he visto.
– Todos lo hemos visto. Pero eso no es suficiente. Tiene que pensar en ello.
– ¿Por qué?
– Porque ésa es la razón por la que murieron su hermana y su sobrino.
La habitación palpitó con el peso del silencio mientras Lassiter intentaba comprender el auténtico sentido de las palabras del sacerdote.
– ¿Qué me está intentando decir? -inquirió al fin.
– Sólo lo que he dicho: que debería meditar sobre el origen del mal.
Lassiter movió la cabeza bruscamente de un lado a otro, como si eso pudiera ayudarlo a aclarar sus ideas.
– Si lo que me está diciendo es que Grimaldi es la encarnación del mal, ya lo sé. He visto de lo que es capaz.
– Eso no es lo que le estoy diciendo.
– Entonces ¿qué es? ¿Que el mal estaba en Kathy? ¿Que estaba en Brandon?
Della Torre lo observó en silencio durante lo que a Lassiter le pareció una eternidad. Después cambió bruscamente de tema.
– Permítame que le enseñe la iglesia -dijo al tiempo que se levantaba.
Lassiter siguió al sacerdote por un estrecho pasillo hasta la iglesia. Della Torre apretó un par de interruptores y el templo creció con la luz, aunque sus dimensiones reales seguían siendo inciertas. En lo alto, una hilera de pequeñas ventanas transmitía una extraña luz azul que envolvía a Della Torre. Durante un instante adquirió un aspecto fantasmal, como si estuviera hecho de humo en vez de carne y hueso.
– Rece conmigo, Joe. -El sacerdote atravesó el espacio que lo separaba del pulpito, una vieja estructura de madera ricamente ornamentada que, iluminada desde debajo, casi parecía flotar en el aire. Lassiter se sentó en uno de los bancos. Se sentía incómodo. Hacía mucho tiempo que no rezaba y realmente no deseaba hacerlo, sobre todo delante de Della Torre. De alguna manera, sabía que arrodillarse delante de este hombre podría ser peligroso.