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– Mi madre conoce a uno. Déjeme que haga mi llamada telefónica.

– Mira, Brendan…

– ¡Ahora mismo! -espetó Brendan.

Sean suspiró, le acercó el teléfono y dijo:

– Antes tienes que marcar un nueve.

El abogado de Brendan era un viejo bocazas irlandés que había estado persiguiendo ambulancias desde la época en que eran conducidas por caballos, pero sabía lo suficiente para tener la certeza de que Sean no tenía ningún derecho a retener a su cliente por el mero hecho de no tener coartada.

– ¡Retenerle! -exclamó Sean.

– Ha encerrado a mi cliente en una celda -alegó el abogado.

– Pero si ni siquiera estaba cerrada con llave -replicó Sean-. El chico quería echar un vistazo.

Por la expresión del abogado, parecía que Sean le había decepcionado. Brendan y él salieron de la sala sin volver la vista atrás. Sean empezó a leer los informes de algunos casos, pero las palabras no hacían mella. Cerró los informes, se reclinó en la silla, cerró los ojos, y vio a la Lauren y al hijo de sus sueños. Incluso sentía su olor.

Abrió la cartera, sacó un trozo de papel en el que tenía apuntado el número del móvil de Lauren, lo dejó sobre la mesa y alisó las arrugas con la mano. Nunca había querido tener hijos. Aparte de que sus prioridades nunca habían ido por ahí, no les encontraba ningún encanto. Se apropiaban de tu vida y te causaban miedo y agotamiento; además, la gente se comportaba como si tener hijos fuera un acontecimiento sagrado y hablaban de ellos con el mismo tono reverente que antes se reservaba para los dioses. Si uno se paraba a pensarlo, sin embargo, no podía olvidar que todos esos gilipollas que bloqueaban el tráfico, que andaban por la calle, que gritaban en los bares y ponían la música a todo volumen, que te atracaban, que te violaban y que te vendían coches amarillos, que todos esos gilipollas no eran más que niños que habían envejecido. No era ningún milagro, y no había nada sagrado en ello.

Además, ni siquiera estaba seguro de que fuera de él. Nunca se había hecho la prueba de paternidad, porque su orgullo le decía: «¡A la mierda! ¿Tengo que someterme a una prueba para demostrar que soy el padre? ¿Hay algo que pueda ser más humillante? Lo siento, pero me tienen que sacar un poco de sangre porque mi mujer se estaba follando a otro tío y se quedó embarazada».

¡A la mierda! Sí, la echaba de menos. Sí, la amaba. Y sí, había soñado con sostener a aquel niño entre sus brazos. ¿Y qué? Lauren le había traicionado, le había abandonado, había tenido a su hijo mientras estaba fuera y, lo que es peor, ni siquiera se había disculpado. Aún no le había dicho nunca: «Sean, estaba equivocada. Siento mucho haberte hecho daño».

¿Él le había hecho daño a ella? Sí, por supuesto. Cuando se había enterado de que tenía un lío, había estado a punto de pegarle, pero había retirado la mano en el último momento y se la había metido en el bolsillo. No obstante, Lauren le había visto la expresión de furia en el rostro. Y todos los insultos que le había proferido. ¡Santo cielo!

Al fin y al cabo, su ira y el hecho de haberla apartado de él había sido reactivo. Era él el que había sido agraviado, no ella.

Se lo estuvo pensando un poco más.

Se volvió a meter el trozo de papel en la cartera, cerró los ojos de nuevo, y se quedó medio dormido en la silla. Le despertó el ruido de pasos en el vestíbulo, y abrió los ojos en el preciso instante que Whitey entraba en la oficina. Sean le vio el brillo de alcohol en los ojos antes de olerle el aliento. Whitey se dejó caer en el sillón, apoyó los pies sobre la mesa, y de una patada apartó la caja de pruebas varias que Connolly había dejado allí encima a primera hora de la tarde.

– ¡Vaya día más largo, joder! -exclamó.

– ¿Le has encontrado?

– ¿A Boyle? -Whitey negó con la cabeza- No su casero me ha dicho que le oyó salir a eso de las tres, pero que todavía no había vuelto. También me ha dicho que hace mucho que no ve ni a la mujer ni al hijo. Le llamamos al trabajo. Hace el turno de miércoles a domingo, por lo tanto, tampoco le han visto -soltó un eructo-. ¡Ya aparecerá!

– ¿Se sabe algo de la bala?

– Encontramos una en el Last Drop. El problema es que topó con un poste metálico que había detrás del tipo. Los de Balística nos han dicho que quizá puedan identificarla, pero que no es seguro. -Se encogió de hombros-. ¿Hay alguna novedad respecto a Brendan?

– Su abogado lo ha sacado de aquí.

– ¿De verdad?

Sean se acercó a la mesa de Whitey y empezó a examinar los contenidos de la caja.

– No hay huellas dactilares -protestó Sean-, y las pocas que hay no corresponden a nadie con antecedentes. La pistola fue usada por última vez en un atraco que se perpetró hace dieciocho años. ¡Joder! -Volvió a meter el informe de Balística dentro de la caja-. La única persona que no tiene coartada es la única que no me parece sospechosa.

– ¡Vete a casa! -le sugirió Whitey-. ¡De verdad!

– Sí, de acuerdo -asintió mientras sacaba la cinta de la caja.

– ¿Qué es eso? -preguntó Whitey.

– Una cinta de Snoop Dogg.

– Creía que estaba muerto.

– No, el que está muerto es Tupac.

– ¡Es difícil estar al día!

Sean colocó la cinta en la grabadora que había en un extremo de la mesa y la puso en marcha.

– Aquí el Servicio de Urgencias de la Policía. ¿Cuál es el motivo de su llamada?

Whitey se pasó una goma por los dedos y la lanzó al ventilador del techo.

– Hay un coche con sangre… La puerta está abierta…

– ¿Dónde se encuentra el coche?

– En las marismas, junto al Pen Park. Mi amigo y yo lo encontramos.

– ¿Me puede dar la dirección?

Whitey se tapó un bostezo con la mano y cogió otra goma. Sean se puso en pie y se estiró, preguntándose qué tendría en la nevera para cenar.

– En la calle Sydney. Hay sangre y la puerta está abierta.

– ¿Cómo te llamas, hijo?

– Quiere saber cómo se llama ella, y me ha llamado «hijo».

– ¿Hijo? Te he preguntado cómo te llamas tú..

– ¡Vayámonos de aquí! ¡Buena suerte!

La conexión se interrumpió y la operadora pasó la llamada a la central. Sean apagó la grabadora.

– Siempre había pensado que Tupac tenía un departamento con más ritmo -apuntó Whitey.

– Era Snoop. Ya te lo he dicho.

Whitey bostezó de nuevo, y repitió: -¡Vete a casa! ¿De acuerdo?

Sean hizo un gesto de asentimiento y sacó la cinta de la grabadora.

La guardó y la lanzó a la caja por encima de la cabeza de Whitey. Sacó su pistola Glock y la funda del cajón superior y se la colgó del cinturón.

– ¡Ella! -exclamó.

– ¿Qué? -preguntó Whitey volviéndose hacia él.

– El niño de la cinta dijo «cómo se llama ella». Dijo que quería saber su nombre; hablaba de Katie Marcus.

– ¡Claro! -repuso Whitey-. Si uno habla de una chica muerta, se refiere a ella en femenino. -Pero ¿cómo lo sabía?

– ¿Quién?

– El niño que hizo la llamada. ¿Cómo sabía que la sangre del coche era de una mujer?

Whitey bajó los pies de la mesa y se quedó mirando la caja. Metió la mano y sacó la cinta. La lanzó al vuelo y Sean la cogió con las manos.

– ¡Vuelve a ponerla! -le sugirió Whitey.