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«Te habrías convertido en una bella mujer. Tal vez en una bella esposa. En un milagro de madre. Eras amiga mía, Katie. Viste mi miedo, pero no echaste a correr. Te quiero más que a mi vida. Echarte de menos será mi cáncer. Y eso me matará.»

Y por un instante, de pie en la ducha, Jimmy sintió cómo Katie le acariciaba la espalda con la palma de la mano. Eso era lo que había olvidado sobre la última vez que la había visto. Le había pasado la mano por la espalda mientras se inclinaba hacia él para besarle la mejilla. Se la había apoyado en la columna vertebral, entre los omóplatos, y le había hecho sentir bien.

Permaneció en la ducha, sintiendo cómo Katie seguía apoyando la mano en su piel mojada, y notó que se le pasaban las ganas de llorar. Volvió a sentirse fuerte en su dolor. Se sentía querido por su hija.

Whitey y Sean aparcaron el coche en la esquina de la tienda de Jimmy y echaron a andar en dirección a la avenida Buckingham. El anochecer se estaba volviendo frío y el cielo se teñía de un tono azul marino; Sean se sorprendió a sí mismo preguntándose qué estaría haciendo Lauren en ese momento, si estaría cerca de una ventana, si podría ver el mismo cielo que él estaba viendo, si también podría sentir cómo avanzaba el frío.

Antes de llegar al bloque de tres plantas en el que Jimmy y su mujer vivían, rodeados de varios Savage lunáticos y de sus respectivas mujeres o novias, vieron a Dave Boyle apoyado en la ventanilla abierta de un Honda que estaba aparcado delante de la casa. Dave alargó la mano hacia la guantera, la cerró de golpe, y se alejó del coche con una cartera en la mano. Se percató de la presencia de Sean y de Whitey en el preciso instante que cerraba el coche con llave. Les sonrió y exclamó:

– ¡Otra vez por aquí!

– Somos como la gripe -puntualizó Whitey-. Nunca desaparecemos del todo.

– ¿Qué tal, Dave? -preguntó Sean.

– Las cosas no han cambiado mucho en cuatro horas. ¿Vais a ver a Jimmy?

Hicieron un gesto de asentimiento. -¿Habéis averiguado… algo más del caso?

Sean movió la cabeza a un lado y a otro y respondió:

– Sólo vamos a presentarles nuestros respetos y a ver cómo va todo.

– Ahora están bien. Creo que están un poco cansados, ¿saben? Por lo que sé, Jimmy no ha dormido desde ayer. A Annabeth le han entrado muchas ganas de fumar, así que me he ofrecido para ir a comprarle un paquete; no me acordaba de que me había dejado la cartera en el coche -la sostuvo con su mano hinchada y después se la metió en el bolsillo.

Whitey también se metió las manos en los bolsillos, se balanceó sobre los talones, y le dedicó una tensa sonrisa.

– Parece doloroso -comentó Sean.

– ¿Esto? -Dave alzó la mano de nuevo y se la quedó mirando. En realidad, no me duele mucho.

Sean asintió con la cabeza, le dedicó una sonrisa igualmente tensa, y los dos se quedaron allí de pie observando a Dave.

– La otra noche estaba jugando al billar -explicó Dave-. Ya sabes la mesa que tienen en el McGills, Sean. Más de la mitad de la mesa está contra la pared y uno siempre tiene que acabar usando el maldito taco corto.

– ¡Claro! -exclamó Sean.

– La bola blanca estaba muy cerca del borde y la que quería golpear estaba en la otra punta de la mesa. Eché la mano hacia atrás para golpear la pelota con fuerza, y me olvidé de que estaba junto a la pared. ¡Y bum! Estuve a punto de atravesar la maldita pared con la mano.

– ¡Ay! -exclamó Sean.

– ¿Lo consiguió? -preguntó Whitey.

– ¿El qué?

– La jugada.

Dave frunció el entrecejo y respondió:

– Me retiré de la partida, ya que era incapaz de seguir jugando.

– ¡Por supuesto! -apuntó Whitey.

– Sí, la verdad es que me fastidió bastante porque hasta ese momento iba ganando -dijo Dave.

Whitey hizo un gesto de asentimiento, se volvió hacia el coche de Dave, y le dijo:

– Tiene el mismo problema que yo he tenido con el mío.

Dave se volvió para mirar su coche y respondió:

– No creo. Nunca he tenido ningún problema con este coche.

– ¡Mierda! El dispositivo de encendido de mi Accord me costó un ojo de la cara, sesenta y cinco mil dólares. Luego me enteré de que a un amigo mío le había pasado lo mismo. Con lo que me he gastado arreglándolo y lo que pagué por el examen de conducir, el coche me ha salido bien caro, ¿sabe?

– Sin embargo, mi coche es estupendo. -Se dio la vuelta y luego se volvió de nuevo hacia ellos-. Bien, me voy a buscar esos cigarrillos.

– Ya nos veremos en la casa.

– Sí, hasta luego -respondió Sean saludándole con la mano antes de que Dave bajara de la acera y cruzara la avenida.

Whitey echó un vistazo al Honda y dijo:

– Tiene una buena abolladura en la parte delantera.

– ¡Ostras, sargento, creía que no se había dado cuenta! -exclamó Sean.

– ¡Y la historia que nos ha contado del taco de billar! -Whitey profirió un silbido-. ¿Qué hacía…? ¿Sostener el extremo del palo con la palma de la mano?

– No obstante, tenemos un problema -declaró Sean, mientras observaban cómo Dave entraba en Eagle Liquors.

– ¿Ah, sí? ¿Cuál, superpoli?

– Si cree que Dave fue el tipo que Souza vio en el aparcamiento del Last Drop, entonces estaba aplastándole la cabeza a otra persona mientras asesinaban a Katie Marcus.

Whitey le dedicó una mueca de desaprobación y añadió:

– ¿Es eso lo que piensa? Pues yo creo que fue el tipo que estaba sentado en el aparcamiento en el preciso instante en que salía del bar la chica que iba a morir media hora después. Creo que no estaba en casa a las dos menos diez, como quiso hacernos creer.

A través del escaparate de la tienda podían ver a Dave hablando con el dependiente junto al mostrador.

– Cabe la posibilidad de que la sangre que la Policía Científica encontró en el suelo del aparcamiento llevara varios días allí -apuntó Whitey-. No tenemos ninguna prueba de que esa noche se produjera una pelea en el bar. ¿Que la gente del bar dice que esa noche no hubo ninguna pelea en el bar? ¿Y qué? Podría haber pasado el día anterior o esa misma tarde. No hay ninguna relación causal entre la sangre del aparcamiento y el hecho de que Dave Boyle estuviera sentado dentro de su coche a la una y media. Pero, desde luego, sí que la hay con respecto a que estuviera sentado en ese coche en el momento en que Katie Marcus salió del bar -le dio un golpecito a Sean en el hombro-. ¡Venga, vamos a entrar!

Sean miró por última vez a Dave mientras éste pagaba al dependiente de la tienda. Dave le daba lástima. Al margen de lo que pudiera haber hecho, Dave provocaba ese sentimiento en la gente: lástima, en su estado más puro y un poco desagradable, tan afilada como una roca.

Celeste, que estaba sentada en la cama de Katie, oyó a los policías que subían por la escalera; sus zapatos pesados pisoteaban los viejos escalones al otro lado de la pared. Annabeth la había mandado allí, unos minutos antes, para que cogiera un vestido de Katie que Jimmy quería llevar a la funeraria; Annabeth se había disculpado por no ser lo bastante fuerte para entrar ella misma en la habitación. Era un vestido azul con un corte en los hombros, y Celeste recordó a Katie con él en la boda de Carla Eigen, con una flor azul y amarilla prendida a un lado de su peinado alto, justo encima de la oreja. Ese día había causado literalmente unas cuantas exclamaciones de admiración; Celeste pensó que ella misma nunca estaría así de guapa en toda su vida, mientras que Katie no se daba cuenta de lo deslumbrante que su belleza podía llegar a ser. Cuando Annabeth mencionó un vestido azul, Celeste supo de inmediato a cuál se refería.

Así pues, había ido hasta allí, al mismo lugar en que la noche anterior había visto a Jimmy sosteniendo la almohada de Katie contra su rostro intentando recordar su olor, y había abierto la ventana para airear la habitación del aroma húmedo a pérdida. Encontró el vestido guardado en una bolsa para ropa al fondo del armario, lo sacó y se sentó en la cama un momento. Oía los sonidos procedentes de la avenida, el chasquido de las puertas de los coches al cerrarse, el parloteo esporádico y apagado de la gente que paseaba por la avenida, el siseo de un autobús al abrir las puertas en la esquina de la calle Crescent, miró una fotografía de Katie y de su padre que había sobre la mesilla de noche. Era de hacía unos cuantos años, y la niña, sentada sobre los hombros de su padre, sonreía con rigidez a causa del aparato corrector. Jimmy le sostenía los tobillos con las manos y miraba a la cámara con aquella sonrisa tan maravillosamente franca que tenía, esa sonrisa que siempre acababa por sorprender a todo el mundo, aunque sólo fuera porque no había nada más en Jimmy que pareciera franco, como si esa sonrisa fuera el único lugar adonde no llegase su reserva.