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– Sin embargo, la puerta tenía que estar abierta. Aunque se hubiera pasado todo el día pegándole patadas, si hubiera estado cerrada, no habría conseguido hacerle ningún daño. Habría tenido que abrirla con la mano y empujarla con el brazo. O bien el asesino se echó hacia atrás y recibió el golpe de la puerta cuando no se lo esperaba, o…

– No pesa mucho.

Whitey dobló el cuello de la camisa por encima de la corbata y espetó:

– Eso me hace pensar en las huellas.

– ¡Las malditas huellas! -exclamó Sean.

– Sí -vociferó Whitey-. ¡Las malditas huellas! -Se abrochó el botón superior y deslizó el nudo de la corbata hacia arriba-. Sean, el autor de los hechos persiguió a esa mujer a través del parque. Ella corría a toda velocidad y seguro que él la seguía cual animal enloquecido. Lo que te quiero decir es que atravesó ese parque como un rayo. ¿Estas insinuando que no dejó ni una sola huella?

– Llovió toda la noche.

– Sin embargo, encontramos tres huellas de Katie. ¡Venga, hombre! Hay algo que no encaja.

Sean apoyó la cabeza en al armario que tenía detrás e intentó imaginarse la situación: Katie Marcus, balanceando los brazos mientras bajaba por la oscura pendiente en dirección hacia la pantalla del autocine, la piel arañada por los arbustos, el pelo empapado a causa de la lluvia y el sudor, con la sangre goteándole por el brazo y el pecho. Y el asesino, siniestro y sin rostro en la mente de Sean, persiguiéndola a pocos metros de distancia, también a toda velocidad, con las orejas palpitantes por la sed de sangre. Sean se imaginaba que era un hombre grande, un fenómeno de la naturaleza, e incluso inteligente. Lo bastante inteligente para colocar algo en medio de la carretera y hacer que Katie Marcus se diera con las ruedas delanteras contra aquel bordillo. Lo bastante listo para escoger un lugar de la calle Sydney en el que, con toda probabilidad, nadie vería ni oiría nada. El hecho de que la vieja señora Prior hubiera oído algo era una aberración; era lo único que el asesino no podía haber predicho, porque incluso Sean se había sorprendido al enterarse de que aún vivía alguien en aquel edificio tan chamuscado. Por todo lo demás, el tipo había sido muy listo.

– ¿Crees que es lo bastante listo para hacer desaparecer sus propias huellas? -pregunto Sean.

– ¿Cómo?

– El asesino. Tal vez después de matarla regresó al parque para echar barro sobre sus propias huellas.

– Es una posibilidad, pero ¿cómo iba a recordar todos los sitios que pisó? Era de noche y, aun cuando tuviera una linterna, es demasiado espacio a cubrir y demasiadas huellas que identificar y hacer desaparecer.

– Pero la lluvia…

– Sí -suspiró Whitey-. Me creeré la teoría de la lluvia si buscamos a un tipo que pese unos sesenta y cinco kilos o menos, si no es así…

– Brendan Harris no parecía pesar mucho más que eso.

Whitey soltó un gemido y le preguntó:

– ¿De verdad crees que ese chico es capaz de haber hecho una cosa así?

– No.

– Yo tampoco. ¿Y qué me dices de tu amigo? Es un tipo muy delgado.

– ¿Quién?

– Boyle.

Sean bajó de la encimera de la cocina y dijo:

– ¿Qué te hace pensar que pudo haber sido él?

– Bueno, está en la lista, ¿no?

– No, espera un momento…

Whitey alzó un brazo y le interrumpió:

– Nos dijo que salió del bar alrededor de la una, ¡y una mierda! Lanzaron las llaves del coche contra el maldito reloj ese cuando ya pasaban diez minutos de esa hora. Katherine Marcus salió del bar a la una menos cuarto. Mi teoría es sólida: la coartada de tu amigo falla en quince minutos; además, ¿cómo podemos saber a que hora llegó realmente a casa?

Sean se rió y espetó:

– Whitey, mi amigo tan sólo era uno de los tipos que se encontraban en el bar.

– En el bar en que Katie fue vista con vida por última vez, Sean. Tú mismo lo has dicho.

– ¿Qué es lo que he dicho?

– Pues que podríamos estar buscando a un tipo que se hubiera quedado en casa el día del baile de fin de curso.

– Yo sólo…

– No te estoy diciendo que haya sido él. Ni siquiera lo he insinuado, pero hay algo en ese tipo que no me acaba de cuadrar. ¿Oíste todo eso que dijo sobre la necesidad de que hubiera una oleada de delitos en esta ciudad? Lo decía totalmente en serio.

Sean dejó la lata vacía de Coca-Cola en la encimera y le preguntó:

– ¿Reciclas?

– No.

Whitey frunció el entrecejo.

– ¿Ni aunque te pagaran cinco centavos por cada lata?

– ¡Sean!

Sean tiró la lata a la basura y añadió:

– ¿Estás insinuando que crees que un hombre como Dave Boyle fue capaz de asesinar a la prima segunda de su mujer sólo porque estuviera cabreado por el aburguesamiento del barrio? Es la tontería más grande que he oído en mi vida.

– Una vez arresté a un tipo que mató a su mujer porque a ella no le gustaba su forma de cocinar.

– ¡Pero era un matrimonio, hombre! Son las tensiones típicas que van aumentando con los años. Estás hablando de un tipo que pensaría: «Mierda, no puedo pagar el alquiler. Debería ir matando gente hasta que el precio de los alquileres baje de nuevo».

Whitey se rió,

– ¿Qué? -preguntó Sean.

– De acuerdo, si lo cuentas así -apuntó Whitey- parece estúpido. Aun así, hay algo en ese tipo que no me encaja. Si tuviera una coartada perfecta no diría nada, y tampoco lo haría si no hubiera visto a la victima una hora antes de que muriera. Sin embargo, su coartada no cuadra, vio a Katie y hay algo en él que no me acaba de gustar. Nos contó que se había ido directamente a casa, pero me gustaría que mujer nos lo confirmara. Quiero que el vecino de la primera planta nos diga que le oyó subir las escaleras a la una y cinco de la mañana. Cuando eso suceda, me olvidaré de él. ¿Le viste la mano?

Sean no dijo nada.

– Tenía la mano derecha tan hinchada que su tamaño era casi el doble que el de la izquierda. A ese tipo hace poco que le pasó algo y quiero saber qué fue. Cuando sepa que ha sido por una pelea en un bar, o algo así, me retiraré y le dejaré en paz.

Whitey apuró su segunda Coca-Cola y la tiró al cubo de la basura.

– Dave Boyle -dijo Sean-. ¿De verdad quieres investigar a Dave Boyle?

– Sí -contestó Whitey-, aunque sólo sea una pequeña investigación.

Se reunieron en la sala de conferencias de la tercera planta que compartían los de Homicidios y los de Delitos Mayores en la Oficina del Fiscal del Distrito; Friel siempre quería celebrar allí las reuniones porque era una sala fría y utilitaria, las sillas eran duras, la mesa era negra y las paredes de color gris ceniza. No era una sala que incitara a hacer ingeniosos comentarios aparte ni a soltar incongruencias. En aquella sala nadie perdía el tiempo; decían lo que tenían que decir y luego volvían al trabajo.

Esa tarde había nueve sillas en la sala y todas estaban ocupadas. Friel presidía la mesa; a su derecha estaba la subdirectora del Departamento de Homicidios de la Oficina del Fiscal del Distrito del Condado de Suffolk, Maggie Mason, y a su izquierda el sargento Robert Burke, que dirigía las otras brigadas del Departamento de Homicidios. Whitey y Sean estaban sentados uno frente al otro a ambos lados de la mesa, junto a Joe Souza, Chris Connolly, y los otros dos detectives del departamento de Homicidios del Estado, Payne Brackett y Shira Rosenthal. Todo el mundo tenía montones de informes de campo o de fotocopias de éstos sobre la mesa, así como fotografías del lugar del crimen, los informes de los forenses, los informes de la Policía Científica, además de todas las libretas y blocs de notas de cada uno de ellos, unas cuantas servilletas con nombres garabateados, y algunos esquemas del lugar del crimen dibujados de modo rudimentario.

Whitey y Sean fueron los primeros en hablar; contaron las entrevistas que habían hecho a Eve Pigeon y Diane Cestra, a la señora Prior, a Brendan Harris, a Jimmy y Annabeth Marcus, a Roman Fallow y a Dave Boyle, al que Whitey, para gratitud de Sean, sólo se refirió como «mero testigo del bar».