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– Si nos dijo: «Que el dinero gobierne su vida no quiere decir que tenga que gobernar la mía»_

– Consiguió veinte, ¿no es así?

– Sí, veinte bien buenos.

Sean deseó haber conseguido a alguien que le defendiera mejor. El niño, que había sido adoptado, se estaría preguntando qué había sucedido y a quién demonios pertenecería a partir de entonces.

El agente se alejó de Whitey, escogió a unos cuantos policías y se dirigieron hacia la arboleda.

– He oído decir que bebe -comentó Friel, subiendo una pierna encima del escenario y apoyando la rodilla en el pecho.

– Yo nunca le he visto borracho, señor -remarcó Sean, empezando a preguntarse quién estaba a prueba, Whitey o él.

Vio cómo Whitey se agachaba y examinaba un matojo de hierba que había junto a la rueda trasera de la furgoneta y cómo se subía la vuelta de los pantalones de chándal, como si llevara un traje de Brooks Brothers.

– Su compañero está de baja porque ha alegado, ya ve, incapacidad temporal; he oído decir que para recuperarse de la lesión en la columna vertebral está en Florida, montando en motos de agua y navegando -Friel se encogió de hombros-. Powers solicitó trabajar con usted cuando regresara. Ahora ya está de vuelta. ¿Va a haber más incidentes del estilo de este último?

Sean ya se había esperado que tendría que comerse algún reproche, especialmente de Friel, así que con un tono de voz de arrepentimiento, respondió:

– No, señor, tan sólo me falló el juicio por un momento.

– Varios momentos -apuntó Friel.

– Lo que usted diga, señor.

– Su vida privada es un desastre, agente; ahí está el problema. No permita que vuelva a afectar a su trabajo.

Sean miró a Friel, y sus ojos tenían un brillo cargado de electrodos que ya había visto con anterioridad, un brillo que indicaba que nadie estaba en posición de llevarle la contraria.

Sean asintió de nuevo y no replicó.

Friel le sonrió con frialdad y dirigió la mirada hacia un helicóptero perteneciente a algún periódico que giraba por encima de la pantalla, volando más bajo de lo que habían acordado. Por la expresión de su rostro, se diría que Friel iba a pegarle una dura reprimenda a alguien antes de que se pusiera el sol.

– Conoce a los familiares, ¿no es así? -le preguntó Friel, sin apartar los ojos del helicóptero. Se crió aquí.

– Me crié en la colina.

– Pues eso es, aquí.

– Estamos en las marismas. No es lo mismo, señor.

Friel hizo un movimiento con la mano indicando que no tenía ninguna importancia y prosiguió:

– Creció aquí. Fue uno de los primeros en llegar y, además, conoce a esta gente. ¿Me equivoco?

– ¿En qué?

– En su habilidad para poder llevar el caso -le dedicó su sonrisa de entrenador de verano de softball1 -. Además, es uno de los chicos más listos que tengo y ya ha cumplido con su condena. ¿Está dispuesto a trabajar en serio?

1 Variedad de beisbol que se juega sobre un terreno más pequeño que el normal

Con pelota grande y blanda. (N.T.)

– Sí, señor -respondió Sean-, No le quepa ninguna duda, señor. Lo que sea con tal de conservar mi puesto de trabajo, señor.

Se volvieron hacia la furgoneta en el momento en que dentro de ésta algo caía al suelo y producía un ruido seco; el chasis se hundió sobre las ruedas y luego rebotó de nuevo hacia arriba.

– ¿Se ha dado cuenta de que siempre se les caen? -comentó Friel. Pasaba muy a menudo. Katie Marcus, encerrada en una bolsa de plástico oscura y calurosa, con la cremallera cerrada hasta arriba. Arrojada en aquella furgoneta, con el pelo enmarañado dentro de la bolsa, con los órganos cada vez más blandos,

– Agente -dijo Friel-, como ya se puede imaginar me apena mucho que niños negros de diez años acaben muriendo a causa de los disparos de las malditas bandas callejeras. ¿Sabe qué me disgusta aún más?

Sean sabía la respuesta, pero no pronunció palabra.

– Que asesinen a chicas blancas de diecinueve años en mis parques, En esas circunstancias la gente no suele exclamar, «¡los caprichos de la economía!». La tragedia no les provoca un sentimiento de tristeza, sino que se cabrean y desean que alguien pague por ello. -Friel le propinó un codazo a Sean-. Entiende lo que le quiero decir, ¿verdad?

– Sí, claro.

– Eso es lo que quieren, porque ellos son nosotros y eso es lo que deseamos todos.

Friel asió a Sean del hombro para que le mirara a los ojos.

– Sí, señor -respondió Sean, porque Friel tenía ese extraño brillo en los ojos que indicaba que creía en lo que decía con el mismo convencimiento que la gente que hablaba de Dios, de la bolsa, o de Internet como-aldea-global.

Friel había vuelto a nacer, aunque Sean no acababa de estar muy seguro de lo que eso significaba, pero Friel había encontrado algo satisfactorio en su trabajo que Sean era incapaz de reconocer, algo que le procuraba consuelo, incluso fe, o la certeza de que había algo más allá. Muchas veces, a decir verdad, Sean pensaba que su jefe era idiota, siempre soltando perogrulladas sobre la vida y la muerte, y explicando, si alguien se molestaba en escucharle, cómo conseguiría que todo fuera bien, cómo curaría el cáncer y cómo podrían convertirse en un único corazón colectivo.

Otras veces, sin embargo, Friel le recordaba a su padre, construyendo jaulas para pájaros en un sótano en el que ningún pájaro llegó a volar jamás, y la sensación de recordarle le encantaba.

Martin Friel había sido detective jefe del Departamento de Homicidios del Distrito Seis durante el mandato de dos presidentes distintos; que Sean supiera, nadie le había llamado nunca «Marty» o «colega» o «viejo». Si uno le viera por la calle, con toda probabilidad pensaría que trabajaba como contable o como tasador de reclamaciones para una compañía de seguros, o algo similar. Tenía una voz suave que hacía juego con un rostro dulce, y del pelo sólo le quedaba un mechón castaño en forma de herradura. Era un tipo menudo, teniendo en cuenta, además, que se había abierto camino entre oficiales de alta graduación; uno podría perderle de vista con facilidad entre una multitud, ya que 110 había ningún rasgo característico en su manera de andar. Amaba a su esposa y a sus dos hijos, siempre se olvidaba el resguardo del aparcamiento en el anorak durante los meses de invierno, participaba de forma activa en su iglesia, y era conservador fiscal y socialmente.

Sin embargo, aquella voz suave y el rostro anodino no mostraban ningún indicio de su mente: una mezcla ciega e incondicional del hombre práctico y del moralista. Si alguien perpetraba un delito punible con la pena de muerte en su jurisdicción, porque era suya, y que se jodiera quien no lo entendiera así, se lo tomaba como algo personal.

– Quiero que sea agudo e inquieto- le había dicho a Sean el primer día que éste empezó a trabajar en el Departamento de Homicidios-. Tampoco quiero que se muestre demasiado desaforado, porque el desafuero es una emoción y uno nunca tiene que mostrar sus emociones. Quiero que casi siempre parezca enfadado: enfadado porque las sillas son demasiado duras y porque casi todos sus amigos de la universidad tienen Audis. Quiero que esté enfadado a causa de todos esos pervertidos, que son tan estúpidos que se creen que pueden perpetrar sus atrocidades en nuestra jurisdicción. Lo bastante furioso, Devine, para que no se le escape ni un solo detalle de los casos y para que no echen a los ayudantes del fiscal del distrito del tribunal por decisiones judiciales confusas y por falta de causa. Lo bastante furioso como para no dejar ningún cabo suelto en los casos y para meter a esos cabronazos en celdas asquerosas para el resto de sus igualmente asquerosas vidas,»

En la comisaría lo llamaban «el discurso de Friel»; lo recitaba al pie de la letra a todos los agentes nuevos que llegaban a la unidad en su primer día de trabajo, Como casi todas las cosas que Friel decía, uno nunca sabía hasta qué punto se lo creía o era tan sólo pura palabrería para hacer cumplir la ley. Sin embargo, a uno no le quedaba más remedio que creérselo.