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– ¡Eh! ¿Se encuentra bien? -le gritó alguien.

Katie vio cómo se acercaba y empezó a relajarse ya que había algo en él que le resultaba familiar e inofensivo, hasta que se percató de la pistola que llevaba en la mano.

A las tres de la mañana, Brendan Harris finalmente se durmió.

Lo hizo sonriendo, con la imagen de Katie flotando sobre él, diciéndole que le amaba, susurrando su nombre; el dulce aliento de Katie era como un beso en la oreja.

4. DEJA YA DE REPRIMIRTE TANTO

Dave Boyle acabó yendo al McGills aquella noche. Se sentó con Stanley el Gigante en una esquina del bar y vio a los Sox jugar un partido fuera de casa. Pedro Martínez se había hecho el amo del montículo, por lo que los Sox les estaban pegando una paliza a los Angels. Pedro lanzaba la pelota de un modo tan atroz que cuando ésta cruzaba el área de casa parecía una maldita tableta. En la tercera entrada, los bateadores de los Angels parecían asustados; en la sexta, daba la impresión de que lo único que querían era irse a preparar la cena. Garret Anderson lanzó la pelota con efecto de retroceso e hizo que ésta cayera en el plato de la derecha; al realizar una jugada tan perfecta, el poco entusiasmo que quedaba en un partido en el que iban ocho a cero desapareció de las gradas; Dave se dio cuenta de que prestaba más atención a las luces, a los ventiladores y al Estadio Anaheim que al partido en sí.

Observó los rostros de la gente de las gradas: casi todos tenían una expresión de animosidad y de gran cansancio y parecía que los hinchas se tomaban la derrota de modo más personal que los mismos jugadores. Tal vez lo hicieran. Dave se imaginó que para muchos sería el único partido al que irían aquel año. Habían llevado a los niños, a la mujer y habían salido de su casa de California a última hora de la tarde con neveras portátiles para la fiesta ele después del partido; además, cada una de las cinco entradas les había costado treinta dólares, y eso para acabar sentándose en los asientos más baratos, colocarles a sus hijos gorras de veinticinco dólares, comer hamburguesas de rata de seis dólares, perritos calientes de cuatro dólares y medio, Pepsi aguada y barras pegajosas de helado que se les derretían por las muñecas. Dave sabía que habían ido allí para sentirse eufóricos y exultantes, para que el excepcional espectáculo de la victoria les hiciera olvidar sus vidas por un momento. Ése era el motivo por el cual los anfiteatros y los estadios de béisbol se asemejaban a las catedrales: por el zumbido de las luces, por las oraciones que se decían en voz baja y por los cuarenta mil corazones que latían al unísono con la misma esperanza colectiva.

Gana por mí. Gana por mis hijos. Gana por mi matrimonio, gana para que pueda llevarme esa victoria al coche y pueda disfrutar de ese triunfo con la familia mientras regresamos a nuestras vidas llenas de fracasos.

Gana por mí. Gana. Gana. Gana.

Sin embargo, cuando el equipo perdió, toda aquella esperanza colectiva se rompió en mil pedazos y toda la apariencia de unidad que se había sentido con el resto de feligreses desapareció con ella. Tu equipo te había fallado y sólo sirvió para recordarte que, en general, cada vez que intentabas algo, perdías. Cuando uno albergaba esperanzas, la esperanza moría. Y te quedabas allí sentado entre los restos de envoltorio de celofán, de palomitas de maíz, de vasos blandos y empapados amontonados entre los despojos entumecidos de tu propia vida; además, tenías que recorrer un pasillo largo y oscuro para llegar a un aparcamiento igualmente largo y oscuro, entre una gran multitud de extraños borrachos y airados, una esposa silenciosa que te hacía recordar tu último fracaso y tres niños maniáticos. Lo único que uno podía hacer era meterse en el coche y volver a casa, al mismo lugar del que aquella catedral había prometido transportarte.

Dave Boyle, que había sido una estrella pasajera de los equipos de béisbol durante los gloriosos años (78 a 82) en el Centro de Formación Profesional Don Bosco, sabía que había muy pocas cosas en el mundo que pudieran ser más temperamentales que un hincha. Sabía lo que era necesitarles, odiarles, arrodillarse ante ellos y suplicarles que te ovacionaran una vez más; asimismo sabía hasta qué punto deseaban destruirte cuando les habías roto su corazón colectivo y enfadado.

– ¿Crees que es normal que esas chicas se comporten así? -le preguntó Stanley el Gigante.

Dave alzó la mirada y vio que de repente dos chicas se subían a la barra y empezaban a bailar; lo hacían mientras otra chica cantaba una versión desafinada de Brown Eyed Girl. Las dos chicas que había encima de la barra bamboleaban el culo y agitaban las caderas. La de la derecha estaba entrada en carnes y tenía unos ojos de color gris brillante que decían «fóllame», Dave se imaginó que debía de estar en la mismísima flor de la vida, el tipo de chica que seguramente sería muy buena en la cama durante los seis meses siguientes. Sin embargo, dos años más tarde ya se habría echado a perder; era fácil de prever por la mandíbula, gruesa y flácida, y si uno se la imaginaba con la ropa de estar por casa, parecería imposible pensar que hubiera sido motivo de lujuria en un tiempo no tan lejano.

Pero la otra…

Dave la conocía desde que era una niña pequeña: Katie Marcus, la hija de Jimmy y de la difunta Marita, aunque entonces era la hijastra de Annabeth, la prima de su mujer; ahora se la veía adulta y su cuerpo, que rezumaba firmeza y frescura, desafiaba las leyes de la gravedad, Mientras contemplaba cómo bailaba y se balanceaba, cómo se contoneaba y se reía, con el pelo rubio cayéndole sobre la cara y la espalda como si fuera un velo cada vez que echaba la cabeza hacia atrás, dejando al descubierto un cuello pálido y arqueado, Dave sentía una esperanza oscura y que le consumía todo el cuerpo como si fuera un fuego abrasador. No es que se sintiera así de repente, sino que era ella la que lo provocaba. El cuerpo de Katie se lo transmitía al suyo; de súbito, ella, con la cara sudada, lo reconoció y sus miradas se cruzaron; entonces ella le sonrió y a modo de saludo le hizo un gesto con el dedo meñique, que le atravesó limpiamente los huesos del pecho y le abrasó el corazón,

Echó un vistazo a los tipos del bar y vio que tenían una expresión de asombro mientras contemplaban bailar a las dos chicas, como si fueran apariciones divinas. Dave veía en sus rostros la misma ansia que había visto en los hinchas de los Angels durante las primeras entradas del partido, un anhelo triste mezclado con la patética aceptación de que regresarían a casa sin ver cumplidos sus deseos; resignados a acariciarse la polla en el cuarto de baño a las tres de la madrugada, mientras la mujer y los niños roncaban en el piso de arriba.

Dave contempló cómo Katie resplandecía sobre la barra y recordó a Maura Keaveny, desnuda bajo él, con las gotas de sudor cubriéndole las cejas, con los ojos relajados y adormilados a causa de la bebida y del deseo. Deseo por él. Dave Boyle. La estrella del béisbol. El orgullo de las marismas durante tres cortos años. Ya nadie se refería a él como el niño que había sido secuestrado cuando tenía once años. No, era un héroe local. Maura estaba en su cama y la suerte estaba de su lado.

Dave Boyle. Por aquel entonces, aún desconocía lo poco que suelen durar las rachas de buena suerte, la rapidez con la que pueden desaparecer y dejarte con nada, a excepción de un monótono presente que nunca depara ninguna sorpresa, sin motivos para la esperanza, sólo días que se convierten en otros días y que son tan poco emocionantes que aunque pasara un año, la página del calendario de la cocina seguiría siendo la del mes de marzo.

Uno se decía a sí mismo que ya no iba a soñar más. Que ya no estaba dispuesto a seguir sufriendo. Pero entonces, los equipos jugaban las finales o veías una película, o relucientes carteles publicitarios color naranja que hacían propaganda de Aruba, o una chica que se parecía mucho a una mujer con la que había salido en el instituto, una mujer que había amado y perdido, y que había bailado encima de ti con ojos relucientes, y uno se decía: «¡Qué coño, soñemos una vez más!».