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Sin embargo, hicimos el amor con torpeza, descoordinadamente, como si nuestros cuerpos no estuviesen sincronizados. Después, ella se quedó tendida boca arriba, mirando por la ventana del dormitorio. Yo me senté al borde de la cama, con la vista fija en ella. No dije nada, pero momentos después se colocó de costado y apagó la luz. Fui a sentarme en una silla junto a la ventana y dejé que las formas de la noche crecieran en torno a mí. Pensé en el señor y la señora Stein y en mi vacilación ante la máquina de escribir. Intenté imaginados vivos, caminando hacia la playa cercana, deteniéndose cada pocos metros con esa brusquedad típica de la ancianidad, levantando sus rostros hacia el sol. La imagen de los dos en el suelo de su casa me asaltó de nuevo. Me pregunté quién habría muerto primero y qué habría pasado por la mente del otro durante sus momentos finales. ¿Había aguardado con ansia el estampido, el impacto en la nuca y la oscuridad? ¿O se había aferrado a sus últimos segundos de vida, aun cuando su cónyuge yacía terriblemente masacrado a su lado? Se me ocurrió preguntárselo al asesino cuando llamara. Entonces volví a recordar los cadáveres, pero esta vez los imaginé con los brazos extendidos, como intentando abrazarse. Amantes.

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El titular, de dos líneas, en letra redonda de 48 puntos, se extendía sobre las seis columnas de la primera plana:

EL ASESINO ATACA DE NUEVO:

PAREJA DE ANCIANOS ASESINADA EN LA ZONA DE LA PLAYA.

Debajo del título aparecía mi nombre en negrita y una fotografía a cuatro columnas: la del espejo con los números escritos con sangre. Debajo de ésta había una imagen del personal de rescate saliendo de la casa con las bolsas de los cadáveres, en dirección a la ambulancia que los llevaría a la morgue.

El artículo complementario también comenzaba en la primera página. Era el texto que yo había escrito basándome en las declaraciones de los vecinos que manifestaban la misma conmoción e incredulidad que había suscitado la muerte de la muchacha. Sin embargo, las palabras eran diferentes. Reflejaban la forma de hablar de los ancianos, así como su vulnerabilidad. Estaban más asustados, pensé. Tenían la muerte más cerca; la sentían con mayor intensidad. Era como si para ellos arrancarle la vida a quienes les quedaba tan poco tiempo constituyese el peor de los crímenes.

Ambos artículos continuaban en el interior, donde había toda una página con más palabras y fotografías.

Christine estaba vestida de blanco.

– Hoy no habrá intervención quirúrgica -dijo-. Gracias a Dios. Después de leer todo esto, no creo que hubiese podido soportarlo.

Estaba bebiendo café y leyendo el periódico.

Yo busqué la sección de deportes y me concentré en el cuadro de resultados. Los Red Sox parecían estar cobrando fuerzas y habían ganado por uno a cero en Baltimore. Lanzaba Jim Palmer, y sólo tres bateadores de Boston habían conseguido golpear la pelota, pero uno de ellos fue Lynn, cuya posición era exterior centro. Lynn había comenzado a jugar en las grandes ligas ese año y ya estaba arrasando. Una vez yo lo había visto jugar, antes de que nadie lo conociera. Corría con agilidad por el exterior centro, y alzaba el brazo en el último segundo para atrapar la pelota, como un mago, pero al revés. Siempre parecía moverse a la misma velocidad, con independencia de lo apremiante que fuese la jugada: siempre llegaba una fracción de segundo antes que la pelota.

– Oh -comentó Christine-, esto es horrible.

Por primera vez ese día percibí la influencia omnipresente del asesino en la ciudad. Llenaba el aire como el viento que anuncia una tormenta que sopla en ráfagas descontroladas, sin dirección.

Ese día no pasé mucho tiempo en la oficina. Nolan me llamó a su despacho muy temprano y me indicó que saliese a averiguar qué pensaba la gente, cómo se sentía. Ambos nos volvimos y miramos el teléfono que descansaba sobre mi escritorio, preguntándonos si el asesino llamaría, pero Nolan dijo que no podríamos quedamos paralizados esperando. Se aflojó el nudo de la corbata. Hacía eso siempre que estaba inquieto. Cuando se acercaba la hora del cierre de edición, esa corbata parecía más bien un lazo. Sugirió que dejáramos mi teléfono descolgado para que el asesino, si llamaba, pensara que la línea estaba ocupada. Asentí, pero me invadió una especie de sentimiento de culpa al levantar el auricular. El teléfono emitió un pitido corto y quedó en silencio, inerte sobre mi escritorio. Entonces Porter se reunió conmigo y salimos del edificio.

El día estaba lleno de voces. Las figuras y los rostros de la gente se confundían a causa del calor y el sol.

Tomamos el autobús, y el conductor, un hombre negro de rizos grises, se volvió hacia mí y me dijo:

– ¿Por qué habría de temer a ese hombre? No hay ninguna razón, pero le temo. Me fijo en la cara de la gente que sube a mi autobús y me pregunto: ¿serán ellos los próximos? ¿Seré yo? Pienso en la gente que viaja en el autobús, los extraños que suben y dejan su dinero en la caja. Miro a los jóvenes y pienso: tal vez sea éste.

El conductor, de brazos grandes y musculosos, conducía el vehículo por las congestionadas calles céntricas con facilidad, como si estuviese en trance. Movía el volante sólo con la palma de la mano derecha y sacaba el codo izquierdo por la ventanilla.

– La gente -prosiguió-, todos los pasajeros parecen más nerviosos. Desde un autobús se puede ver el mundo entero con sólo recorrer la misma ruta varias veces en un día. La gente no se sienta junto a otros pasajeros. Lo he notado, ¿sabe? Parecen querer aislarse.

Caminamos por Little Havana, observando los rostros de los ancianos, que llevaban el cabello peinado hacia atrás y, en los bolsillos de sus guayaberas, las formas alargadas de cigarros puros. Los hombres clavaban la vista en nosotros con la habitual mezcla latina de desconfianza y curiosidad. Algunos nos miraban por encima de sus vasitos de café negro cubano, corno para aspirar el aroma y el vapor mezclados con el calor del día mientras nos observaban a Porter y a mí.

Caminamos por la calle Ocho, la vía principal del barrio cubano, leyendo los letreros en castellano, hablando con los ancianos que jugaban al dominó a la sombra: en los pequeños restaurantes.

– La muerte -sentenció un anciano en su inglés vacilante- nos llega a todos tarde o temprano. ¿Por qué preocuparse? -Se levantó los faldones de la camisa para mostramos una cicatriz rojiza que tenía bajo las costillas-. Playa Girón -explicó-, La Brigada. -Escupió en la acera, y su saliva dejó una marca negra sobre el cemento blanco-. Ojalá pudiéramos mandar a este hombre a La Habana para que hiciese algunos trabajitos por allí.

Sus compañeros se rieron. El viejo dirigió la mirada más allá de los edificios, hacia el cielo.

– A nosotros no nos asusta ese tipo -aseguró-, pero algunos chicos y mujeres sí. Preguntan: «¿Se pasará por aquí, para hacemos lo mismo que a esos viejos de Miami Beach?» Digo yo: ¿cómo podemos adivinar lo que hará un hombre así? Muchos están preocupados, creen que ese hombre no se dará por vencido hasta conseguir lo que busca. Por lo que a mí respecta, no lo sé, pero creo que pronto lo matarán o que su dolor será demasiado para él y se suicidará.

El viejo se encogió de hombros y se volvió de nueva hacia la mesa cubierta de fichas de dominó. Tomó una del montón y la colocó de canto, de modo que se balanceó por unos instantes. Luego el viejo le dio un golpecito con el dedo y la hizo caer. La colocó en su lugar sobre el tablero y la partida se reanudó.

Esa tarde nos dirigimos al sur, a un centro comercial situado a pocos kilómetros de donde vivía la familia de la primera víctima. Yo casi había dejado de pensar en ellos. Por un momento me pregunté cómo se sentirían ahora y si serían conscientes de que el caso había adquirido mayor envergadura. Por otro lado, ¿qué podía tener mayor envergadura para ellos que la muerte de su hija?