Изменить стиль страницы

¿Qué es más monótono que uno mismo?

Una pequeña historia: la noche en que Frau Anders partió, soñé por tres veces el mismo sueño. En este sueño me paseaba por un mar helado.

CAPITULO XIV

Así, mi esposa y yo vivimos sin discordias durante varios años. No experimentaba ningún deseo especial de viajar, y, salvo una salida que hicimos para visitar a nuestra familia, no nos movimos de la capital. Pero entonces, mi felicidad fue conducida hacia un brusco y cruel final.

Un día, mi esposa me dijo que no se había sentido bien. Yo había sospechado ya algo anormal, dada su constante somnolencia de las últimas semanas, la rara palidez de su cara, y también por ciertas manchas blancuzcas que habían aparecido en sus brazos y piernas. Ella había sido siempre una persona de un carácter extraordinariamente equilibrado; frío e insípido, podía decirse, aunque yo no lo juzgara así. Pero después, su carácter habitual había adquirido el inconfundible aspecto de la debilidad y la pesadez. Aun al confesarme lo mal que se encontraba, lo minimizaba, como si quejarse le resultara un esfuerzo excesivamente grande. Pese a sus protestas de que todo iba a ser una pérdida de tiempo y de que cualquier médico le diría que sufría del hígado, me apresuré a buscar servicio médico. Naturalmente, estaba justificada al dar ese diagnóstico, mito de la medicina nacional que ha curado a muchos pacientes distrayéndolos de sus enfermedades reales hacia otras imaginarias. ¡Ojalá hubiese sido curada con aquel diagnóstico!

En la enfermedad, la imaginación lo es todo. Usándola adecuadamente puede curar, aunque también la imaginación mata. Pero la imaginación del cuerpo suele ser generalmente prosaica, hasta torpe. Los sueños son la poesía; la enfermedad, la prosa de la imaginación. Conocí a un incansable conversador que murió de un dolor que le empezó en la oreja, y un primo mío, abogado en los tribunales, que gustaba de las expresivas gesticulaciones con los brazos, que fue afectado de parálisis. Existen numerosas formas de enfermedad. En sociedades más simples que la nuestra, la enfermedad goza de un carácter colectivo o comunal: la típica forma de enfermedad es la plaga. En nuestra sociedad, la enfermedad se reduce a un asunto privado; las enfermedades modernas no son contagiosas. La enfermedad ataca a un solo hombre. Se inicia individualmente, en el órgano o la parte del cuerpo afectado por la negligencia o por el cuidado excesivo. Es, por consiguiente, un juicio individual, más que una infección. Por tanto, debe ser soportada con gran resignación, ya que no puede ser comunicada a otra persona. La enfermedad de mi esposa, tal como el médico me dijo, pues ella estaba realmente enferma, tenía este carácter moderno. No era trasmisible, de modo que yo no estaba en peligro. Y además era incurable. Estaba afectada por una propensión hidrópica, manifestada por la condición corporal flemática, conocida como leucoflemacia, y por un creciente emblanquecimiento completamente anormal de algunas partes del cuerpo, leucosis. Pero éstas eran sólo algunas apariencias externas de la fatal leucemia, un exceso de glóbulos blancos en la sangre.

Mi esposa recibió la noticia con gran serenidad. Dado que no existía cura posible, no había tampoco nada que hacer, sino esperar en calma el desarrollo de la enfermedad. Juntos decidimos que permanecería en casa, en lugar de instalarse en un hospital, y su cuidado se convirtió en mi única y voluntaria ocupación. Le preparaba el té y le daba masajes en las piernas; durante horas y horas me sentaba junto a su cama, acompañándola en algunas canciones u oraciones y jugando al tarot. Creo que no mencioné la afición de mi esposa a la astrología. Durante su enfermedad, me enseñó a leer los naipes y me profetizó una larga vida, lo cual, en estas circunstancias, me añadía un exceso de melancolía. No pareció muy animada cuando le propuse avisar a su familia, aunque estuvo de acuerdo en que sería más apropiado en los últimos momentos. Deseando, sin embargo, proporcionarle mayor entretenimiento, decidí invitar a Jean-Jacques a nuestra casa. Salí un mediodía, después de avisar a un vecino que iba a ausentarme por algunas horas, y encontré a mi viejo amigo, no en su café habitual sino en otro, unas puertas más abajo, en la misma calle.

– ¿Por qué? -le pregunté.

– Porque el precio del café ha subido a setenta y cinco céntimos y la nueva propietaria es muy poco amable.

Jean-Jacques parecía especialmente seguro aquel día; llevaba una copia mecanografiada de su nueva novela, que en seguida autografió y me mostró. Le hablé de la nueva situación en casa y le pedí que hiciera una visita a mi esposa.

– Yo debería estar muy disgustado contigo, Hippolyte. Me has tenido alejado por mucho tiempo de tu princesa. Yo no pensaba comérmela, como puedes suponer.

– Es cierto. Pero tú tienes la cualidad de producir efectos trastornadores en la gente, querido Jean-Jacques.

– ¿Y ahora? Todavía sigo produciendo el mismo efecto, espero.

– Mi esposa ya no puede distinguir entre placer y sobreestímulo. ¿Por qué no vienes ahora?

– Iré más tarde.

– Pero, ¿y el toque de queda?

– No te preocupes por eso.

Quedé muy satisfecho, lo dejé en seguida y regresé a casa.

Cuando Jean-Jacques llegó, alrededor de las tres de la madrugada, yo estaba todavía hamacándome en la silla, junto a la cama de mi esposa, donde normalmente dormía. Cuando escuché sonar el timbre abrí los ojos y comprobé que ella estaba despierta todavía, escondida entre los almohadones; las cartas de tarot yacían esparcidas sobre la mesita de noche, y ella miraba con ojos febriles y con miedo hacia mí.

– Es un amigo -susurré para no asustarla-. Ya lo verás.

– No está dormida -dije a Jean-Jacques, mientras me despojaba de la manta que cubría mis rodillas. Dejé la habitación de mi esposa y fui a abrir la puerta central. Jean-Jacques, vistiendo un completo uniforme de oficial enemigo, con condecoraciones de combate y la Cruz de Hierro, entró sin saludarme.

– ¡Canta! -dijo alegremente mientras se metía en la habitación.

Hice una señal a mi esposa, para evitar que se asustara. Ella empezó a cantar un lullaby y Jean-Jacques la acompañaba bailando junto a la cama, mientras sus botas resonaban pesadamente sobre el suelo.

– Es perfecto -exclamé, y mi esposa estuvo de acuerdo-. ¿Cómo supiste lo que debías ponerte?

– La mismísima imagen de la respetabilidad, mi amigo -contestó Jean-Jacques sin interrumpir su danza.

– ¿No te he dicho nunca que mi suegro es un oficial de la armada?

– ¿Qué? -murmuró Jean-Jacques.

– ¡El Ejército! ¡Un oficial!

– ¡La-mismísima-imagen-de-la-respetabilidad! -y a cada palabra, daba un taconazo en el suelo.

– ¡Viva la victoria! -murmuró mi esposa, escondiéndose aún más entre las sábanas, hasta que sólo su cara fue visible.

– Y ahora, querida señora, vamos a interpretar una marcha.

Me cogió por los hombros y marcamos el paso militar, arriba y abajo, por la habitación. Me sentía pleno de vivacidad, y en un momento me desasí de la poderosa mano que Jean-Jacques posaba sobre mi hombro y corrí hacia el otro lado de la habitación.

– Te declaro la guerra -grité.

– Estás muerto -dijo Jean-Jacques, pausadamente.

Mi esposa empezó a llorar. Me dirigí a él con enojo:

– No hagamos la guerra -le dije-. Esto la asusta.

– Pero yo quiero luchar contigo. Después de todo fui boxeador profesional.

– Lo sé, lo sé. Por eso, no voy a ser tan tonto de luchar contigo.

Empecé a sentirme molesto; Jean-Jacques podría haberse mostrado un poco más serio.

– Primero, deja que me saque mi respetabilidad -dijo, con voz segura, y empezó a desabotonar su flamante camisa verde olivo. La cabeza de mi esposa desapareció bajo las mantas.

– Pero estoy muerto. Lo dijiste tú mismo.