¡Cuán poca atención habría prestado a esta noticia si no le concerniera! Lo que para ella y para los suyos era una tortura, para el público no pasaba de ser un hecho interesante y agradable. Las desgracias ajenas eran una distracción; los diarios sacaban de ello su sustento. El hombre que le vendió el diario tenía un rostro demacrado y era cojo. Como para sacar una gota del líquido de su amargo cáliz, le devolvió el periódico y le regaló un chelín. Los ojos del hombre se desorbitaron, estupefactos. ¿Había apostado sobre el vencedor?
Dinny subió la escalera de ladrillo. El departamento estaba en el segundo piso. Delante de la puerta un grueso gato negro daba rápidas vueltas sobre sí mismo, intentando cogerse la cola. Dio seis vueltas sobre el mismo punto. Luego se sentó, levantó una de sus patas posteriores y comenzó a lamerla.
Jean abrió la puerta. Evidentemente estaba preparando maletas, puesto que llevaba una combinación colgada del brazo. Dinny la besó y miró a su alrededor. Jamás había estado allí. Las puertas de la salita, del dormitorio, de la cocina y del cuarto de baño estaban abiertas, las paredes pintadas color verde manzana y el suelo recubierto con un linóleum verde oscuro. Los muebles consistían en un lecho matrimonial y unas cuantas maletas en el dormitorio; dos butacas y una pequeña mesa en la salita; una mesa de cocina y un frasco de sales para baño; ninguna alfombra, ningún cuadro y ningún libro; unos visillos de cretona estampada en las ventanas y un armario que ocupaba toda una pared del dormitorio, del que Jean había sacado los trajes amontonados ahora sobre la cama. Un olor a café y a espliego diferenciaba la atmósfera del apartamento de la de la escalera.
Jean dejó la combinación sobre la cama.
– ¿Quieres una taza de café, Dinny? Acabo de hacerlo. Llenó dos tacitas, las azucaró, le tendió una a Dinny junto con un paquete de cigarrillos, luego le indicó una poltrona y se arrellanó en la otra.
– ¿Te han dado mi recado? Me alegro de que hayas venido. Eso me evita tener que preparar un paquete. Detesto hacer paquetes, ¿y tú?
Su calma y el aspecto de no tener preocupación alguna se le antojaron a Dinny milagrosas.
– ¿Has visto a Hubert?
– Sí. Está bastante confortablemente. Dice que la celda no es mala y que le han dado libros y papel para escribir… También puede hacerse llevar comida, pero no le permiten fumar. Alguien tendría que protestar contra esta disposición. Según la Ley inglesa, Hubert todavía es tan inocente como el mismísimo secretario de Estado y no creo que haya ninguna ley que prohíba fumar al secretario de Estado, ¿verdad? Yo no volveré a verle, pero tú, Dinny, irás a visitarle. Le saludarás en modo particular de mi parte y le llevarás unos cigarrillos por si le dejaran fumar
Dinny la miró, pasmada.
– Pero, ¿qué es lo que vas a hacer?
– Bien, precisamente por eso quería verte. Se trata de un secreto. Prométeme que no se lo revelarás a nadie, o no te diré nada.
Dinny contestó
– ¡Palabra de honor! Continúa.
– Mañana marcharé a Bruselas. Alan se ha ido hoy. Le han prorrogado el permiso por urgentes asuntos de familia. Nos estamos preparando para lo peor, eso es todo. He de aprender a volar en un plazo brevísimo. Si hago tres pruebas diarias, tres semanas bastarán. Nuestro abogado nos ha garantizado por lo menos tres semanas. Naturalmente, no sabe nada. Nadie ha de saber nada, salvo tú. Te necesita. – Se inclinó hacia adelante y sacó de su monedero un pequeño paquete envuelto en papel de seda -. Me hacen falta quinientas libras. Dicen que allí podremos comprar por poco dinero un buen aparato de segunda mano, pero luego necesitaremos todo lo que sobre. Ahora, fíjate bien, Dinny. Ésta es una antigua joya de familia. Tiene mucho valor. Necesito, que tú la empeñes por quinientas libras. Y si empeñándola no te dieran tanto, debes venderla. Haz la operación a tu nombre y cambia la moneda inglesa por dinero belga, que me enviarás certificado a Bruselas, a Lista de Correos. Tendrás que hacer lo posible para mandármelo dentro de tres días.
Deshizo el paquete y descubrió un broche de esmeraldas, anticuado, pero magnífico.
– ¡Oh!
– Sí, es realmente bueno. Puedes pedir un precio muy alto. Estoy segura de que alguien te dará quinientas libras. Las esmeraldas se cotizan mucho.
– Pero, ¿por qué no la empeñas tú misma antes de marcharte?
Jean movió la cabeza
– No quiero hacer nada que pueda despertar sospechas.
En cambio, no importa lo que tú puedas hacer, Dinny, porque no estás a punto de infringir la Ley. Nosotros quizá la infrinjamos, pero no nos dejaremos echar el guante.
– Creo – dijo Dinny – que deberías decirme algo más. – No es necesario y, además, no me es posible. Nosotros mismos todavía no sabemos bastante. Pero, tranquilízate; no se llevarán a Hubert. Entonces, ¿lo coges? – y envolvió de nuevo el broche.
Dinny tomó el paquete y, no llevando monedero, lo deslizó debajo de su traje. Se inclinó hacia delante y dijo con mucha seriedad
– Prométeme que no haréis nada hasta que todo lo demás haya fallado.
Jean asintió
– Nada hasta el último instante. Resultaría desventajoso. Dinny le cogió una mano.
– No hubiera debido permitir que te hallaras en estas circunstancias, Jean. Yo fui quien te hizo encontrar con Hubert, ¿ sabes?
– Querida, jamás te perdonaría si no lo hubieras hecho. Estoy enamorada.
– ¡Pero es una cosa tan horrible para ti!
Jean miró a la lejanía y Dinny casi pudo oír al «cachorro» aproximarse desde un ángulo.
– ¡No! Me agrada pensar que soy yo quien tiene que sacarle de este berenjenal. Jamás me he sentido tan llena de vida como ahora.
– ¿Hay mucho riesgo para Alan?
– No, si hacemos las cosas con cabeza. Tenemos varios proyectos, según marchen las cosas.
Dinny suspiró.
– Espero de todo corazón que ninguno de ellos sea necesario.
– También lo espero yo; pero es imposible dejar las cosas a la casualidad, tratándose de un «animal justo» como Walter. – Bien. Adiós, Jean, y buena suerte.
Se besaron, y Dinny bajó a la calle con el broche de esmeraldas pesándole sobre el corazón como si fuera de plomo. Lloviznaba y tomó un taxi para regresar a Mount Street. Su padre y sir Lawrence acababan de entrar. Sus noticias eran de poca entidad. Parecía que Hubert no quería volver a pedir la libertad provisional. «Jean – pensó Dinny – tiene algo que ver con eso.» El secretario de Estado se hallaba en Escocia y no volvería hasta que se reanudasen las sesiones del Parlamento, o sea hasta al cabo de unos quince días. La orden de extradición no podía ser extendida hasta después. Según la opinión de los entendidos, tenían por lo menos tres semanas de tiempo para remover cielo y tierra. ¡Ah!, pero era más fácil que cielo y tierra desapareciesen que no que fallase una pequeña palabra de la Ley. Y, no obstante, ¿eran disparates lo que decía la gente al hablar de «intereses», de «influencias», de «arreglar las cosas»? ¿No existía algún medio mágico que todos ellos ignoraban?
Su padre le dio un beso y, lleno de pesar, fue a acostarse. Dinny se quedó a solas con sir Lawrence, pero incluso éste estaba deprimido.
– Nada de burbujas y de efervescencia entre nosotros – dijo -. Algunas veces pienso que supervalorizamos la Ley. En realidad, es un sistema que procede con ruda prontitud, con tanta exactitud en ajustar la condena al delito como la que puede haber en el diagnóstico de un médico que ve al paciente por vez primera. No obstante, por alguna misteriosa razón, nosotros le atribuimos las virtudes del Cáliz Sagrado y tratamos a sus mandamientos como si fueran transmitidos por Dios. Si alguna vez ha habido un caso en el cual un secretario de Estado deba dejarse conmover por un sentido de humanidad, es precisamente éste. Sin embargo, no creo que lo haga, Dinny. Y el caso es que tampoco Bobbie Ferrar lo cree. Parece que poco tiempo ha, un idiota mal inspirado definió a Walter como «el verdadero espíritu de la integridad», y esto, en vez de revolverle las tripas, se le ha subido a la cabeza y desde entonces ya no ha favorecido a nadie. Me he preguntado si no podía yo mandar una carta al Times, que rezara: «Esa actitud de inexorable incorruptibilidad en ciertos lugares es más peligrosa para la justicia que los métodos de Chicago». Chicago debería llevárselo. Creo que estuvo allí. Es espantoso que un hombre deje de ser humano.