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Solo en la cantera silenciosa, que paulatinamente se iba volviendo más oscura, Adrián estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza del muerto sobre las rodillas. Le había cerrado los ojos y cubierto la cara con su pañuelo. En el bosque oíase el murmullo de las frondas agitadas por los pájaros que, gorjeando, se preparaban al sueño. La escarcha había comenzado a caer y la neblina otoñal insinuábase en el crepúsculo azulado. Todos los contornos de las cosas estaban suavizados, pero la alta pared de la cantera de greda aún resaltaba con su blancura. A pesar de que distaba menos de cincuenta metros de la carretera por donde transitaban los automóviles, el lugar donde Ferse había dado el salto hacia el reposo eterno se le antojaba desolado, remoto y lleno de fantasmas. Aunque supiera que debía estarle agradecido a Dios por Ferse, por Diana y por sí mismo, no podía experimentar más que una profunda piedad hacia uno de sus semejantes, quebrado en la flor de sus energías: una profunda piedad y la percepción de una especie de mezquina identificación con el misterio de la Naturaleza que envolvía al muerto y su lugar de descanso.

Una voz le sacó de su extraño ensimismamiento. Un viejo y bigotudo campesino estaba ante él, con un vaso en la mano. – Por lo que he oído, parece que ha ocurrido un accidente – dijo -. Un sacerdote me ha enviado aquí con un vaso de coñac.

Le tendió el vaso a Adrián.

– ¿Ha caído desde lo alto?

– Sí.

– Siempre he dicho que allá arriba debían poner una empalizada. El señor me ha dicho le hiciera saber que el médico y la policía van a llegar en seguida.

– Gracias – contestó Adrián, devolviéndole el vaso vacío. – Hay una pequeña cochera cerca de aquí, en la carretera. Tal vez podríamos llevarle allí.

– No debemos moverle hasta que lleguen las autoridades.

– ¡Ah! – hizo el viejo campesino -. He oído decir que existe una ley para establecer si se trata de suicidio o de asesinato. – Escudriñó en la oscuridad para ver al muerto -. Qué tranquilo está, ¿verdad? ¿Le conoce usted, señor?

– Sí: Es un tal capitán Ferse. Era originario de estos parajes.

– ¿Cómo? ¿Uno de los Ferse de Burton Rice? ¡Pero si yo trabajaba allí de niño! He nacido en aquella parroquia.

– Miró más de cerca -. ¿No será por casualidad el señorito Ronald?

Adrián asintió.

– ¡No me diga! Ahora ya no queda aquí ninguno de ellos. Su abuelo murió loco. ¡Dios me ampare! ¡El señorito Ronald ¡ Le conocí cuando era un chiquillo.

Se dobló para mirar el rostro al último rayo de luz y luego se enderezó meneando la peluda cabeza. Adrián comprendía que para él las cosas cambiaban mucho, puesto que no se trataba de un «forastero».

El repentino rumor de una moto rompió la tranquilidad. Con un farol resplandeciente bajó por la pista hasta la cantera y dos figuras se apearon: un joven y una muchacha. Se acercaron cautelosamente al pequeño grupo iluminado por el farol y se detuvieron.

– Hemos oído decir que ha habido una desgracia. – ¡Ah! – exclamó el viejo campesino.

– ¿Podemos hacer algo?

– No, gracias. El médico y la policía están a punto de llegar – contestó Adrián -. Tenemos que esperarlos.

El joven abrió la boca como para preguntar y luego, al igual que el viejo campesino, permaneció silencioso con los ojos fijos sobre aquella faz de cuello quebrado apoyada en la rodilla de Adrián.

El motor de la moto palpitaba en el silencio y la luz del farol hacía aún más espectral la vieja cantera y el pequeño grupo de vivos reunidos alrededor del muerto.

CAPITULO XXIX

El telegrama llegó a Condaford pocos minutos antes de la cena. Rezaba: «Ferse muerto cayendo cantera greda. Trasladado Chichester. Adrián y yo vamos con él. Habrd indagación. – Hilaryu.

Dinny estaba en su cuarto cuando le entregaron el telegrama. Cayó sentada sobre la cama, experimentando la sensación de contracción que uno siente cuando el alivio y el dolor luchan entre sí para expresarse. Había sucedido lo que ella invocara; ahora oía tan sólo el último sonido que le oyera emitir y veía la expresión de su rostro mientras estaba cerca de la puerta escuchando el canto de Diana.

Dirigióse a la doncella que le había traído el telegrama y le dijo

– Tráigame a Scaramouch.

Cuando llegó el terrier escocés con sus ojos relucientes y el aspecto de conocer su propio valor, lo estrechó tan fuertemente que llegó a hacerle daño. Con aquel cuerpo cálido y peludo entre los brazos, volvió a adquirir la facultad de sentir. En lo íntimo de su ser tenía conciencia de haberse aliviado de un peso muy grave, pero la piedad le hizo saltar las lágrimas. Era un estado curioso que se hallaba más allá de la comprensión del perro, el cual le lamió la nariz y se movió hasta que ella le dejó en el suelo. Dinny acabó de vestirse y fue a la habitación de su madre.

Lady Cherrell, ataviada para la cena, iba del ropero abierto – a la cómoda, cuyos cajones estaban también abiertos, estudiando lo que más le convenía regalar para la próxima subasta de beneficencia que debía conseguir fondos para sostener hasta fin de año la enfermería del pueblo. Sin decir palabra, Dinny le tendió el telegrama. Cuando lo hubo leído, lady Cherrell dijo tranquilamente

– Esto es lo que tú auguraste. – ¿Quieres decir el suicidio? – Creo que sí.

– ¿He de decírselo en seguida a Diana, o debo aguardar a que haya dormido, por lo menos, una noche?

– Creo que lo mejor es decírselo en seguida. Yo lo haré, si tú quieres.

No, mamá, me toca a mí. Seguramente querrá cenar en su cuarto. Supongo que tendremos que ir a Chichester.

– Todo esto, Dinny, es muy triste para ti. – Es un bien para mí.

Volvió a coger el telegrama y salió.

Diana estaba con los niños, los cuales alargaban todo lo que podían los preparativos para irse a acostar, puesto que aún no habían llegado a la edad en la que esta acción se vuelve una cosa deseable. Dinny le indicó que la siguiese a su habitación y silenciosamente le tendió el telegrama. A pesar de que durante estos días hubiera estado tan próxima a Diana, entre ellas había dieciséis años de diferencia y no hizo ningún geste para consolarla como lo habría hecho con alguien de su edad. En efecto, tenía la sensación de no saber jamás cómo tomaría Diana las cosas. Acogió la noticia con frialdad marmórea, como si nada hubiera sucedido. Su rostro hermoso, fino y consumido como el de una moneda, estaba sin expresión. Sus ojos, fijos en los de Dinny, permanecieron secos y límpidos. Se limitó a decir

– No bajaré.

Reprimiendo todo impulso, Dinny asintió y salió. A solas con su madre, después de la cena, dijo

– Quisiera tener el dominio que tiene Diana.

– Un dominio como el suyo es el resultado de todo cuanto ha sufrido.

– También hay algo de Vere de Vere en todo esto. -No es mala cosa, Dinny.

– ¿Por qué hacer una indagación?

– Temo que allí necesitará de todo su dominio. -Mamá, ¿yo también tendré que ir a declarar?

– Que yo sepa, tú has sido la última persona que habló con él, ¿verdad?

¿Tendré que decir que anoche vino a llamar a la puerta?

– Creo que deberías decir todo lo que sabes, en é1 caso de que te interroguen.

Una ola de rubor coloreó las mejillas de Dinny.

– Me parece que no lo diré. Tampoco se lo he dicho a Diana. Y no creo que pueda interesar a los extraños.

– No, yo tampoco lo creo; pero nosotras no hemos de juzgar a este propósito.

– Pues bien, yo juzgaré. No me prestaré a satisfacer la curiosidad de la gente y a causarle a Diana una pena.

¿Y si una de las doncellas le hubiera oído? – No pueden probar que lo haya oído yo. Lady Cherrell sonrió.

– Quería que estuviese aquí tu padre.

– No debes decirle lo que te he dicho, mamá. No puedo soportar que la conciencia masculina se mezcle en todo esto la femenina es ya bastante mala de por sí, pero, por lo menos, sabemos de qué se trata.