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Hilary movió la cabeza – Es una suerte.

Hubert hizo una mueca. Con aquel clima infernal no había sido precisamente una suerte.

– ¿Ya has conseguido el permiso? – Afín no.

– Cuando te lo concedan, os casaré. – ¿De veras?

– Sí. Puede que me equivoque, pero no lo creo.

– No se equivoca usted – aseguró Jean, cogiéndole una mano -. ¿Le irá bien mañana por la tarde, a las dos, señor Cherrell?

– Déjeme mirar mis notas. – Echó un vistazo y asintió. – ¡Estupendo! – gritó Jean -. Ahora Hubert y yo iremos a recoger el permiso.

– Te estoy sumamente agradecido, tío – repuso Hubert -, si crees realmente que no es hacer las cosas con los pies.

– Querido muchacho – dijo Hilary -, dado que piensas unirte a una muchacha como Jean, debes esperarte cosas de este tipo. Aurevoir. ¡Que Dios os bendiga!

Cuando hubieron salido, se volvió hacia Dinny.

– Estoy muy conmovido, Dinny. Ha sido un cumplido encantador. ¿Quién ha pensado en ello?

– Jean.

– Entonces o es una buena conocedora de caracteres o no los conoce en absoluto. No sé a qué atenerme. Pero desde luego el trabajo se ha hecho rápidamente. Eran las diez y cinco cuando habéis entrado y ahora son las diez y catorce. No sé si alguna vez he dispuesto de la vida de dos personas en menos tiempo. Los Tasburgh no tienen graves defectos, ¿verdad?

– No. Simplemente parecen un poco precipitados.

– En resumidas cuentas, me agrada que sean precipitados. Por lo general eso indica un buen fondo.

– Tienen el sabor de Zeebruggee.

– ¡Ah! Jean tiene un hermano marino, ¿verdad? Dinny parpadeó.

– ¿Y…?

– Yo no soy precipitada, tío. – ¿Sostenedora y cargadora? – Sobre todo sostenedora: Hilary miró afectuosamente a su sobrina y sonrió

– Ojos azules, ojos sinceros. Acabaré casándote yo, Dinny. Ahora dispénsame. He de ver a un hombre que se ha enredado con el sistema de pago a plazos. No puede salirse del lío. Está nadando como un perro en un lago de riberas demasiado altas. Por lo demás, la muchacha que viste el otro día en el Tribunal está aquí con tu tía. ¿Quieres interesarte por ella? Me temo que es lo que se llama un problema insoluble, lo que en otras palabras significa un ejemplo de la humana naturaleza. Prueba a resolverlo.

– Me gustaría mucho, pero no estoy segura de que ella piense lo mismo.

– No lo sé. De muchacha a muchacha lograrías que te dijera una porción de cosas y no me extrañaría si muchas de ellas fuesen malas. Esto es cinismo – añadió -, pero de vez en cuando el cinismo es un alivio.

– Debe serlo, tío.

– Es en esto donde los católicos romanos tienen una ventaja sobre nosotros. Bueno, adiós, Dinny. Nos veremos mañana por la tarde durante la ceremonia.

– Cerró bajo llave sus cuentas y la siguió hasta el vestíbulo. Al abrir la puerta del comedor, dijo

– Amor mío, aquí tienes a Dinny. Estaré de vuelta a la hora del almuerzo – y se marchó, sin ponerse el sombrero.

CAPITULO XX

Las dos muchachas salieron juntas de la Vicaría, dirigiéndose hacia South Square, donde le pedirían a Fleur otra recomendación.

– Me temo – dijo Dinny, venciendo su timidez – que de estar en su lugar tendría deseos de vengarme de alguien. No comprendo por qué tuvo que dejar usted su empleo.

Veía que la joven la miraba de soslayo, como si vacilara en decir o no lo que tenía en la mente.

– Hice hablar de mí – dijo al final.

– Sí, por casualidad estuve en el Tribunal el día que la absolvieron. Pensé que era una cosa brutal que la hicieran estar sentada allí.

- Sin embargo, es cierto que hablé con un hombre – confesó la muchacha, inesperadamente -. No se lo quise decir al señor Cherrell, pero es verdad. Estaba harta de carecer siempre de dinero. ¿Piensa usted que soy mala?

– Bueno, personalmente, yo debería necesitar algo más que dinero antes de hacer eso.

– Usted jamás ha tenido necesidad de dinero; verdadera necesidad.

– Quizá tiene usted razón, a pesar de que jamás he tenido mucho.

– Es mejor hacer lo que hice que robar – replicó la muchacha, ceñuda -. Al fin y al cabo, ¿qué? Es una cosa que se olvida. Nadie piensa mal de un hombre por una cosa así y nadie le hace nada. Pero usted no contará a la señora Mont lo que le he dicho, ¿verdad?

– ¡Claro que no ¡¿ Tan mal iban las cosas?

– Sí, muy mal. Mi hermana y yo, cuando trabajamos todo el día, ganamos apenas lo suficiente. Pero ella estuvo enferma durante cinco semanas y, para colmo de desgracias, un día perdí mi portamonedas con una libra y media dentro. Al fin y al cabo no fue culpa mía.

– ¡Oh, qué mala suerte ¡

– Ya lo creo. Si hubiese sido una cualquiera, ¿cree usted que me habrían pescado? Se lo debo a mi inexperiencia. Apuesto a que las chicas de la alta sociedad no tienen fastidios de esta especie cuando andan escasas de dinero.

– Bueno -dijo Dinny.~, creo que existen muchachas que no tendrían escrúpulos en hacer cualquier cosa para aumentar sus propios recursos. De todos modos, pienso que una cosa de ese tipo debería ir únicamente acompañada por el cariño. Pero quizá soy algo anticuada.

La muchacha la miró de nuevo con una larga mirada, de admiración esta vez.

– Usted es una verdadera señora. He de confesar que yo quisiera ser como usted. Pero una nace de una manera y así se queda.

Dinny se agitó.

– ¡Vaya! ¡Qué tontería! Las señoras más distinguidas que he conocido son mujeres del campo.

– ¿Pe veras?

– Sí; y me parece que las dependientas de algunas tiendas de Londres están a la altura de cualquier señora.

– Bueno, debo admitir que hay unas cuantas muchachas muy buenas. Mi hermana es mucho mejor que yo jamás hubiera hecho nada semejante. Su tío me ha dicho una cosa que nunca olvidaré, pero no puedo estar segura de mí misma. Soy de las que aman los placeres cuando pueden agarrarlos; y, ¿por qué no?

– Me parece que la cuestión es más bien la siguiente ¿qué son los placeres? Un hombre encontrado casualmente no creo que llegue a ser un placer. Si acaso será todo lo contrario. – Es verdad. Pero cuando lo que empuja es la falta de dinero, una hace lo que jamás haría si las cosas fueran diferentes…

Ahora le correspondió a Dinny asentir.

– Mi tío es un buen hombre, ¿no cree usted?

– Es un verdadero señor, que siempre procura no atormentar a la gente. Y en todo momento está dispuesto a meter la mano en su bolsillo, cuando hay algo dentro.

– Me parece que eso sucede pocas veces – repuso Dinny -. Mi familia es bastante pobre.

– No es el dinero lo que hace el señorío.

Dinny oyó la observación sin entusiasmo alguno; le parecía haberla oído otras veces.

– Ahora es mejor que cojamos el autobús – dijo. Era un día de sol y se encaramaron hasta el imperial. – ¿Le gusta la nueva Regent Street? – preguntó Dinny. – ¡Oh, sí, es magnífica!

– ¿No le gustaba más como estaba antes?

– No. Era muy sombría y amarilla y monótona.

– Pero distinta de todas las demás calles; además, su regularidad se adaptaba a su curva.

La joven pareció pensar que era una cuestión de gustos, titubeó, y luego replicó con firmeza

– Según mi modo de ver, ahora está mucho más alegre. Las cosas se mueven más, no parece tan formal.

– ¡Ah¡

– Me encanta ir en el imperial del autobús – continuó la muchacha -, pues se ven muchas cosas. La vida va marchando, ¿verdad?

Pronunciadas con el acento cockney de la muchacha, estas palabras le hicieron a Dinny el efecto de un golpe. ¿Qué era su propia vida, sino un traje comprado ya confeccionado? ¿Qué riesgos y qué aventuras contenía? La vida era mucho más aventurada para la gente que vivía trabajando. Su trabajo, hasta entonces, había sido no tener ninguno. Pensando en Jean, dijo

– Me temo que mi vida sea demasiado monótona. Siempre estoy esperando que suceda algo.