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CAPITULO XIV

Cuando hubieron dejado a Alan Tasburgh a la puerta de su club, las dos muchachas viraron el coche en dirección a Chelsea. Dinny no había enviado telegrama alguno, confiando en su buena estrella. Al llegar ante la casa situada en Oakley Street se apeó y oprimió el timbre. Una anciana doncella, con expresión de espanto en el rostro, abrió la puerta.

– ¿Está la señora Ferse?

– No, señorita. Está el capitán Ferse. – ¿El capitán Ferse?

La doncella, mirando a derecha e izquierda, habló en voz baja y excitada.

– Sí, señorita. Estamos en un apuro terrible y no sabemos qué hacer. El capitán Ferse ha entrado de repente, a la hora del almuerzo, sin que nadie nos hubiera avisado. La señora estaba fuera. Han traído un telegrama para ella, pero lo ha cogido el capitán Ferse; alguien la ha llamado por teléfono, pero no ha querido dejar ningún recado.

Dinny buscaba palabras para descubrir en seguida lo peor. – ¿Cómo… cómo está?

– Bueno, señorita, no sabría decírselo. Se ha limitado a preguntar: a- ¿Dónde está la señora?». Tiene buen aspecto, pero, a pesar de todo, tenemos miedo. Los niños están en casa y no sabemos dónde se encuentra la señora.

– Aguarde un momento – dijo Dinny y volvió al coche. – ¿Qué sucede? – preguntó Jean, apeándose.

Las dos muchachas permanecieron en la acera consultándose, mientras la doncella las observaba desde el umbral.

– Debo ir a buscar a tío Adrián – dijo Dinny -. Hay que pensar en los niños.

– Ve tú. Yo entraré y te esperaré. Esa doncella parece estar muy amedrentada.

– Creo que solfa ser violento, Jean. Puede haberse escapado, ¿comprendes?

– Coge el auto. Yo no tengo miedo. Dinny le estrechó una mano.

– Tomaré un taxi. Así dispondrás del coche por si quieres irte.

– Bien. Dile a la doncella quién soy y luego date prisa. Son ya las cuatro.

Dinny levantó la vista hacia la casa y, repentinamente, vio una cara en la ventana del comedor. A pesar de que no había visto a Ferse más que dos veces, le reconoció al instante. Su – rostro no era de los que se olvidan. Daba la sensación de un fuego tras unos barrotes: un rostro surcado, duro, con bigote cortado en forma de cepillo, pómulos anchos, cabello espeso, oscuro y ligeramente canoso, y aquellos brillantes e inquietos ojos de acero. En ese momento la estaban mirando con una especie de agitada intensidad que resultaba penosa. Ella desvió la vista.

– ¡No mires hacia arriba! ¡ Allí está! – le dijo a Jean – Si no fuera por los ojos parecería absolutamente normal. Va bien vestido y arreglado. Vamos, jean, o quedémonos las dos.

– No, yo me quedaré. Ve tú – y entró en la casa.

Dinny se apresuró a irse. Esta repentina reaparición de un hombre a quien todos habían creído irremediablemente Toco, era trastornadora. Ignorando las circunstancias de la reclusión de Ferse, ignorándolo todo, excepto que había hecho pasar a Diana momentos terribles antes de la catástrofe final. Pensaba en Adrián como en la única persona que debía ser informada de lo acaecido. Fue una carrera larga y ansiosa. Encontró a su tío cuando estaba a punto de salir del museo. Le explicó el caso apresuradamente, mientras la miraba con los ojos desorbitados por el horror.

– ¿Sabes dónde está Diana? -concluyó Dinny.

– Esta noche tenía que cenar -con Fleur y Michael. Yo también debía ir, pero ahora no sé dónde puedo encontrarla. Volvamos a Oakley Street. -

Subieron al taxi.

– ¿No podrías telefonear a la clínica mental, tío?

– No me atrevo sin antes ver a Diana. ¿Dices que parecía normal?

– Sí, salvo los ojos; pero recuerdo qué siempre fueron así. Adrián se llevó la mano a la cabeza.

– ¡ Es demasiado horrible! ¡ Pobre muchacha!

El corazón de Dinny comenzaba a sufrir, tanto por él como por Diana.

– Y también es horrible -añadió Adrián – que nos trastornemos porque ese pobre diablo ha regresado. ¡ Oh, Dios mío.! Dinny, es un mal asunto, un mal asunto.

Dinny le apretó un brazo.

– ¿Qué dice la ley a ese propósito, tío?

– ¡ Dios lo sabe! Jamás se le denunció. Diana no quiso. Le acogieron como paciente particular.

– Pero, ¡ no puede haber salido cuando le haya venido en gana, sin que hayan advertido a la familia de antemano! – ¡ Quién sabe lo que ha pasado! Puede estar más loco que nunca y haber salido aprovechando un descuido del personal. Pero, hagamos lo que hagamos – y Dinny se sintió conmovida por la expresión de su rostro -, debemos pensar no sólo en nosotros, sino también en él. No hay que hacerle las cosas más -duras de lo que son. ¡ Pobre Ferse! La pobreza, el vicio o el delito no pueden igualar a la alienación mental por las trágicas consecuencias que caen sobre todos los que han de estar en contacto con ella.

– Tío -dijo Dinny -, ¿y las noches? Adrián gimió

– De eso debemos salvarla, sea como fuere.

A1 final de Oakley Street despidieron al taxi y anduvieron hasta la puerta.

Al entrar, lean le había dicho a la doncella

– Soy la señorita Tasburgh. La señorita Cherrell ha ido a buscar a la señora Ferse. ¿Está arriba la salita? Aguardaré allí. ¿Ha visto el señor a los niños?

– No, señorita. No hace más de media hora que está aquí. Los niños se hallan en su cuarto de estudio, con su institutriz.

– Entonces voy a verles – repuso Jean -. Acompáñeme. – ¿Tengo que esperar con usted, señorita?

– No. Atienda a ver si llega la señora Ferse y avísela en seguida.

La doncella la miró con admiración y la dejó en la salita. Entreabriendo la puerta, Jean permaneció a la escucha. No se oía ruido alguno. Comenzó a pasearse de arriba abajo, de la puerta a la ventana. Si veía acercarse a Diana, correría abajo; y si Ferse subía, saldría para entretenerle. El corazón le latía un poco más apresuradamente que de costumbre, pero no se sentía verdaderamente nerviosa. Estaba así desde hacía un cuarto de hora, cuando oyó un rumor tras de sí, se volvió y vio a Ferse, que acababa de cruzar el umbral.

– Oh – dijo -, estoy esperando a la señora Ferse. ¿ Usted es el capitán Ferse?

La figura se inclinó. – ¿ Y usted?

– Jean Tasburgh. Creo que no me conoce usted. -¿Y la persona que estaba con usted?

– Dinny Cherrell. – ¿Adónde ha ido? – Me parece que a ver a uno de sus tíos.

Ferse emitió un sonido extraño, que no era una risa, precisamente.

– ¿ Adrián? – Eso creo.

Se quedó mirando la amable habitación, con sus ojos brillantes y agitados.

– Está más graciosa que nunca – dijo -He estado ausente algún tiempo. ¿Conoce usted a mi mujer?

– La conocí en casa de lady Mont.

– ¿En Lippinghall? ¿Está bien Diana? -Sí, perfectamente.

– ¿Y muy hermosa? – Mucho.

– Gracias.

Mirándolo por entre las largas pestañas, Jean no podía ver en él nada que diese la impresión de un desorden mental. Parecía lo que era: un soldado en traje de paisano, muy ordenado y reservado en todo, excepto los ojos.

– Hace cuatro años que no veo a mi mujer – dijo -. Deseo verla a solas.

Jean se dirigió hacia la puerta. – Me voy – anunció.

– ¡No! – La palabra salió con una prontitud aterradora -. ¡Quédese aquí! – Y bloqueó la salida.

– ¿Por qué?

– Deseo ser el primero en decirle que he regresado. – Naturalmente.

– ¡Entonces quédese aquí! Jean fue a la ventana.

-Como quiera usted – asintió. Hubo un silencio.

– ¿Ha oído hablar de mí? – preguntó de repente.

– Muy poco. Sé que no estuvo usted muy bien.

El se separó de la puerta.

– ¿Ve usted en mí huellas de alguna enfermedad?

Jean le miró y mantuvo sus ojos fijos en los suyos hasta que los desvió.

– Ninguna. Parece estar en perfecta salud. – Lo estoy. ¿Quiere sentarse?

– Gracias.

Jean tomó asiento.

– Pefectamente – dijo, él -. Míreme bien.

Jean se miró los pie y de nuevo Ferse emitió aquella especie de risita.