La gente buscaba involuntariamente lo bueno en el pasado, soñando con su repetición, y tan sólo los espíritus fuertes habían sabido prever e intuir la inevitable mejoría en la organización de la vida humana que les brindaba el futuro. Desde entonces, el hombre sustentaba en el fondo del alma la nostalgia del pasado, la nostalgia de lo que se había ido para no volver, la tristeza que nos embarga a la vista de las ruinas y los monumentos de la historia de la humanidad. Esta añoranza era más profunda en las personas ya maduras, entradas en años, y en las naturalezas sensibles y propensas a la meditación.

Mut Ang se apartó del instrumento musical y estiró su vigoroso cuerpo.

En las novelas históricas, todo estaba descrito en forma tan viva y amena. ¿Qué podía asustar, pues, a los jóvenes de la astronave en el momento de dar un salto al futuro? ¿La soledad, la falta de los seres queridos? ¡La de veces que se había comentado y descrito, en las viejas novelas, la soledad del hombre caído en el futuro...! Lo peor de esa soledad era la falta de familiares, de allegados, aunque éstos fueran un puñado insignificante de personas vinculadas a menudo tan sólo por lazos formales de parentesco. Pero ahora, cuando cualquier persona era cercana, cuando no existían ya fronteras ni convencionalismos que impidiesen el contacto de los seres humanos en cualquier rincón del planeta...

« Nosotros, los tripulantes del Telurio, hemos perdido a todos nuestros parientes en la Tierra. Pero en el futuro próximo nos esperan personas no menos próximas y queridas, con más capacidad de conocimiento y más profunda sensibilidad que los contemporáneos que hemos abandonado para siempre », ¡eso es lo que el capitán debía decirles a los jóvenes tripulantes de su nave...!

Tey Eron, en el puesto central de mando, había establecido el régimen predilecto por él para la noche. Ardían tenuemente sólo las lámparas imprescindibles; y en la semipenumbra, aquel espacioso recinto circular parecía más acogedor. El segundo capitán, tarareaba quedamente una cancioncilla mientras comprobaba minuciosamente los cálculos. La astronave iba aproximándose a la meta; aquel día era preciso volver la nave en dirección a Ofiuco, con objeto de pasar junto a la estrella de carbono que se estaba estudiando. Acercarse a ella era aún peligroso. La presión radial empezaba a aumentar tanto, que, dada la velocidad del Telurio, poco menor que la de la luz, podría producir un golpe terrible, de fatales consecuencias.

Al sentir a sus espaldas la presencia de alguien, Tey Eron se volvió y se cuadró en el acto al ver al capitán.

Mut Ang leyó, por encima de los hombros de su ayudante, los índices sumados de los aparatos en las ventanillas cuadriculares de la fila inferior. Tey Eron preguntó con la mirada a su jefe, y éste movió afirmativamente la cabeza. Obedeciendo al tacto apenas perceptible de los dedos del ayudante, difundiéronse por la nave las señales de « ¡Atención! » y las palabras metálicas estereotipadas « ¡Escuchen todos! »

Mut Ang acercó más el micrófono, seguro de que en todos los compartimentos de la astronave la gente había quedado inmóvil, con la cara vuelta involuntariamente hacia los ocultos altavoces: los seres humanos no habían perdido aún la costumbre de mirar en dirección al sonido, sobre todo cuando querían escuchar con atención.

— ¡Escuchen todos! — repitió Mut Ang—. Dentro de quince minutos, la nave empezará a frenar. Todos, menos los que estén de guardia, deberán permanecer acostados en sus camarotes. La primera fase de la deceleración terminará a las 18 horas; la segunda durará seis días. La nave comenzará a virar después de la señal de « peligro de choque ». Eso es todo.

A las 18 horas, el capitán se levantó de su butaca y, aguantándose los dolores que la deceleración producía en la cintura y la nuca, anunció que se retiraba para descansar los seis días. El resto de la tripulación no debía apartarse de los aparatos, pues aquella era la última oportunidad de observar la estrella de carbono.

Tey Eron acompañó a Mut Ang con una turbia mirada. La verdad es que él estaría más tranquilo si el capitán permaneciese allí durante la difícil maniobra. Aunque con cada perfeccionamiento, los vehículos cósmicos iban haciéndose más seguros y más potentes, y no cabía comparación alguna entre la potencia del Telurio y la de esos cascarones llamados barcos, que surcaban los mares de la Tierra, la astronave era también un insignificante cascarón en la infinidad del espacio...

Al oír la alegre risa de Mut Ang, Kari Ram estuvo a punto de pegar un salto. Días antes, la tripulación se alarmó mucho al enterarse de que el capitán había enfermado repentinamente. Nadie más que el médico podía visitarle. Los hombres bajaban la voz al pasar ante la puerta cerrada del camarote de Mut Ang. En ausencia del capitán, la operación del viraje y aceleramiento de la marcha para escapar a la zona de radiación de la estrella de carbono e impulsar la nave de vuelta hacia el Sol, debía realizarla Tey Eron. Ahora éste marchaba al lado de Mut Ang conteniendo una sonrisa. El capitán había urdido un pequeño complot con el doctor para dejar la nave en manos de Tey Eron y darle la oportunidad de dirigir él solo la maniobra. El segundo capitán no hubiera confesado por nada del mundo las terribles dudas que le habrían asaltado en el momento del viraje, pero reconvenía a su superior por haber alarmado sin motivo a la tripulación.

Mut Ang justificábase bromeando y aseguraba a Tey Eron que la nave no corría ningún peligro en la inmensidad del Universo. Los aparatos no podían equivocarse, puesto que la cuádruple comprobación de cada cálculo excluía la posibilidad de errores. En la zona de elevada presión radial no podían existir regiones de asteroides ni meteoritos.

— ¿Está usted realmente seguro de que no nos esperan más sorpresas? — preguntó Kari Ram con cierto recelo.

— Los accidentes imprevistos siempre son, claro está, posibles. Pero la gran ley del Cosmos, llamada ley del término medio, obra en favor nuestro. Puede usted estar seguro de que en este desierto rincón del Universo no encontrará nada nuevo. Daremos un poco marcha atrás, y efectuaremos una pulsación por nuestra vieja ruta, directamente hacia el Sol, pasando junto al Corazón de la Serpiente... Hace varios días que volamos rumbo a Ofiuco. Falta ya poco.

— Aunque parezca extraño, no siento la alegría ni la satisfacción de hacer algo de provecho, algo que justifique nuestro abandono de la vida terrena por un período de setecientos años — dijo, pensativo, Kari—. Sé, naturalmente, lo que representan las miles de observaciones y los millones de cálculos, fotografías y anotaciones. Eso permitirá luego descubrir nuevos secretos de la materia allí, en la Tierra... Y sin embargo, ¡qué insignificante me parece todo esto! ¡Un germen del futuro, y nada más!

— ¡Pero piense usted en la lucha y los esfuerzos realizados por la humanidad, piense usted en las vidas sacrificadas por eso que usted llama « gérmenes del futuro », y no digo ya nada de las incontables generaciones de animales que precedieron al hombre en su ciego camino de evolución histórica! — replicó excitado Tey Eron.

— Sí, todo eso es cierto, pero es una satisfacción puramente cerebral, y a mí, espiritualmente, me interesa tan sólo el Hombre, la única fuerza racional del Universo capaz de dominar y utilizar el desarrollo espontáneo de la materia. Mas, ¡qué infinita es la soledad del ser humano! Sabemos a ciencia cierta que existen muchos mundos habitados, y sin embargo, los hombres de la Tierra no han cruzado aún la mirada con ningún otro ser racional del Universo. ¡Cuánto se ha soñado en vano con ese momento! ¡Cuántos relatos, libros, canciones, cuadros se han creado imaginando ese histórico acontecimiento! Este sueño sublime y audaz de la humanidad, nacido en los remotos tiempos en que apenas comenzaba a disiparse la ceguera religiosa, no se ha visto realizado todavía.