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Bosch asintió.

– ¿Y el barco? ¿Han acabado con él?

– Sí, han terminado.

– ¿Es un caos? Siempre lo dejan todo hecho un desastre.

– Probablemente. No he estado dentro. Me preocuparé por eso mañana.

Bosch asintió. McCaleb echó un buen trago a su cerveza y dejó la botella en la barandilla. Había tomado demasiada. Se atragantó.

– ¿Estás bien? -preguntó Bosch.

– Sí, bien. -Se limpió la boca con el dorso de la mano-. Harry, he venido para decirte que no voy a seguir siendo amigo tuyo.

Bosch se echó a reír, pero luego se detuvo.

– ¿Qué?

McCaleb lo miró. Los ojos de Bosch seguían atravesando la oscuridad. Habían captado una manchita de luz reflejada de algún lugar y McCaleb vio los dos puntitos fijos en él.

– Deberías haberte quedado un poco más esta mañana cuando Jaye interrogaba a Tafero.

– No tenía tiempo.

– Le preguntó por el Lincoln y Tafero dijo que era su coche camuflado. Explicó que lo usaba en trabajos en los que quería que no hubiera ninguna posibilidad de dejar una pista. Llevaba matrículas robadas. Y el registro es falso.

– Tiene sentido que un tipo como ése tenga un coche para el trabajo sucio.

– No lo entiendes, ¿verdad?

Bosch se había terminado su cerveza. Estaba inclinado con los codos apoyados en la barandilla. Estaba despegando la etiqueta de la botella y tirando los trocitos de papel a la oscuridad que se abría debajo.

– No, no lo entiendo, Terry. ¿Por qué no me explicas de qué estás hablando?

McCaleb levantó su cerveza, pero volvió a dejarla sin beber.

– Su coche auténtico, el que usa todos los días, es un Mercedes cuatrocientos treinta CLK. A ése fue al que multaron por aparcar ante la oficina de correos cuando envío el giro postal.

– Vale, el tío tenía dos coches. Su coche secreto y el que mostraba. ¿Qué significa eso?

– Significa que tú sabías algo que no tendrías que haber sabido.

– ¿De qué estás hablando? ¿Saber qué?

– Anoche te pregunté por qué habías venido a mi barco. Tú me dijiste que habías visto el Lincoln de Tafero y que sabías que algo iba mal. ¿Cómo sabías que el Lincoln era suyo?

Bosch se quedó en silencio un momento. Miró hacia la noche y asintió con la cabeza.

– Te salvé la vida -dijo.

– Y yo a ti.

– Entonces estamos en paz. Déjalo así, Terry.

McCaleb negó con la cabeza. Sentía que tenía un nudo en el estómago y una opresión en el pecho que amenazaba su nuevo corazón.

– Creo que conocías ese Lincoln y eso supone un problema para mí, porque habías vigilado a Tafero antes. Quizá la noche en que usó el Lincoln. Quizá la noche que estaba vigilando a Gunn y preparando el asesinato. Quizá la noche del asesinato. Me salvaste la vida porque sabías algo, Harry.

McCaleb se quedó un momento callado, dándole a Bosch la oportunidad de decir algo en su defensa.

– Son muchos quizás, Terry.

– Sí, muchos quizás y una corazonada. Mi corazonada es que de alguna manera sabías o supusiste, cuando Tafero se conectó con Storey, que ellos irían a por ti en el juicio. Así que vigilaste a Tafero y lo viste apuntando a Gunn. Sabías lo que iba a pasar y dejaste que pasara.

McCaleb tomó otro largo trago de cerveza y volvió a dejar la botella en la barandilla.

– Un juego peligroso, Harry. Casi lo consiguieron. Aunque supongo que si yo no hubiera aparecido te habrías buscado alguna manera de volvérselo contra ellos.

Bosch continuó mirando hacia la oscuridad y no dijo nada.

– Lo único que espero es que no fueras tú quien le sopló a Tafero que Gunn estaba en el calabozo aquella noche. Dime que tú no hiciste la llamada, Harry. Dime que no lo ayudaste a sacarlo para que pudiera matarlo así.

De nuevo Bosch no dijo nada. McCaleb asintió.

– Quieres estrechar la mano de alguien, Harry. Estréchate la tuya.

Bosch dejó caer la mirada hacia la oscuridad que se extendía bajo la terraza. McCaleb lo miró de cerca y observó que lentamente negaba con la cabeza.

– Hacemos lo que tenemos que hacer -dijo Bosch con voz pausada-. A veces hay elección. Otras veces no hay elección, sólo necesidad. Ves que las cosas van a ocurrir y sabes que están mal, pero de algún modo también están bien.

Se quedó en silencio un largo rato y McCaleb aguardó.

– Yo no hice esa llamada -dijo Bosch. Se volvió y miró a McCaleb.

McCaleb vio de nuevo los puntos de luz brillante en sus ojos oscuros.

– Tres personas (tres monstruos) han caído.

– Pero no de esa forma. Nosotros no lo hacemos de esa forma.

Bosch asintió.

– ¿Qué me dices de tu parte, Terry? Avasallando al hermanito en la oficina. Como si no supieras que eso iba a poner en marcha algo de mierda. Tú pusiste en marcha la acción con ese pequeño movimiento, y lo sabes.

McCaleb sintió que se ruborizaba ante la mirada de Bosch. No respondió. No sabía qué decir.

– Tú tenías tu propio plan, Terry. ¿Así que cuál es la diferencia?

– ¿La diferencia? Si no ves la diferencia es que has caído completamente. Estás perdido.

– Sí, bueno, quizá estoy perdido y quizá me he encontrado. Tengo que pensar en eso. Mientras tanto, por qué no te vas a tu casa. Vuelve a tu isla con tu hijita. Escóndete detrás de lo que crees que ves en sus ojos. Finge que el mundo no es como tú sabes que es.

McCaleb asintió. Ya había dicho lo que quería decir. Se alejó de la barandilla, dejando su cerveza, y caminó hacia la puerta de la casa. Sin embargo, Bosch le disparó con más palabras cuando entró.

– ¿Crees que llamarla como a una niña a la que nadie quiso y por la que nadie se preocupó puede ayudar a aquella niña perdida? Bueno, estás equivocado, tío. Vuelve a casa y sigue soñando.

McCaleb vaciló en el umbral y miró hacia atrás.

– Adiós, Harry.

– Sí, adiós.

McCaleb recorrió la casa. Cuando pasó la silla de lectura donde la luz estaba encendida vio la impresión del perfil que había hecho de Bosch en el brazo del sillón. Continuó caminando. Cuando llegó a la puerta de la calle la cerró tras de sí.

47

Bosch estaba de pie con los brazos cruzados sobre la barandilla y la cabeza baja. Pensaba en las palabras de McCaleb, tanto en las pronunciadas como en las impresas. Eran como fragmentos de metralla que le lastimaban. Sintió un profundo desgarro en su recubrimiento interior. Era como si algo de dentro lo hubiera agarrado y lo arrastrara a un agujero negro, sentía que estaba ilusionando hacia la nada.

– ¿Qué he hecho? -susurró-. ¿Qué he hecho?

Se enderezó y vio la botella en la barandilla, sin etiqueta. La agarró y la lanzó a la oscuridad, todo lo lejos que pudo. Observó su trayectoria, capaz de seguir su vuelo, porque la luz de la luna se reflejaba en el cristal marrón. La botella explotó entre la maleza de la colina rocosa.

Vio la cerveza a medio terminar de McCaleb y la agarró. Tiró, el brazo hacia atrás con la intención de lanzar esta botella hasta la autopista. Entonces se detuvo. Dejó la botella de nuevo en la barandilla y entró en la casa.

Agarró el perfil impreso que estaba en el brazo del sillón y empezó a rasgar las páginas. Fue a la cocina, abrió el grifo y puso los pedacitos de papel en el fregadero. Conectó la trituradora y tiró los papelitos por el tubo.

Esperó hasta que supo por el sonido que el papel había quedado reducido a nada. Apagó la trituradora y se limitó a mirar el agua que corría por el fregadero.

Lentamente, levantó la vista y miró a través de la ventana de la cocina hacia el paso de Cahuenga. Las luces de Hollywood brillaban, reflejo de las estrellas de todas las galaxias. Pensó en toda la maldad que había ahí fuera. Una ciudad con más cosas malas que buenas. Un lugar donde la tierra podría levantarse bajo tus pies y tragarte hacia la oscuridad. Una ciudad de luz perdida. Su ciudad. La ciudad de la segunda oportunidad.