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– Ven aquí, ojos de fuego -dijo el coronel, cogiendo a la Monjita de la mano-. Tendrás hermosos vestidos de París, ¿sabes? Tengo un montón de ellos en mis baúles.

Pero lo que no le dijo a la Monjita era que aquellos vestidos que llevaba consigo en maletas y arcones eran los de su difunta mujer.

– Todas las mañanas te llevarán el chocolate a la cama -continuó el coronel.

– Pronto tendréis que volver al frente, y Dios sabe cuándo regresaréis. ¿Qué será de mí cuando os vayáis? -dijo quedamente la Monjita. Era la primera vez que la oíamos hablar. Y su voz era, ciertamente, la de la amada muerta. Un escalofrío de melancólica felicidad me recorrió la espalda, pues aquellas mismas palabras me las había dicho a mí una vez Françoise-Marie, y con la misma nota triste en la voz. El delirio que se apoderó de todos nosotros en los días siguientes, haciéndonos creer que habíamos reencontrado a Françoise-Marie en la Monjita, haciéndonos disputar y pelear con saña por poseerla, olvidando el honor y el deber, haciendo que nos enfrentáramos llenos de odio, celos y amor criminal, aquel delirio, en fin, tuvo su origen sin duda en aquel momento.

– ¡Cómo! -gritó el coronel dando un puñetazo en la mesa, tan fuerte que la botella de vino se volcó y los cacharros de colores temblaron en su estante-. Tú vendrás conmigo adonde yo vaya. ¡Voto a tal! Massena también lleva siempre a una mujer en sus campañas; cada seis meses hace venir de París alguna actriz.

– ¿Actriz? -dijo Eglofstein encogiéndose de hombros-. Normalmente no se trata más que de alguna Friné de tres al cuarto, sacada de una petite maison de Saint-Denis o Saint-Martin. Y cuando se harta de ella se la deja a sus ayudantes.

– O sea que a sus ayudantes, ¿eh? -exclamó el coronel lanzando a Eglofstein una mirada maligna y llena de desconfianza-. A mis ayudantes les daré otra clase de ocupaciones: encargarse cada día de las municiones, el calzado y los petates de la tropa. ¿Ya ha dado las órdenes para cortar leña y acarrear agua mañana? ¡No se preocupe, Eglofstein, que no voy a dejar que se aburra!

A partir de ese momento su talante cambió por completo. Y durante el resto de la velada estuvo malhumorado, caprichoso y brusco. Donop y yo pasamos disimuladamente a la otra habitación, donde encontramos a nuestro amigo, el obeso alcalde, y a don Ramón, el jorobado, con las piernas enfundadas en paño rojo. Ambos estaban enfrascados en la contemplación del Santiago inconcluso.

– A tu santo se le ve la sabiduría -dijo el alcalde-. Conocí a uno que pregonaba que Santiago, cuando aún estaba en el vientre de su madre, ya sabía latín. Claro que aquel hombre era un hereje, y acabó quemado.

– Este santo, en vida, fue más docto que hermoso -explicó don Ramón-. Tenía más verrugas en la cara que torres la ciudad de Sevilla. Pero sólo le he pintado dos, porque las mujeres no compran santos con verrugas en la cara.

– Don Ramón -interrumpí la charla-. Habéis vendido vuestra hija a ese viejo. ¿No os avergonzáis?

Don Ramón dejó el pincel y me miró.

– La ha visto en la misa y la ha seguido -dijo-. Le ha prometido eso que los humanos llaman felicidad. Tendrá finas sábanas de Holanda, caballos, coche y un lacayo, y cada mañana la llevarán a misa en calesa.

– ¿Es que para vos los doblones lo compran todo? -exclamó Donop, acalorado-. Por treinta monedas seríais capaz de cortar la soga de Judas. ¿Qué dirá vuestro Santiago de semejante negocio?

– Santiago está en el cielo, pero yo tengo que vivir en este perro mundo -dijo el jorobado con un suspiro-. Mirad lo que os digo, señor, y el señor alcalde me puede servir de testigo: no ha sido cosa fácil traer a casa todos los días un pedazo de pan para mí y para mi hija.

– Sois un hidalgo, don Ramón -dijo Donop enojado-. ¿Qué hay de vuestra honradez? ¿Qué hay de vuestro honor?

– Joven, permitidme que os diga una cosa: como esta guerra dure mucho más, las honradeces se pondrán mohosas y los honores rancios.

En la habitación de adentro, el coronel invitó a mis camaradas a salir.

– ¡Eglofstein! -le oí decir-. Mañana a las ocho sus hombres tienen que estar listos. Hasta las nueve, prácticas de carga de mulas, y después llevar paja y heno a los establos. A las diez una calesa aquí a la puerta.

Eglofstein se cuadró.

– ¡Y ahora, a casa! ¡Dos leños a la chimenea, un vaso de ponche y la manta hasta los ojos! ¿Entendido?

Nos despedimos y bajamos.

Delante del portón, Brockendorf se quedó parado y no quiso seguir andando.

– Tengo que volver -dijo-. Esperaré hasta que el coronel se haya ido. Tengo que subir a verla, he de hablar con ella muy seriamente.

– ¡Ven para acá, chalado! -susurró Eglofstein-. Que el coronel se va a dar cuenta y va a pensar mal.

– ¡Maldita sea, hemos llegado tarde! ¡Qué hermosa es! Tiene el cabello de Françoise-Marie -se lamentó Günther.

Malhumorados y desencantados, seguimos nuestro camino. Sólo Eglofstein canturreaba para sí y estaba de buenas.

– ¡Bobos! -dijo por fin, en cuanto estuvimos a un tiro de pistola de la casa de don Ramón-. Alegraos, burros. ¡El coronel vuelve a tener mujer! Si de veras se parece a la primera tanto como él cree, entonces, ¡pardiez! ¿se la guardará para él solo?

Nos detuvimos y nos miramos; todos estábamos pensando lo mismo.

– ¡Es verdad! -dijo Donop-. ¿Os habéis fijado en cómo la Monjita me acariciaba con los ojos cuando me despedí de ella?

– ¡Y a mí! -exclamó Brockendorf-. A mí se me ha quedado mirando muy seguido, como si quisiera decirme…

Se había olvidado de lo que la Monjita había querido decirle. Bostezó y echó una última mirada amorosa a la ventana de la Monjita.

– No tiene nada más que una linda cara y un cuerpo hermoso -afirmó Günther-. Apuesto lo que sea a que no me tratará muy mal en cuanto se entere de que llevo cosidos en el cuello de mi guerrera ocho táleros carolinos.

– ¡Viva nuestro coronel! ¡Vuelve a tener mujer! -exclamó Eglofstein-. Pronto volveremos a llevar aquella vida de antes in floribus et in amoribus. ¿Está bien dicho, Donop?

Nos dimos unos cuantos apretones de manos y nos fuimos caminando por la espesa nieve hasta nuestros alojamientos, cada uno en la esperanza de ser el primero en poseer a la Monjita. Y yo no pude dormir durante un buen rato, pues Günther, que aquella noche compartía habitación conmigo, estuvo practicando ante el espejo, con los gestos de un mal comediante en el escenario, lo que quería decirle en español a la Monjita: «Hermosa señorita, que Dios os guarde. Pongo mi corazón a vuestros pies, señorita».

Las diez de últimas

Pasaron varios días consagrados a las fatigas del servicio, a la instrucción y la equitación, a trabajos de fortificación, a inspecciones de tropa, establos y alojamientos. Las horas después del servicio las pasaban Günther y Brockendorf jugando a las cartas y enrareciendo con sus disputas el ambiente del mesón de La Sangre de Cristo, en el que siempre había buen vino y una habitación caldeada. Donop y yo salíamos casi cada día de caza a caballo, y traíamos a casa perdices, codornices y alguna vez una liebre. La primera vez fuimos muy prudentes; no nos separamos para nada el uno del otro, ni nos atrevimos a alejarnos a más de media hora a caballo de las primeras líneas de defensa. Pero como hallamos los caminos seguros y a los campesinos, hombres y mujeres, dedicados a sus tareas, cobramos ánimos y empezamos a aventurarnos hasta mucho más allá de los pueblos de Figueras y Trujillo.

En ninguna parte hallábamos indicios de actividad guerrillera; las vegas y los viñedos estaban en paz; los aldeanos nos trataban con afabilidad, franqueza y sin el menor ánimo hostil; podía parecer que en aquella región jamás hubiera habido motines ni emboscadas, y que el Tonel, aquel hombre cruel y fanático, no hubiera existido jamás.