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El doctor Gorski se inclinó para ver lo que el ingeniero le mostraba: Vitolo-Mangold. Diccionario enciclopédico de la lengua italiana. Quizás un poco demasiado compendioso y poco manejable. Una verdadera obra de consulta.

– ¿Y no hay nada más que le llame la aten ción?

El doctor movió la cabeza en señal de negación.

– ¿Verdaderamente no hay nada que le sor prenda? ¡Fíjese con más atención! Señor Karasek, usted lo vio llegar. ¿Está usted seguro de que el desconocido no llevaba un segundo libro?

– Sólo éste. Segurísimo.

– Me parece muy extraño. Mire usted, doctor: se trata de un diccionario italiano-alemán. Falta la segunda parte, la de alemán-italiano. Aparentemente, Eugen Bischoff no necesitaba esta segunda parte. ¿Cómo se explica esto? A mí me parece claro: Eugen Bischoff no hablaba con el asesino, se limitaba a escucharlo en silencio. ¡Un momento! Les ruego que ahora no me distraigan. El uno habla y el otro calla y escucha y traduce. ¿Qué significa esto? ¡Déjenme reflexionar un poco!

– ¿Qué es lo que ha ocurrido? -se oyó de pronto una voz de anciano, aguda y temblorosa, que llegaba desde la puerta-. Ahí fuera en la cocina está la señora Sediak llorando. ¿Qué le ha pasado a Leopoldine?

El consejero Karasek, el padre de Agathe Teichmann, cuya noble cabeza goethiana se me había quedado fijada en la memoria con toda viveza desde que años atrás tuviera la ocasión de conocerlo, había cambiado mucho. Era un hombre anciano, de una delgadez casi espectral, se podría decir que daba la impresión de ser la fragilidad en persona. Y ahora, apoyándose en su bastón, con los ojos fijos en el suelo, esperaba que alguien lo sacara de su inquietud.

El joven Karasek tuvo un sobrealto.

– ¡Abuelo! -balbuceó. -No ha ocurrido na da. ¿Qué quieres que haya ocurrido? Poldi está acostada, durmiendo en el sofá, ¿no la ves? Hoy le ha tocado el turno de noche, y la pobre está muy cansada.

– Esa criatura me tiene preocupado -suspiró el anciano-. Tiene demasiados pájaros en la cabeza, no me hace caso, nunca quiere que se le diga nada. En eso ha salido a su madre. Ya lo sabes, Heinrich, ¡esa Agathe! Primero el divorcio, y luego todo el sufrimiento que la separación trajo consigo. Y finalmente, por culpa de ese teniente, de ese Don Juan sin escrúpulos… Cuando llegué a casa, con aquel espantoso olor a gas, estaba todo tan oscuro… ¡Agathe!, grité…

– ¡Abuelo! -le suplicó el joven, y su rostro, antes totalmente inexpresivo, mostraba ahora la preocupación más enternecedora-. Abuelo, ol vídate de esto. Dios sabe cuánto tiempo ha pa sado ya.

– Ya lo tengo -dijo de pronto Solgrub en un tono de voz que hacía pensar que no se había percatado de la llegada del anciano consejero-. Podemos irnos. Aquí no tenemos nada más que hacer.

El viejo Karasek irguió la cabeza.

– ¿Tienes visita, Heinrich?

– Son unos colegas de la oficina, abuelo.

– Está bien, está bien, Heinrich. Un poco de distracción y de charla siempre van bien. ¿Quizás estaban ustedes jugando a cartas, señores?

Discúlpenme que no les haya saludado antes. Mis ojos hace tiempo que ya no ven las cosas de este mundo. Siempre fui miope, y los médicos me iban diciendo que con la edad mejoraría, pero está claro que conmigo ha sido exactamente al revés. ¿Qué le ha ocurrido a Poldi? ¿Dónde está esa chiquilla? Estoy esperando que me lea el periódico.

– ¡Abuelo! -dijo el joven Karasek al tiempo que nos lanzaba una mirada llena de desconsuelo y desesperación-. Déjala que duerma, está cansada, no la despiertes. Ya te leeré yo el periódico.

17

El doctor Gorski estaba del peor de los humores, y mientras descendía a tientas y con prudencia la empinada escalera completamente a oscuras comenzó a proferir todo tipo de resoplidos y maldiciones en voz baja.

– ¡Solgrub! -gritó-. ¿Pero dónde se ha metido ese hombre? Se ha quedado con mi linterna, y como que siempre va a su aire y sin pensar para nada en los demás, ahora resulta que me ha dejado en la estacada y sin luz. ¡A eso es lo que le llamo yo ser considerado con los demás! ¡Cuidado! Aquí viene otro escalón. Barón, ¿dónde está usted? Pase adelante, se lo ruego, porque yo ya no sé cómo seguir. ¿Qué? ¿A la derecha o a la izquierda? Si al menos tuviera cerillas. Pero ni eso. Ya sé qué usted puede ver en la oscuridad. Debe de tener ojos de gato, siempre lo he dicho. Y su inclinación en silencio ahí arriba, ¡algo delicioso, signo de los mejores modales! Sin embargo, ¿qué se creía usted? ¿Acaso no ha visto que el pobre viejo estaba ciego? Pues sí, completamente ciego. Dios me libre de llegar a esa edad. ¡Ah, luz! ¡Por fin! ¡Aleluya, loado sea el cielo, ya hemos llegado!

En la calle había una ligera neblina. El cielo estaba cubierto de nubes y las farolas de gas proyectaban su luz mortecina sobre los adoquines, que brillaban mojados por el agua de la lluvia. Delante del cine había una cola de gente que esperaba para entrar. La puerta de la bodega se abrió y durante un instante pude oír los cánticos de unas voces roncas y la música tristona de un orquestrión.

El ingeniero vino hacia nosotros.

– ¿Pero dónde se habían metido? -nos preguntó-. Llevo una eternidad aquí esperándoles. Son ya las nueve y diez, se nos ha hecho dema siado tarde para ir a ver al viejo sefardita.

– ¿A Gabriel Albachary? -aulló de pronto el doctor, sin poderse contener por más tiempo-. ¡Por todos los diablos! ¿Pero qué más quiere usted de él?

– ¿Que qué es lo que quiero de él? Doctor, usted es un poco duro de mollera, según veo. Un jovencito en edad escolar discurriría más rápido que usted. Pues resulta que querría ver de nuevo al Maestro del Juicio Final. Esta tarde… ¿Pero por qué me mira así? Se trata del monstruo. ¿No me comprende usted? Se trata del asesino de Eugen Bischoff.

El doctor Gorski sacudió la cabeza.

– ¿Está usted insinuando que aquel anciano es el asesino?

– ¿Qué anciano?

– El usurero.

– ¡Dios santo! Doctor, usted tiene la infernal virtud de confundirlo todo hasta el extremo más impensable. Fíjese usted bien: primero la boquilla del cigarrillo. No, la verdad es que no ha sido fácil adivinar cuál era su función. Luego el libro, el diccionario. Al abrirlo me di cuenta de que aquélla era la clave. Comencé a darle vueltas, pero en aquel momento apareció el viejo consejero con sus preguntas. No oí nada de lo que decía. La reflexión metódica, doctor, no es ninguna patraña. El asesino no escucha, sino que solamente habla. ¿Qué significa esto? Ahora ya sé lo que significa. Al fin todo encaja, aunque la verdad es que no hay motivo para que me vanaglorie de nada, porque el día ha estado plagado de errores. Se trata de un verdadero monstruo, de un coloso, y usted ha estado una hora entera delante suyo sin darse cuenta.

Comenzamos a caminar lentamente a lo largo de la calle. El doctor me dio un golpe con el codo.

– ¿Lo ha entendido usted?

– Ni jota -respondí.

El ingeniero me lanzó una mirada que traspasaba.

– Da totalmente lo mismo que me entiendan o no. ¿Para qué? Todo encaja, y con saber esto ya tengo suficiente. Esta noche, barón, podrá usted dormir tranquilo. Ya no hace falta que se marche de viaje, ni que sufra ningún accidente de caza. No habrá ninguna crucecita detrás de su nombre en el diccionario genealógico, al menos de momento. Esto todavía alcanza a comprenderlo, ¿no es verdad?

– ¿Pero no quiere decirnos con palabras me dianamente inteligibles qué es lo que ha descubierto? -le pidió el doctor Gorski.

– Todavía no, doctor, todavía no. De momento sólo tengo una vaga idea sobre lo que ha sucedido, una imagen demasiado imprecisa. Y por otra parte todavía hay algunas pequeñas lagunas en el transcurso lógico de los acontecimientos. Todavía no sé contra quién iba dirigido el primer disparo de Eugen Bischoff, y mientras no haya descubierto eso…