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– Y ahora ya puedo decirle, capitán, que nunca dudé de quién sería el vencedor en esta lucha. Usted era el más fuerte, porque sólo tenía un objetivo en la cabeza, y todo lo demás en su vida había pasado a un segundo plano. Esto, la verdad sea dicha, le convertía en invencible. Para mí estaba completamente claro que aquel matrimonio se iría tarde o temprano a pique, y sólo porque usted se lo había propuesto, capitán.

Volvió a callar, y mi angustia me resultó ya insoportable. Transcurrió casi medio minuto, miré al doctor Gorski: estaba apoyado sobre el escritorio y se mostraba nervioso y tenso, la expresión de su rostro denotaba una perplejidad absoluta, total; me di cuenta de que no cabía esperar ningún tipo de ayuda de su parte. El ingeniero seguía sentado en el sillón, envuelto en una nube de humo y estudiando con aire aburrido la punta de sus dedos, como si estuviera con sus pensamientos en otra parte. Por fin Félix volvió a interrumpir aquel silencio horrible.

– Ahora ya ha pasado todo. Usted ha perdido la partida, barón. Ha cometido un error decisivo. ¿Me comprende? Dina no soportaría ni por un instante sentir cerca de ella al hombre que lleva en la conciencia la muerte de su marido.

Así que eso era todo. Así que ésta era la amenaza que tanto me había hecho temblar. Y ahora que la acusación había sido formulada me pareció de pronto tan absurda, y tan ridicula. Recobré la seguridad en mí mismo, me liberé del miedo que me atenazaba: estaba ante un adversario que ya había gastado su única bala sin dar en el blanco. Ahora dependía todo de mí. Sentía una superioridad sin límites frente a ese muchacho que se había atrevido a provocarme. Ahora yo era el más fuerte, y ya sabía cómo tenía que actuar.

Me acerqué a él y lo miré fijamente a los ojos.

– Espero -comencé -que no se le habrá ocurrido en serio echarme a mí ni a nadie la culpa por este desgraciado accidente.

Mis palabras surtieron el efecto deseado. No pudo sostener mi mirada, se desconcertó y dio un paso atrás:

– Me deja usted perplejo, capitán -respondió-. Lo hubiera esperado todo de usted antes que ver cómo se negaba a reconocer su comportamiento. Si he de hablarle con franqueza, no le comprendo. ¿No teme que su actitud sea mal interpretada? Nunca había notado en usted falta de valor.

– La cuestión de mi presunta falta de valor dejémosla para más adelante, si a usted le parece -le respondí en un tono que no dejaba lugar a dudas con respecto a mis intenciones -. ¿Tiene la amabilidad de explicarme antes que nada qué papel he desempeñado, según usted, en todo este asunto?

Su desconcierto inicial había sido sincero, pero entretanto Félix había recobrado el control de sí mismo.

– Tenía la esperanza de que me evitaría usted esto. Pero si insiste… Para decirlo brevemente: no sé cómo se había enterado de que mi cuñado había confiado sus ahorros, junto con el pequeño capital de mi hermana, al banco Bergstein, sobre cuya quiebra ya han informado los periódicos de hoy. Usted sabía también, o al menos podía haberlo intuido, que Dina estaba decidida a mantener oculta la catástrofe ante su marido tanto tiempo como le fuera posible. El conocimiento de estos dos detalles se convirtió en manos suyas en una verdadera arma mortal. A lo largo de toda la tarde ha hecho repetidos intentos de sacar el asunto a colación. Una y otra vez apuntó su arma sobre Eugen, y luego, sintiéndose observado por mí o por Dina, la dejó caer de nuevo. La ocasión no era todo lo favorable que usted quería, de modo que se agazapó e inició una paciente espera. ¿Debo continuar? Cuando Eugen abandonó el salón, usted marchó tras él y lo siguió hasta aquí. Por fin podía estar a solas con él, ya no había nadie que pudiera frustrarle sus planes. Sin piedad alguna le comunicó lo que habíamos estado ocultándole entre todos. Entonces lo dejó a solas, y un par de minutos más tarde, tal y como usted había previsto, sonó el disparo. No le resultó difícil, ¿verdad, capitán? Sabiendo que Eugen Bischoff hacía ya tiempo que había perdido la fe en sí mismo y en el futuro…

– Fueron dos disparos -dijo de pronto el ingeniero, pero nadie pareció prestarle demasiada atención.

Me pareció el momento oportuno para poner fin a toda aquella larga explicación.

– ¿Es eso todo? -pregunté.

Félix no dijo nada.

– ¿Ha informado ya a su señora hermana de sus conjeturas?

– Sí, he hablado con mi hermana de ello.

– Pues tendrá la bondad de decirle hoy mismo a su señora hermana que soy completamente ajeno a todo este asunto, y que sus suposiciones son completamente erróneas. Ni he hablado con Eugen Bischoff ni he entrado para nada en esta habitación.

– Dina ya no está aquí. Hace media hora que la hemos enviado a casa de sus padres. ¿Y dice usted que no ha entrado para nada en esta habitación?

– Le doy mi palabra.

– ¿Su palabra de oficial?

– Mi palabra de honor.

– Su palabra de honor -repitió Félix lentamente.

Permanecía ante mí, ligeramente inclinado hacia adelante. Movió un par o tres de veces la cabeza. Luego cambió su actitud. Se irguió de nuevo y se puso en posición de firmes, como un hombre que ha acabado una tarea ardua y penosa. En sus labios apretados se dibujó una leve sonrisa, durante apenas un segundo, y luego desapareció de nuevo.

– Su palabra de honor -volvió a repetir-. Naturalmente, esto cambia las cosas, esto lo hace todo mucho más sencillo. Sin embargo, si es tan amable de prestarme unos segundos de atención… Resulta que el visitante desconocido ha olvidado un objeto aquí, en esta habitación. No es nada que tenga un valor especial, es posible incluso que todavía no lo haya echado en falta. Fíjese usted en esto.

En su mano vendada sostenía un objeto brillante, de un color castaño rojizo. Me acerqué para observarlo mejor; a primera vista no lo reconocía, pero al instante me llevé la mano al bolsillo de la americana para buscar la pequeña pipa inglesa que siempre llevaba encima. En el bolsillo no había nada.

– Estaba aquí, sobre la mesa, en el momento en que entramos el doctor y yo… ¡Cuidado, doctor…!

La habitación empezó a dar vueltas a mi alrededor, luego quedó todo a oscuras. Como si hubiera sucedido hacía años, como un recuerdo largo tiempo olvidado, la imagen surgió del fondo de mi ser. Me veía cruzar el jardín por el camino de grava, pasar junto al parterre lleno de fucsias. ¿Qué era lo que iba yo a buscar en el pabellón? La puerta chirrió ligeramente al abrirla. Eugen palideció al oír el susurro de mis palabras, fijó los ojos en el periódico, vi su sobresalto, su abatimiento… Su mirada, presa del terror y la furia, se clavó en mí mientras abandonaba el pabellón y cerraba la puerta con cuidado para no hacer ruido. En la terraza todavía había luz. Era Dina. Subí. Y de pronto un grito, ¡un disparo! Abajo en el jardín rondaba la muerte, y yo había sido quien la había llamado.

– ¡Cuidado, doctor, va a desplomarse! -el grito de alarma resonó en mis oídos.

No. No llegué a caerme. Abrí los ojos y me senté en el sillón. Félix estaba ante mí.

– La pipa es suya, ¿no es cierto?

Asentí con la cabeza. El dejo caer lentamente su mano vendada.

Al cabo de unos instantes me puse en pie.

– ¿Se va usted ya, barón? -preguntó Félix-. Bien, la cuestión ha sido aclarada, no quiero robarle más tiempo. No creo que su palabra de honor, la palabra de honor de un oficial, sea algo sobre lo que difieran nuestras opiniones. Y puesto que dudo mucho que nos volvamos a ver más, querría que supiera que nunca he sentido aversión hacia usted. Tampoco hoy. La verdad es que una parte de mí le comprendía y se sentía extrañamente atraída por usted. Simpatía no sería la palabra apropiada. Era más bien… Verá, al fin y al cabo no puedo dejar de ser el hermano de Dina. Usted tiene todo el derecho a preguntar por qué razón, a pesar de mis sentimientos hacia usted, le he puesto en una situación en la que, tal como están las cosas, mucho me temo que no hay más que una salida. Pues bien: uno puede sentirse fascinado por un gato montes, uno puede admirar perfectamente la belleza de sus movimientos, el atrevimiento de sus saltos, y, a pesar de todo ello, disparar cuando llegue el momento sin ningún tipo de dudas, pues sabe que después de todo no deja de ser una alimaña. Solamente me queda decirle que no debe sentirse obligado a dar cumplimiento a la determinación que sin duda habrá tomado ya en el plazo de las próximas veinticuatro horas. Suponiendo que fuera necesario dar un paso así, tenga a buen seguro que antes de que haya transcurrido esta semana no acudiré al tribunal de honor de su regimiento. Esto es lo que me quedaba por decirle.