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Ahora las costumbres han cambiado, y a ustedes les parece inconcebible que uno pudiera enamorarse así de cualquiera, sin haberla frecuentado. Y sin embargo, a través de lo suyo inconfundible que quedaba disuelto en el agua marina y que las olas ponían a mi disposición, recibía una cantidad de informaciones sobre ella que no pueden imaginarse, no las informaciones superficiales y genéricas que se tienen ahora cuando se ve y se huele y se toca y se oye la voz, sino informaciones de lo esencial, sobre las cuales podía luego trabajar largamente la imaginación. Podía pensarla con una precisión minuciosa, y no tanto pensar cómo era, que hubiera sido un modo trivial y grosero de pensarla, sino pensar en ella como si del ser sin forma que era se hubiese transformado, de haber adoptado una de las infinitas formas posibles, pero siendo siempre ella. O sea, no es que me imaginara las formas que ella podría adoptar, sino que me imaginaba la particular cualidad que ella, al adoptarla, daría a aquella forma.

La conocía bien, en una palabra. Y no estaba seguro de ella. Me asaltaban cada tanto sospechas, ansiedades, inquietudes. No dejaba traslucir nada, ustedes conocen mi carácter, pero bajo aquella máscara de impasibilidad pasaban suposiciones que ni siquiera hoy me atrevo a confesar. Más de una vez sospeché que me traicionaba, que dirigía mensajes no sólo a mí sino también a otros, más de una vez creí haber interceptado uno, o haber descubierto en uno dirigido a mí acentos insinceros. Era celoso, ahora puedo decirlo, celoso no tanto por desconfianza de ella, sino por inseguridad de mí mismo: ¿quién me garantizaba que ella hubiera entendido bien quién era yo? Esta relación que se cumplía entre nosotros dos por intermedio del agua marina -una relación plena, completa, ¿qué más podía pretender?- era para mí absolutamente personal, entre dos individualidades únicas y distintas, ¿pero para ella? ¿Quién me garantizaba que lo que ella podía encontrar en mí no lo encontrara también en otro, o en otros dos o tres o diez o cien como yo? ¿Quién me aseguraba que el abandono con que ella participaba de la relación conmigo no fuese un abandono indiscriminado, a la bartola, una juerga -cada uno a su turno- colectiva?

Que estas sospechas no correspondían a la realidad, me lo confirmaba la vibración sumisa, privada, por momentos todavía temblorosa de pudor que tenían nuestras relaciones; ¿pero si justamente por timidez e inexperiencia ella no prestara suficiente atención a mis características y aprovecharan otros para entremeterse? ¿Y si ella, novata, creyese que siempre yo, no distinguiera a uno de otro, y así nuestros juegos más íntimos se extendieran a un círculo de desconocidos…?

Fue entonces cuando me puse a segregar material calcáreo. Quería hacer algo que señalara mi presencia de manera inequívoca, que defendiera esa presencia mía individual de la labilidad indiferenciada de todo el resto. Ahora es inútil que trate de explicar acumulando palabras la novedad de esta intención mía, la primera palabra que he dicho basta y sobra: hacer, quería hacer, y considerando que nunca había hecho nada ni pensado que se pudiera hacer nada, éste era ya un gran acontecimiento. Así empecé a hacer la primera cosa que se me ocurrió, y era una conchilla. Del margen de aquel manto carnoso que tenía sobre mi cuerpo, mediante ciertas glándulas empecé a sacar secreciones que adoptaban una curvatura todo alrededor, hasta cubrirme de un escudo duro y abigarrado, áspero por fuera y liso y brillante por dentro. Naturalmente, yo no tenía manera de controlar qué forma adquiría lo que iba haciendo: estaba allí siempre acurrucado sobre mí mismo, callado y lento, y segregaba. Continué aún después de que la concha me hubiera recubierto todo el cuerpo, y así empecé otra vuelta; en una palabra, me salía una concha de esas todas atornilladas en espiral, que ustedes cuando las ven creen que son tan difíciles de hacer y en cambio basta insistir y sacar poquito a poco el mismo material sin interrupción, y crecen así una vuelta tras otra.

Desde el momento en que la hubo, esta concha fue también un lugar necesario e indispensable para estar adentro, una defensa para mi supervivencia que ay de mí si no la hubiera hecho, pero mientras la hacía no se me ocurría hacerla porque me sirviera, sino al contrario, como a uno se le ocurre lanzar una exclamación que muy bien podría no lanzar y sin embargo la lanza, como quien dice "¡bah!" o "¡eh!", así hacía yo la concha, es decir, sólo para expresarme. Y en este expresarme ponía todos los pensamientos que me inspiraba aquélla, el desahogo de la rabia que me daba, el modo amoroso de pensarla, la voluntad de ser para ella, de ser yo el que era yo, y para ella que era ella, y el amor por mí mismo que ponía en el amor por ella, todas las cosas que se podían decir solamente en aquel caparazón de concha enroscada en espiral.

A intervalos regulares la materia calcárea que segregaba me salía coloreada, así se formaban muchas hermosas rayas que seguían derechas a través de las espirales, y esta concha era algo distinto de mí pero también la parte más verdadera de mí, la explicación de quién era yo, mi retrato traducido a un sistema rítmico de volúmenes y rayas y colores y materia dura, y era también el retrato de ella traducido a aquel sistema, pero también el verdadero idéntico retrato de ella tal como era, porque al mismo tiempo ella estaba fabricándose una concha idéntica a la mía y yo sin saberlo estaba copiando lo que hacía ella y ella sin saberlo copiaba lo que hacía yo, y todos los demás estaban copiando a todos los demás y construyéndose conchas todas iguales, de tal modo que hubiéramos seguido en el mismo punto de antes si no fuera por el hecho de que es fácil decir que esas conchas son iguales, y si las miras descubres tantas pequeñas diferencias que podrían en seguida volverse grandísimas.

Puedo decir, pues, que mi concha se hacía por sí sola, sin que yo pusiese particular atención en que me saliera bien de una manera más que de otra, pero esto no quiere decir que entretanto yo estuviera distraído, con la cabeza vacía; me aplicaba, en cambio, a aquel acto de segregar, sin distraerme un segundo, sin pensar jamás en otra cosa, es decir: pensando siempre en otra cosa, puesto que la concha no sabía pensarla, como por lo demás no sabía pensar en ninguna otra cosa, sino acompañando el esfuerzo de hacer la concha con el esfuerzo de pensar en hacer algo, o sea cualquier cosa, o sea todas las cosas que después se podrían hacer. De modo que no era siquiera un trabajo monótono, porque el esfuerzo de pensamiento que lo acompañaba se ramificaba en innumerables tipos de pensamientos que se ramificaban cada uno en innumerables tipos de acciones que podían servir para hacer cada uno innumerables cosas, y el hacer cada una de estas cosas estaba implícito en el hacer crecer la concha, vuelta tras vuelta…

II

(Hasta que ahora, pasados quinientos millones de años, miro a mi alrededor y veo sobre el escollo el terraplén del ferrocarril y el tren que pasa por encima con una comitiva de muchachas holandesas asomadas a la ventanilla y en el último compartimiento un viajero solo que lee Heródoto en una edición bilingüe, y desaparece en la galería sobre la cual corre el camino para camiones con el gran cartel "Visite la Rau" que representa las pirámides, y un triciclo de heladero trata de pasar a un camión cargado de ejemplares del fascículo "Rh-Stijl" de una enciclopedia en fascículos pero después frena y vuelve a la cola porque la visibilidad está obstruida por una nube de abejas que cruza la carretera procedente de una fila de colmenas situada en un campo del que seguramente una abeja reina se va llevándose detrás todo un enjambre en sentido contrario al humo del tren que vuelve a aparecer en la extremidad del túnel, de modo que no se ve nada debido a ese estrato nebuloso de abejas y humo de carbón como no sea unos metros más arriba un campesino que rompe la tierra a golpes de zapa y sin darse cuenta saca a la luz y vuelve a enterrar un fragmento de zapa neolítica semejante a la suya, en un huerto que circunda un observatorio astronómico con los telescopios apuntando al cielo y en cuyo umbral la hija del guardián está sentada leyendo los horóscopos en un semanario que tiene en la cubierta la cara de la protagonista del film Cleopatra, veo todo esto y no me siento nada maravillado porque hacer la concha implicaba también hacer la miel en el panal de cera y el carbón y los telescopios y el reino de Cleopatra y los films sobre Cleopatra y las pirámides y el diseño del zodíaco de los astrólogos caldeos y las guerras y los imperios de que habla Heródoto y las palabras escritas por Heródoto y las obras escritas en todas las lenguas incluso las de Spinoza en holandés y el resumen en catorce líneas de la vida y las obras de Spinoza en el fascículo "Rh-Stijl" de la enciclopedia en el camión que el triciclo del heladero pasó, y así al hacer la concha me parece que he hecho también el resto.