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Frunció el ceño y la miró con aire de desaprobación.

– Nunca. Jamás lo haría. Es la piel de las uvas la que da el color al vino. Depende del tiempo que se deje la piel al mosto que sea más o menos claro.

Alex olió el vino. Al principio tenía un ligero olor ácido y oleoso y arrugó la nariz. Al oler por segunda vez apreció el suave olor dulzón de las uvas.

– Es todavía muy joven -aclaró él a la defensiva.

– Debes tener cuidado en no crear un vino demasiado sofisticado, David. La mayoría de la gente no son connoisseurs; sólo quieren algo que sepa bien.

– Al infierno con la mayoría; que beban su Blue Nun o su Hirondelle. Dios mío, ¿es que no lo entiendes? Lo que yo quiero conseguir es excelencia, calidad. Conseguir el mejor de los vinos ingleses.

Alex bebió un trago, cerró los ojos e hizo que el vino se moviera ruidosamente en el interior de su boca, confiando que fuera esto lo que David esperaba de ella. El vino era áspero y casi le escocía en el paladar, obligándole a parpadear; lo tragó y sintió cómo descendía por su garganta; cuando golpeó su estómago vacío se estremeció casi asustada.

– Bueno -opinó volviendo a abrir los ojos-, bueno, pero un poco áspero.

Se oyó un ruidoso «clic» en el magnetófono. David se agachó y apretó el botón de «play». Se produjo una confusión de sonidos y David bajó el volumen.

– No me preocupé de todos esos rezos y demás tonterías -explicó.

Alex oyó «La Primavera» de Vivaldi, conmovedora, bella, una rara combinación de tristeza y optimismo. «…Siente la suavidad de la hierba primaveral bajo tus pies… -decía la voz de Ford- puedes ver una gran puerta blanca delante de ti…»

– Me saltaré todo eso -dijo David, haciendo avanzar la cinta a gran velocidad.

Alex contemplaba el aparato asustada. Oyó el extraño ritmo del tambor, después el terrorífico y triste lamento, que le había parecido el grito de una zorra, que lentamente se disolvió en un fantasmagórico jadear estrangulado. Alex tuvo la sensación de que se le erizaban las orejas y un escalofrío le recorrió la espina dorsal mientras esperaba oír las palabras siguientes.

Pero el jadeo se fue difuminando en una mezcla de ruidos estáticos.

Malhumorado, David jugó con los botones, subiendo y bajando el volumen, sin conseguir otra cosa que el crepitar de las interferencias. Adelantó la cinta unos segundos y volvió a intentarlo: sólo consiguió nuevas interferencias y ruidos producidos por la electricidad estática. Finalmente fijó los ojos en Alex con expresión de duda.

– ¿Qué es lo que pasa?

– Creo que la grabación está borrada, interferida.

– ¿Borrada?

– Tu amigo; creo que llevaba consigo un aparato de borrado o interferencia de grabaciones.

– ¿Por qué razón iba a hacerlo?

– Precisamente para que pasara lo que está pasando.

Puso en marcha el magnetófono a gran velocidad y los ruidos estáticos continuaron mezclados con breves pitidos y el chirrido de la cinta al girar. De pronto, oyeron voces en tono tan agudo como el chillido de las ardillas. David apretó el botón de «stop» con el pulgar y después hizo retroceder un poco la cinta. Seguidamente pulsó de nuevo el botón de puesta en marcha del aparato.

«¿Te encuentras bien, cariño?» Era la propia voz de David, que se quedó mirando a Alex con aire de suficiencia.

«Sí, estoy… bien», dijo la voz de Alex.

Se produjo una pausa y después se escuchó decir a Ford: «Los espíritus se han ido.»

– ¿Es que los espíritus y la electricidad tienen algo en común? -preguntó Alex, temblando y consciente de que sus palabras sonaban ligeramente ridículas.

– Un engaño, querida.

Ella agitó la cabeza.

– Todo un engaño.

Alex agitó la cabeza de nuevo.

– ¡Me gustaría que fuera así!

Alex durmió con la luz encendida en la incómoda cama de matrimonio. Se despertó varias veces durante la noche, sus pensamientos despierta y sus ensueños dormida se mezclaron con lamentos y gritos y la voz de Fabián. Cada vez que se quedaba adormilada se despertaba de nuevo para oír a su hijo muy cerca de ella, a su lado. Sintió que el sudor bañaba su cuerpo y bebió un pequeño sorbo de agua, temerosa de terminarla antes de que amaneciera, incapaz de reunir el valor suficiente para poder salir de la habitación en la oscuridad.

Fuera, la noche estaba llena de sonidos; el grito de un búho resonaba sobre el agua. El estanque medieval. Se quedó adormecida y oyó el sonido que producían las carpas al nadar, pitidos agudos, como las señales de la radio, que despertaban extraños ecos y ondas en la superficie del agua. Vio una carpa mucho mayor que las demás que nadaba a toda velocidad hacia la superficie, atravesando la capa de hierbas acuáticas y su cara apareció a la luz del día, un rostro humano horriblemente quemado, y Alex gritó con fuerza, sin poder contenerse.

Hubo una suave llamada a la puerta.

– Cariño, ¿te ocurre algo?

Alex cerró los ojos y trató de volver a dormirse.

– No, no, estoy perfectamente, muchas gracias.

Oyó cómo David andaba por allí, de un lado para otro y se sintió más segura. Lo oyó bajar la escalera, después el ruido de un grifo en la cocina, el golpe de una puerta que se abría y se cerraba. Los ruidos afuera eran ahora distintos. Los pájaros comenzaban a cantar; sintió una profunda sensación de paz, abrió los ojos y vio que había llegado la mañana.

David estaba ya trabajando con sus vinos. Empujó la pesada puerta de la casa y se dirigió al gran granero de piedra. ¿Cómo se las arreglaba David para poder resistir aquel olor durante todo el día, aquel olor ácido, rancio, pesado, como el que queda en una habitación cerrada en la que el día anterior se hubiera celebrado una fiesta?

Había un gran aparejo de poleas que colgaba de un garfio central situado sobre la gran tina de plástico que ocupaba el centro del suelo. David estaba encima de la tinaja ajustando la soga.

– Estoy lista -le gritó Alex.

– Bajaré en seguida.

Lo vio descender por la precaria escalera.

– ¿Qué estás haciendo? -le preguntó.

– Ésta es una nueva tinaja que no recibí hasta ayer. Quiero moverla un poco. Me alegraré mucho si también te quedas aquí esta noche: quédate aunque sólo sea hasta después del fin de semana.

Alex guardó silencio.

– Si piensas regresar a tu casa definitivamente, también puedes llevarte el Land Rover y lo dejas en la estación.

– Te quedarás aislado si no regreso.

David se dio la vuelta y miró con aire de satisfacción su lagar, como si le costara un enorme trabajo abandonarlo aunque fuera por pocos minutos.

– No te preocupes, ya me arreglaré.

– ¡Eres muy afortunado al tener algo que te apasione tanto! -comentó Alex.

– ¡Tú también lo tienes!

Ella movió la cabeza.

– No he vuelto a aparecer por mi oficina desde… -Se estremeció-. Supongo que hay momentos en la vida en que algunas cosas pierden su importancia.

– ¿Crees que tus clientes pensarán como tú?

Alex apartó la mirada y una cierta sensación de culpabilidad enrojeció sus mejillas.