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– ¿Alguno de ustedes había visto esto antes? -inquirí en un tono indiferente.

Sin denotar ningún interés, contestaron que no.

– No fue culpa mía que no se haya limpiado el camión -dijo Brett totalmente a la defensiva-. Sandy Smith no me permitió acercarme a él anoche.

– Límpialo ahora, por favor, mientras preparo tu liquidación.

– Fue idea de Dave llevar a ese hombre.

– Eso es terriblemente injusto -protestó Dave, furioso.

– Cállense los dos -ordené-. Limpien el camión.

Salieron iracundos y, por la ventana, observé su paso erguido al dirigirse a su tarea. No me cabía duda alguna de que la idea de llevar a ese hombre era de Dave, pero descubrí que me era más fácil perdonar su irresponsabilidad que la actitud hipócrita de Brett.

– ¿A dónde va a ir Brett hoy en ese carruaje? -preguntó el Trotador, que siguió mi mirada por la ventana.

– A ninguna parte. Se va de la compañía. Yo voy a conducir.

– ¿Lo dices en serio? Entonces voy a hacerte un favor. Llevas un imán descubierto, activo y poderoso bajo ese camión. Si no tienes cuidado, va a atraer barras de hierro y otras cosas por el estilo, que podrían perforar un tanque de combustible. Voy a ponerle algo encima, si quieres.

Meneé la cabeza en señal de agradecimiento.

– Gracias, Trotador.

Detectó la gratitud en mi voz y asintió levemente.

– ¿Qué es lo que hemos estado cargando allí, eh? -me preguntó-. Acaso, ¿cuerdas?

Repetí perplejo:

– ¿Cuerdas?

– Cuerdas y sogas. Drogas.

– ¡Ah, sí! -tardé en comprender-. Espero que no -medité por un momento-. Por favor no se lo digas a nadie, Trotador, ¿quieres? Hasta que esto se aclare.

Respondió que guardaría el secreto. Se trataba de una promesa dada a la ligera que tal vez duraría hasta la tercera cerveza que se tomara esa noche en la taberna, pero no más tiempo.

Siempre que resultaba posible, los conductores tenían un solo camión todo el tiempo. Había descubierto que lo preferían así y que también cuidaban mucho más sus vehículos de esa manera. Cada conductor conservaba en su poder las llaves de su propio camión y podía personalizar su cabina si deseaba hacerlo. Casi sin fallar, podía adivinar en qué camión me encontraba simplemente al ver la cabina.

El Trotador dijo que sería mejor que siguiera con su trabajo, si es que iba a ir a Surrey para llevar las yeguas de crianza, y se alejo trotando hacia su camioneta, cargó la tarima y se marchó. Dave lavó con la manguera el exterior del camión y limpió los cristales con una escobilla de goma. Brett barrió los desechos del interior y los echó fuera por la puerta de mozos de espuela sobre el asfalto.

El plano interior del camión de diez metros y medio de longitud estaba provisto de tres compartimientos para tres caballerizas, con aberturas entre cada uno por las que sobresalían las cabezas de los caballos, y donde con frecuencia se sentaban los mozos que viajaban con esos animales. Cuando llevábamos yeguas con sus potrillos, las tres caballerizas se convertían, por medio de particiones giratorias hábilmente diseñadas, en una sola grande. De manera que podíamos acomodar nueve caballos de dos años o bien tres yeguas con sus potrillos.

Día tras día, a lo largo de todo el país, flotillas de camiones como la que yo poseía transportaban a los corredores a las carreras. La mayoría de los caballos de Pixhill viajaba en mis camiones y por lo menos veinticinco entrenadores trabajaban en el distrito. Estaba haciendo dinero, si no es que una fortuna.

Al rebasar los treinta años, surgía la pregunta apremiante para todos los jockeys de carreras de salto de obstáculos: ¿Y después qué? A la edad de dieciocho años, yo ya conducía camiones de caballos para mi padre, quien tenía su propio transporte. Llevaba a algunos de sus caballos a las carreras, los montaba en carreras de aficionados y los traía a casa. A los veinte, me convertí en profesional y fui contratado por una cuadra muy importante. Durante doce años terminé cada temporada entre el segundo y sexto lugar en la lista de jockeys, montando en más de cuatrocientas carreras de salto al año. Sólo unos cuantos jockeys de salto permanecían más tiempo cerca de la cima, debido a los golpes sufridos en las caídas. A los treinta y dos, el tiempo y las lesiones hicieron mella.

La transformación de jockey a transportista de caballos de tiempo completo había resultado desconcertante en algunos aspectos, pero realmente, en otros, se trataba de un territorio bastante familiar para mí. Habían transcurrido tres años en esta nueva vida y parecía como si hubiera sido inevitable desde el principio.

Preparé la liquidación de Brett con dinero en efectivo que había en mi caja fue y tecleé la información en la computadora para que, en la oficina, Rose pudiera incorporarlo al P45, el formulario de terminación de empleo que mostraba el salario devengado y los impuestos deducidos para el ejercicio fiscal. Entonces, con el sobre en mano, me dirigí al camión. Brett y Dave estaban de pie en la zona asfaltada y se lanzaban miradas iracundas. Dave había retirado la manguera verde de plástico flexible de la llave exterior del agua, que estaba un poco más allá de la pila de leños, y la llevaba enrollada a lo largo del brazo mientras, puerilmente, discutía que era tarea de Brett guardarla en el gabinete que se hallaba en la parte posterior del camión.

“¡Dame fuerzas!”, pensé y le pedí cortésmente a Dave que él mismo la guardara. De mal talante trepó con ella al camión.

– Ésta no es la única vez que Dave ha llevado a quienes le piden transporte gratuito -afirmó Brett con despecho-. Es a él a quien deberías despedir, no a mí.

– Yo no te despedí.

– Como si lo hubieras hecho -aceptó su liquidación sin dar las gracias y se alejó en su auto. Dave se acercó a mí y miró tras Brett con aire siniestro.

– ¿Qué dijo? -preguntó.

– Que otras veces ya habías aceptado dar viajes gratis.

Dave estaba furioso.

– Eso quisiera.

– No vuelvas a hacerlo.

Percibió el peso de mis palabras y, tratando infructuosamente de bromear, repuso:

– ¿Es una especie de amenaza?

– Una advertencia. Lo digo en serio, Dave.

Suspiró.

– Sí, ya lo sé.

Fue por su bicicleta y se alejó rechinando por el camino de la entrada, haciéndose a un lado al ver al Trotador, que volvía en su camioneta. El Trotador trajo consigo un pequeño trozo de madera que había traspasado por múltiples clavos. Las cabezas de éstos se adherirían al imán, explicó, y la madera evitaría que el imán atrajera algún otro objeto.

Le tomé la palabra mientras lo observaba meterse bajo el chasis sin usar la tarima. Sólo se tardó unos cuantos segundos en colocar la madera aislante en su lugar. Se puso de pie en seguida.

– No tardaste mucho -comenté pensativo.

– Si sabes dónde buscar, es como coser y cantar.

Harvey llegó en ese momento y se cruzó con el Trotador, que iba de salida. Caminamos juntos a la casa y le mostré la caja registradora, al tiempo que le explicaba dónde la había encontrado el Trotador. Se quedó perplejo.

– ¿Pero para qué?

– El Trotador cree que hemos estado transportando drogas sin darnos cuenta.

– No -Harvey se mostró inflexible-. Habría dinero circulando. Nos habríamos dado cuenta. Nadie haría eso sin que lo supiéramos nosotros.

Con pesar repuse:

– Tal vez uno de nosotros lo sabe.

Harvey no estuvo de acuerdo. Dio a entender que nuestros conductores eran unos santos.

Le conté acerca del visitante nocturno que había venido en su disfraz negro y subí al camión.

– Estoy seguro que debe de haber tenido llave de la puerta de mozos de espuela -añadí-. No hay ningún daño. Las cerraduras están intactas.

– Sí -dijo Harvey pensativo-, pero sabes bien que esas llaves de las puertas de mozos de espuela no sólo pueden abrir un camión. Quiero decir, me consta que mi propio camión tiene la misma llave que el de Brett.