– No. Bonificaciones para los cinco empleados. Llevan tres años sin un aumento.
– Cinco mil cada uno.
– El banco -añadió Mary Grace, después de escribir veinticinco mil en concepto de bonificaciones.
– Un coche nuevo.
– El banco. Ya nos hemos pulido casi la mitad.
– Doscientos dólares.
– Vamos, Wes. No viviremos en paz hasta que nos saquemos al banco de encima.
– He intentado olvidar el préstamo.
– ¿Cuánto?
– No sé. Seguro que ya tienes pensada una cantidad.
– Cincuenta mil para Huffy y diez mil para Sheila McCarthy. Con eso nos quedan treinta y cinco miL
En esos momentos era una fortuna. Se quedaron mirando la servilleta, repasando los números y reorganizando las prioridades, pero sin proponer ningún cambio. Mary Grace escribió su nombre al final y Wes la imitó a continuación. Mary Grace guardó la servilleta en el bolso.
– ¿Podré al menos comprarme un traje nuevo? -preguntó Wes.
– Depende de lo que haya en rebajas. Creo que deberíamos llamar al despacho.
– Estarán esperando junto al teléfono.
Tres horas después, los Payton entraron en el despacho y empezó la fiesta. La puerta estaba cerrada, los teléfonos descolgados y el champán empezó a correr a raudales. Sherman y Rusty propusieron largos brindis, que habían improvisado a toda prisa. Tabby y Vicky, las recepcionistas, estaban achispadas al cabo de un par de copas. Incluso Olivia, la vieja contable, se quitó los zapatos y no tardó en empezar a reírse por todo.
Se gastaron el dinero, volvieron a gastárselo, incluso el que no tenían, hasta que todos fueron ricos.
Cuando se acabó el champán, el bufete cerró y todo el mundo se fue a casa. Los Payton, con las mejillas encendidas por el alcohol, se fueron a su piso, se cambiaron de ropa y se dirigieron al colegio para recoger a Mack y a Liza. Se habían ganado una noche especial, aunque los niños eran demasiado pequeños para comprender lo que significaba un acuerdo. Ni siquiera se lo mencionarían.
Mack y Liza esperaban a Ramona y cuando vieron aparecer a sus padres en la entrada del colegio, su largo día de clase mejoró al instante. Wes les explicó que se habían cansado de trabajar tanto y que habían decidido parar para jugar. Primero se detuvieron en Baskin-Robbins para comprar unos helados. Luego fueron al centro comercial, donde una zapatería llamó su atención. Todos los Payton escogieron unos zapatos, a mitad de precio. Mack fue el más atrevido de los cuatro y eligió unas botas de combate de los Marines. En el centro del recinto había un cine con cuatro salas. Compraron entradas para la sesión de las seis de la última película de Harry Potter. Cenaron en una pizzería familiar con un espacio de juego para los niños y un ambiente muy bullicioso. Finalmente, sobre las diez de la noche, volvieron a casa, donde Ramona estaba viendo la televisión y disfrutando del silencio. Los niños le dieron las sobras de la pizza y empezaron a hablarle a la vez de la película que habían visto. Prometieron acabar los deberes por la mañana. Mary Grace transigió y toda la familia se acomodó en el sofá y vio un programa de rescate de personas. La hora de ir a la cama se retrasó a las once.
Cuando el piso estuvo en silencio y los niños en la cama, Wes y Mary Grace se tumbaron en el sofá, cada uno con la cabeza en un extremo y las piernas entrelazadas, y dejaron vagar sus pensamientos. Durante los últimos cuatro años, a medida que sus finanzas entraban en barrena y se veían obligados a hacer frente una humillación tras otra ya ir perdiéndolo todo, el miedo se había convertido en una compañía habituaL Miedo a perder su hogar, luego el despacho, después los coches. Miedo a no ser capaces de alimentar a sus hijos. Miedo a que surgiera alguna urgencia médica que no cubriera su seguro. Miedo a perder el caso Baker. Miedo a ir a la quiebra si el banco los presionaba demasiado.
Desde el fallo del jurado, el miedo se había convertido más en una molestia que en una amenaza constante. Estaba siempre allí, pero poco a poco lo iban controlando. Llevaban seis meses seguidos pagando dos mil dólares mensuales al banco, dinero ganado con mucho esfuerzo, que quedaba después de haber satisfecho otras facturas y gastos. Apenas cubría los intereses y no hacía más que recordarles hasta qué punto estaban endeudados, pero era simbólico. Estaban abriéndose paso entre los escombros y ya empezaban a ver la luz.
Ahora, por primera vez en años, había un cojín, una red de seguridad, algo a lo que agarrarse si caían. Cogerían la parte del acuerdo que les tocaba y, cuando volvieran a sentir miedo, los reconfortaría su tesoro enterrado.
A las diez de la mañana del día siguiente, Wes se pasó por el banco y encontró a Huffy en su mesa. Le hizo prometer que guardaría silencio y luego le contó la buena noticia al oído. Huffy estuvo a punto de abrazarlo. Tenía al señor Kirkabrón encima de nueve a cinco, exigiéndole un poco de acción.
– Deberíamos recibir el dinero en un par de semanas -dijo Wes, orgulloso-. Te llamaré en cuanto llegue.
– ¿Cincuenta de los grandes, Wes? -repitió Huffy, como si acabara de salvar el empleo.
– Lo que has oído.
A continuación, Wes se dirigió al despacho. Tabby le comunicó que Alan York había llamado. Lo de siempre, se dijo, seguramente algún detalle que quedaba por concretar.
Sin embargo, la voz de York había perdido su cordialidad habitual.
– Wes, hay un pequeño contratiempo -dijo lentamente, como si buscara las palabras.
– ¿Qué ocurre? -preguntó Wes.
Se le había hecho un nudo en el estómago.
– No lo sé, Wes, esto es muy desconcertante, estoy confuso. Nunca me había pasado, pero bueno, en fin, el caso es que Littun Casualty ha dado marcha atrás al acuerdo. Ya no está sobre la mesa, lo han retirado. Son unos cabrones de cuidado. Llevo gritándoles toda la mañana. Esta firma lleva dieciocho años representando a esa compañía y nunca habíamos tenido un problema similar, pero desde hace una hora están buscando otro bufete. He mandado al cliente a hacer puñetas. Os di mi palabra y ahora mi cliente me deja con el culo al aire. Lo siento, Wes. No sé qué decir.
Wes se pinzó el puente de la nariz e intentó no gemir.
– Bueno, Alan, esto no me lo esperaba -dijo, después de que se le quebrara la voz unos instantes.
– Ni yo tampoco, pero sinceramente, esto no afecta para nada al caso. De lo único que me alegro es de que no haya sucedido el día antes del juicio o algo por el estilo. No te puedes fiar de la gente de las alturas.
– N o se pondrán tan gallitos en el juicio.
– Tienes toda la razón, Wes. Espero que machaquéis a esos tipos con otra indemnización de las que hacen historia.
– Lo haremos.
– Lo siento, Wes.
– No es culpa tuya, Alan. Sobreviviremos y presionaremos para llegar a juicio.
– Hacedlo.
– Ya hablaremos.
– Claro. Esto, Wes, ¿tienes el móvil a mano?
– Lo tengo aquí mismo.
– Pues apunta mi número. Cuelga y llámame.
– Esto no te lo he dicho yo, ¿de acuerdo? -dijo York, una vez que ambos hubieron colgado el teléfono fijo y volvían a hablar por el móvil.
– De acuerdo.
– El jefe de los abogados de la empresa es un tipo llamado Ed Larrimore. Fue socio del bufete Bradley amp; Backstrom de Nueva York durante veinte años. Su hermano también es socio de esa firma. Bradley amp; Backstrom se dedican a los peces gordos y uno de sus clientes es KDN, la compañía petrolífera cuyo mayor accionista es Carl Trudeau. Ahí tienes la conexión. No he hablado nunca con Ed Larrimore, no ha habido motivo, pero el abogado con el que suelo hablar me pasó el chivatazo de que la decisión de parar el acuerdo ha venido desde lo más alto.
– Una pequeña represalia, ¿eh?
– Eso parece. No es ni ilegal ni va contra la ética. La compañía aseguradora decide no llegar a un acuerdo y prefiere ir a juicio. Ocurre todos los días. No puedes hacer nada, salvo machacarlos en el juicio. Littun Casualty obtiene beneficios de veinte millones, así que no les preocupa un pequeño jurado del condado de Pike, Mississippi. Yo creo que lo alargarán lo que puedan hasta llegar a juicio y entonces intentarán obtener un acuerdo.