– Se necesitaría un millón de dólares para vencer a ese tipo -dijo alguien, aunque la observación quedó ahogada por comentarios burlones.
Con un millón no tendrían ni para empezar. Los reformistas del sistema de agravios se habían gastado dos millones para presentarse contra el juez McElwayne y solo habían perdido por tres mil votos. Esta vez se gastarían más porque estaban mejor organizados y porque para ellos ya era una cuestión de orgullo. Además, el tipo que se presentó contra McElwayne era un pobre desgraciado que no había pisado un tribunal en su vida y que se había pasado los últimos diez años enseñando Ciencias Políticas en una escuela universitaria. Ese tipo, Fisk, era un abogado de verdad.
Continuaron hablando de Fisk, y en cierto momento había en ebullición cuatro animadas conversaciones a la vez, como mínimo.
Bobby Neallos recondujo lentamente hacia el orden del día, haciendo repiquetear el vaso sobre la mesa.
– Somos un total de veinte en este consejo. Si aportamos diez mil cada uno, ahora mismo, al menos se podría organizar la campaña de Sheila.
El silencio se hizo de repente. Se oyeron suspiros profundos. Algunos bebieron agua. Todos buscaron otras miradas que aprobaran o disintieran de la audaz proposición.
– Esto es ridículo -gritó alguien, al final de la mesa.
Las luces parpadearon. Los ventiladores del aire acondicionado se detuvieron. Todo el mundo miró boquiabierto a Willy Benton, un pequeño irlandés de sangre caliente, de Biloxi. Benton se levantó poco a poco y extendió las manos. Ya conocían sus apasionadas recapitulaciones y se prepararon para la que se avecinaba. Los jurados lo encontraban irresistible.
– Señores y señora, es el principio del fin, no nos engañemos. Las fuerzas del mal, esas que quieren cerrar las puertas de los tribunales a cal y canto y negar a nuestros clientes sus derechos, ese mismo grupo de presión a favor del empresariado que ha desfilado lenta y metódicamente a lo largo y ancho de este país y ha comprado un cargo tras otro en los tribunales supremos, ese mismo hatajo de gilipollas ya está aquí, aporreando nuestras puertas. Ya habéis visto sus nombres en los anuncios de ese Fisk. Es una conjura de necios, pero tienen dinero. Si no me equivoco, contamos con una mayoría en el tribunal supremo gracias a un solo voto, y estamos aquí sentados, el único grupo que puede enfrentarse a esos matones y estamos discutiendo cuánto deberíamos aportar. Yo os diré cuánto deberíamos aportar: ¡todo! Porque si no lo hacemos, el ejercicio del derecho tal como lo conocemos desaparecerá. No volveremos a llevar casos porque no podremos ganarlos. No existirá una próxima generación de abogados litigantes.
»Doné cien mil dólares a la campaña del juez McElwayne, y todo se decidió en la recta final. Haré lo mismo por la jueza McCarthy. No tengo avión. No llevo procesos de responsabilidad civil ni me forro con minutas desorbitadas. Ya me conocéis. Soy de la vieja escuela: un caso por vez, un juicio detrás de otro. Pero volveré a sacrificarme, y vosotros deberíais hacer lo mismo. Todos tenemos caprichos. Si no podéis aportar cincuenta mil cada uno, entonces abandonad esta junta y volved a casa. Sabéis que podéis permitíroslo. Vended un piso, un coche, un barco, saltaros un par de vacaciones. Empeñad los diamantes de vuestra mujer. Pagáis a vuestras secretarias cincuenta de los grandes al año. Sheila McCarthy es mucho más importante que cualquier secretaria o socios.
– El límite es cinco mil por persona, Willy -dijo alguien.
– Ya nos salió el listillo -replicó-. Tengo mujer e hijos.
Ahí ya tienes treinta de los grandes. También tengo dos secretarias y algunos clientes satisfechos. A final de la semana habré reunido cien mil dólares, y todos los aquí presentes podéis hacer lo mismo.
Volvió a sentarse, acalorado.
– ¿Cuánto le dimos al juez McElwayne? -preguntó Bobby Neal al cabo de un largo silencio dirigiéndose a Barbara Mellinger.
– Un millón doscientos, de unos trescientos abogados litigantes.
– ¿ Cuánto recaudó en total?
– Un millón cuatrocientos.
– ¿Cuánto crees que necesitaría McCarthy para ganar? Barbara y Skip Sánchez llevaban tres días discutiendo aquella cuestión.
– Dos millones -contestó, sin vacilar.
Bobby Neal frunció el ceño, recordando los esfuerzos para recaudar que habían hecho dos años atrás en nombre de Jimmy McElwayne. Habría sido menos doloroso que le sacaran un diente sin anestesia.
– Entonces tenemos que reunir dos millones de dólares -dijo, decidido.
Todos asintieron con la cabeza, muy serios, como si estuvieran de acuerdo con la cifra. Se concentraron en el nuevo reto que tenían sobre la mesa y se inició un acalorado debate acerca de cuánto debía aportar cada uno. Los que ganaban mucho, también gastaban mucho. Los que tenían problemas para llegar a final de mes, temían comprometerse a donar más de lo que tenían. Uno de ellos admitió que había perdido los últimos tres juicios y que en esos momentos estaba en la ruina. Otro, un brillante abogado especializado en causas de responsabilidad civil, con avión propio, prometió ciento cincuenta mil dólares.
Levantaron la sesión sin haber llegado a un acuerdo sobre una cantidad concreta, lo cual no extrañó a ninguno de ellos.
21
La fecha límite para la presentación de candidaturas pasó sin mayor novedad. Nadie se presentó contra los jueces Calligan, del distrito central, o Bateman, del distrito norte, por lo que estarían a salvo durante otros ocho años. El historial de ambos demostraba que eran muy poco compasivos con víctimas de accidentes, consumidores y acusados de crímenes y, por tanto, el empresariado los tenía en gran estima. En el ámbito comarcal, solo dos jueces de distrito tuvieron oponentes.
Uno de ellos era el juez Thomas Alsobrook Harrison IV. Una hora antes de que terminara el plazo de presentación, una abogada inmobiliaria llamada Joy Hoover presentó la documentación necesaria y empezó a caldear el ambiente en un comunicado de prensa. Era una activista política del lugar, con buena reputación y conocida en el condado. Su marido era un pediatra famoso que operaba en sus ratos libres en una clínica gratuita para madres sin medios.
Tony Zachary y Visión Judicial habían reclutado a Hoover. Fue un regalo de Barry Rinehart a Carl Trudeau, que, en varias ocasiones durante sus charlas con Rinehart, había expresado su intensa animadversión hacia el juez que había presidido el caso Baker. Ese juez ahora estaría muy ocupado y no podría inmiscuirse, como había hecho, encantado, en otras elecciones. Por cien mil miserables dólares, el juez Harrison tenía asuntos más serios sobre la mesa a los que prestar su atención.
Rinehart conspiraba en varios frentes, y escogió un tranquilo día de finales de julio para lanzar el siguiente misil.
Dos homosexuales, Al Meyerchec y Billy Spano, habían llegado a Jackson tres meses antes. Habían alquilado un pequeño apartamento cerca de Millsaps College, se habían inscrito en el censo y les habían expedido carnets de conducir de Mississippi. Los antiguos eran de Illinois. Dijeron ser ilustradores autónomos, que trabajaban en casa. No hablaban ni salían con nadie.
El 24 de junio, entraron en la oficina de la secretaría judicial del juzgado de distrito del condado de Hinds y pidieron la documentación necesaria para solicitar una licencia de matrimonio. La secretaria se la denegó e intentó explicarles que las leyes del estado no permitían el matrimonio entre personas del mismo sexo. La situación se volvió tensa, Meyerchec y Spano dijeron palabras acaloradas y finalmente se fueron. A continuación, llamaron a un periodista de The Clarion-Ledger y le contaron su versión.
Al día siguiente, regresaron a la oficina de la secretaria judicial con el periodista y el fotógrafo y volvieron a solicitar la documentación. Cuando se la denegaron, empezaron a gritar y a amenazarla con demandarla. Al día siguiente, la historia aparecía en la primera plana acompañada de una fotografía de los dos hombres vociferando ante la pobre secretaria. Contrataron a un abogado radical, le pagaron diez mil dólares y consiguieron que el caso llegara a los tribunales. El nuevo juicio volvió a aparecer en los titulares.