Gatewood se había retirado a una pequeña granja de ovejas en el sudoeste del condado de Cary, tan lejos de Bowmore y de su agua como podía, pero sin salir del condado. Durante su declaración, que duró tres días, negó rotundamente cualquier vertido realizado por la planta. En el juicio, Wes lo había acribillado sin compasión con una pila de documentos. Gatewood llamó mentirosos a los demás empleados de la compañía. Se negó a creer los informes que demostraban que había toneladas de derivados tóxicos que no habían salido de Bowmore, sino que simplemente se habían perdido. Se rió de las fotografías inculpatorias de algunos de los seiscientos bidones de DeL descompuesto desenterrados en el barranco de detrás de la planta. «Ustedes las han retocado», le dijo a Wes. Su testificación fue una sarta de mentiras tan evidente que el juez Harrison habló sin ambages, a puerta cerrada, de acusarlo de perjuro. Gatewood era arrogante, beligerante e irascible y consiguió que el jurado despreciara a Krane ChemicaL Fue un testigo de peso para la demandante, aunque testificó únicamente después de que tuvieran que arrastrarlo hasta el tribunal con una citación. Jared Kurtin lo habría estrangulado.
– ¿Cuándo ha ocurrido? -preguntó Mary Grace.
– Hace dos días se fue a pescar solo. Su mujer todavía lo espera.
La desaparición de Earl Crouch en Texas dos años atrás seguía siendo un misterio sin resolver. Crouch era el jefe de Gatewood. Ambos habían defendido vehementemente a Krane y habían negado lo que era obvio. Ambos se habían quejado de acoso, incluso de amenazas de muerte. Y no eran los únicos. Mucha gente que había trabajado allí, los que fabricaron los pesticidas y vertieron el veneno, habían recibido amenazas. La mayoría había abandonado Bowmore para huir del agua, en busca de trabajo y para evitar verse atrapados en la tormenta judicial que se avecinaba. Al menos cuatro habían muerto de cáncer.
Algunos habían testificado y dicho la verdad. Otros, incluidos Crouch, Gatewood y Buck Burleson, habían testificado y mentido. Ambos grupos se odiaban y el condado de Cary los odiaba a todos ellos.
– Me temo que los Stone han vuelto a hacer de las suyas -dijo Wes.
– No lo sabes.
– Nadie lo sabrá jamás. Al menos me alegro de que sean clientes nuestros.
– Nuestros clientes empiezan a ponerse nerviosos -dijo Mary Grace-. Es hora de convocar una reunión.
– Es hora de cenar. ¿A quién le toca cocinar?
– A Ramona.
– ¿Tortillas o enchilada?
– Espaguetis.
– ¿Por qué no vamos a tomar una copa a un bar, solos, tú y yo? Tenemos que celebrarlo, cariño. Ese caso de Bogue Chitto podría acabar en un rápido acuerdo millonario.
– Brindaré por ello.
19
Después de diez apariciones, la gira de los Rostros de la Muerte de Coley llegó a su fin. Se quedó sin fuelle en Pascagoula, la última de las ciudades con mayor población del distrito sur. Aunque había hecho todo lo que estaba en sus manos para que volvieran a detenerlo, no lo consiguió. Sin embargo, se las apañó para generar mucha expectación allí donde iba. Los periodistas lo adoraban; los admiradores aceptaban los panfletos y firmaban cheques, si bien es cierto que de escaso importe; la policía local vigilaba sus apariciones con muda aprobación.
Sin embargo, después de diez días, Clete necesitaba un descanso. Regresó a Natchez y no tardó demasiado en aparecer en el Lucky Jack a aceptar las cartas que le repartía Ivan. En realidad no tenía ni una estrategia ni un plan de campaña. No había dejado nada en los lugares en los que se había detenido, salvo una efímera publicidad. No contaba con una organización, excepto los escasos voluntarios, que pronto dejaba a un lado. Sinceramente, no estaba preparado para invertir el tiempo y el dinero necesarios para animar una campaña de importancia. No estaba dispuesto a tocar el dinero que Marlin le había dado, al menos en gastos de campaña. Destinaría a esta las contribuciones que recibía en cuentagotas, pero no entraba en sus planes perder dinero en esa empresa. La atención creaba adicción y aparecería siempre que fuera necesario para lanzar un discurso, atacar a su oponente y a los jueces liberales de todas las tendencias políticas, pero sus prioridades eran el juego y la bebida. Clete no soñaba con ganar. Joder, no aceptaría el cargo ni aunque se lo sirvieran en bandeja. Siempre había odiado esos tochos de derecho.
Tony Zachary voló a Boca Ratón, donde lo recogió un chófer. Solo había visitado el despacho del señor Rinehart en una ocasión y esperaba ansioso poder volver. En los siguientes dos días apenas se separarían.
Disfrutaron repasando las payasadas de su títere, Clete Coley, durante una comida espléndida con una vista maravillosa del océano. Barry Rinehart había leído todos los recortes de prensa y había seguido todas sus apariciones en televisión. Estaban muy satisfechos con su señuelo.
A continuación, analizaron los resultados de su primera encuesta importante. Se la habían realizado a quinientos votantes de los veintisiete condados del distrito sur el día después de que finalizara la gira de Coley. Tal como esperaban, al menos Barry Rinehart, el 66 por ciento desconocía el nombre de los tres jueces del tribunal supremo del distrito sur. E169 por ciento ni siquiera sabía que los votantes elegían a los miembros de dicho tribunal.
– Y hablamos de un estado que elige a sus responsables estatales de obras públicas, a los de administración, hacienda, a los responsables de agricultura, a los de recaudación de impuestos de cada condado, a los jueces de instrucción 'de los juzgados de primera instancia… Menos al de la perrera, á todos los demás -dijo Barry.
– Todos los años tienen elecciones -dijo Tony, echando un vistazo a las cifras por encima de sus gafas de lectura.
Había dejado de comer y miraba los gráficos.
– No se salva ni uno. Ya sean municipales, judiciales, estatales, locales o federales, van a las urnas cada año. Menudo desperdicio. No me extraña que haya tanta abstención. Joder, la gente está harta de los políticos.
Del 34 por ciento que sabía el nombre de algún juez del tribunal supremo, solo la mitad habían mencionado el de Sheila McCarthy. Si las elecciones se celebraran ese día, el 18 por ciento la votaría a ella, el 15 por ciento lo haría por Clete Coley y el resto no lo tenía decidido o simplemente no iría a votar porque no conocían a ninguno de los que se presentaban.
Después de unas sencillas preguntas iniciales, la encuesta empezaba a desvelar su verdadera inclinación. ¿Votaría a un candidato al tribunal supremo que se opusiera a la pena de muerte? El 73 por ciento había contestado que no.
¿Votaría a un candidato que apoyara el matrimonio entre homosexuales? El 88 por ciento no.
¿Votaría a un candidato que estuviera a favor de leyes de control de armas más restrictivas? El 85 por ciento había dicho que no.
¿Posee al menos un arma? El 96 por ciento había contestado que sí.
Las preguntas constaban de varias partes y subpartes y estaban obviamente encaminadas a dirigir al votante hacia un camino flanqueado de cuestiones conflictivas. En ningún momento se explicaba a la gente que el tribunal supremo no era un cuerpo legislativo y que no tenía ni la responsabilidad ni la capacidad de elaborar leyes relacionadas con esos temas. En ningún momento se allanaba el terreno. Como otras muchas encuestas, la de Rinehart daba un brusco y maquiavélico giro y en vez de preguntar, atacaba.
¿Apoyaría a un candidato liberal para el tribunal supremo?
El 70 por ciento admitía que no.
¿Sabe que la jueza Sheila McCarthy está considerada el miembro más liberal del tribunal supremo del estado de Mississippi? El 84 por ciento no lo sabía.
Si fuera el miembro más liberal del tribunal, ¿la votaría? El 65 por ciento no, pero a la mayoría de los encuestados no le había gustado la pregunta. ¿ Si…,? ¿ Era la más liberal o no? De todos modos, Barry consideraba que no era una pregunta relevante. Lo prometedor era la escasa incidencia que tenía Sheila McCarthy después de nueve años en el cargo, aunque, según su experiencia, era lo habitual. En privado, defendería ante quien fuera que aquella era otra buena razón por la que los jueces del tribunal supremo estatales no deberían ser escogidos por votación popular. No deberían ser políticos y, por tanto, sus nombres no deberían ser conocidos.