F.Clyde regresó a Bowmore de inmediato, a su despacho, donde Miriam le esperaba, ávida de noticias.
– ¿ En qué canal salís? -le preguntó.
– En ninguno.
– ¿Qué?
Sin duda alguna era el día más importante de la historia del bufete de F.Clyde Hardin amp; Associates, y Miriam deseaba verlo en televisión.
– Al final decidimos sortear a los periodistas, no se puede confiar en ellos -dijo F.Clyde, echando un vistazo al reloj de pulsera. Eran las cinco y cuarto, ya hacía rato que Miriam debería haberse ido-. No hace falta que te quedes -dijo, arrojando la chaqueta a un lado-. Lo tengo todo controlado.
Miriam se fue enseguida, desilusionada, y F. Clyde se dirigió derecho a la botella que guardaba en el despacho. El denso y frío vodka lo tranquilizó inmediatamente, y Hardin empezó a repasar los acontecimientos del gran día. Con un poco de suerte, aparecería su foto en el periódico de Hattiesburg.
Bintz representaba a trescientos clientes. A quinientos dólares cada uno, a F. Clyde se le debía una buena tajada. Hasta el momento solo le habían pagado tres mil quinientos dólares, la mayoría de los cuales se habían destinado a pagar impuestos atrasados.
Se sirvió una segunda copa y lo mandó todo a la porra.
Bintz no iba a joderlo porque lo necesitaba. Él, F. Clyde Hardin, era ahora uno de los abogados que constarían en una de las demandas conjuntas más importantes del país. Todos los caminos conducían a Bowmore y F.Clyde era su hombre.
13
Se dijo en el bufete que el señor Fisk estaría en Jackson todo el día, algo relacionado con asuntos personales. En otras palabras: que no preguntaran. Como socio, se había ganado el derecho de ir y venir a su antojo, aunque Fisk era tan disciplinado y organizado que cualquiera del bufete podía localizarlo en menos de cinco minutos.
Se despidió de Doreen en la entrada, de madrugada. Ella también estaba invitada, pero con el trabajo y tres niños era imposible, sobre todo habiéndoles avisado con tan poco tiempo de antelación. Ron se fue sin desayunar, a pesar de que tampoco había prisa; sin embargo, Tony Zachary le había dicho que almorzarían en el avión yeso había sido suficiente para convencer a Ron para que se saltara los cereales con fibra de la mañana.
La pista de aterrizaje de Brookhaven era demasiado pequeña para el jet, así que Ron accedió de buen grado a acercarse hasta el aeropuerto de Jackson, aunque para ello tuviera que madrugar. Nunca había estado a menos de cien metros de un avión privado y ni siquiera había llegado a imaginar que algún día subiría a uno. Tony Zachary estaba esperándolo en la terminal de aviación general, con un vigoroso apretón de manos y un animado «Buenos días, señoría». Atravesaron el asfalto con paso decidido y pasaron junto a varios turbohélices ya muy viejos, aparatos más pequeños e inferiores. A lo lejos esperaba un avión magnífico, tan exótico y de líneas tan elegantes como una nave espacial. Las luces de navegación parpadeaban. La espléndida escalera estaba extendida, una magnífica invitación a sus pasajeros especiales. Ron siguió a Tony hasta el descansillo, donde una atractiva auxiliar de vuelo con falda corta les dio la bienvenida a bordo, se ocupó de sus chaquetas y los acompañó hasta sus asientos.
– ¿Has estado antes en un Gulfstream? -le preguntó Tony, cuando tomaron asiento.
Uno de los pilotos los saludó mientras pulsaba el botón para retirar la escalera.
– No -contestó Ron, admirando la caoba pulida, la suave piel y los adornos dorados.
– Es un G5, el Mercedes de los jets privados. Este podría llevarnos a París en un vuelo sin escalas.
Entonces vayamos a París en vez de a Washington, pensó Ron mientras se inclinaba hacia el pasillo para hacerse una idea de la longitud y el tamaño del avión. Tras un breve cálculo, estimó que allí había espacio para al menos una docena de niños mimados.
– Es precioso -dijo.
También le habría gustado preguntar de quién era, quién pagaba el viaje o quién estaba detrás de un reclutamiento tan lujoso, pero se dijo que preguntar sería de mala educación. Solo tenía que relajarse, disfrutar del viaje, del día y recordar todos los detalles, porque Doreen querría oírlos.
La auxiliar de vuelo volvió a aparecer. Les explicó el procedimiento de emergencia y a continuación les preguntó qué querrían para desayunar. Tony pidió huevos revueltos, beicon y patatas salteadas con cebolla. Ron pidió lo mismo.
– El lavabo y la cocina están al fondo -dijo Tony, como si viajara en un G5 todos los días-. El asiento es reclinable, si quieres echar una cabezadita. -Llegó el café cuando empezaron a rodar por la pista. La auxiliar de vuelo les ofreció varios periódicos. Tony escogió uno, lo abrió con resolución, esperó unos segundos y luego preguntó-: ¿Sigues de cerca el caso de Bowmore?
Ron fingió leer el diario mientras seguía admirando el lujoso jet.
– Más o menos -contestó.
– Ayer presentaron una demanda conjunta -dijo Tony, indignado-. Uno de esos bufetes de Filadelfia especializados en casos de responsabilidad civil. Me temo que ya han llegado los buitres.
Era el primer comentario que hacía a Ron referente a esa cuestión y, desde luego, no sería el último.
El G5 despegó. Era uno de los tres aviones privados propiedad de varias entidades controladas por el Trudeau Group y arrendado a través de una compañía aérea sin relación alguna, que hacía imposible llegar a descubrir quién era el verdadero dueño. Ron vio desaparecer la ciudad de Jackson a lo lejos. Minutos después, cuando se estabilizó a cuarenta y un mil pies, empezó a oler el delicioso aroma del beicon en la sartén.
Una vez en el aeropuerto de Dulles, subieron sin perder tiempo a la parte de atrás de una larga limusina negra y cuarenta minutos después llegaban al centro, a K Street. Tony le fue explicando por el camino que tenían una reunión a las diez de la mañana con un grupo de posibles patrocinadores, luego una comida tranquila y después, sobre las dos de la tarde, una nueva reunión con otro grupo. Ron estaría en casa a la hora de cenar. La cabeza le daba vueltas después del emocionante viaje rodeado de lujo y de que le hicieran sentirse tan importante.
Entraron en el anodino vestíbulo de la Alianza de la F amilia Americana, en la decimoséptima planta de un edificio nuevo, y se dirigieron a una recepcionista aún más anodina. El resumen que Tony le había hecho en el avión había sido: «Este grupo es probablemente el más conservador de todos los formados por abogados cristianos conservadores. Tiene muchísimos miembros, dinero e influencia. Los políticos de Washington los adoran y los temen por igual. Está dirigido por Walter Utley, un antiguo congresista que se hartó de los liberales del Congreso y los abandonó para formar su propio grupo».
Fisk había oído hablar de Walter Utley y su Alianza de la Familia Americana.
Los acompañaron hasta una enorme sala de reuniones, donde el señor Utley los esperaba con una agradable sonrisa y un cálido apretón de manos, a lo que siguió la presentación de los demás hombres de la sala, a quienes Tony también había incluido en la breve puesta al día del jet. Representaban a grupos como Sociedad de la Oración, Luz Global, Mesa Redonda de la Familia, Iniciativa Evangélica y muchos otros. Según Tony, todos desempeñaban un papel importante en la política nacional.
Se distribuyeron alrededor de la mesa, ante libretas e informes, como si se dispusieran a tomar declaración bajo juramento al señor Fisk. Tony inició la reunión con un resumen de la situación del tribunal supremo del estado de Mississippi, positivo en términos generales. La mayoría de los jueces eran hombres de bien con un historial de votaciones coherente; sin embargo, claro, también estaba el caso de la jueza Sheila McCarthy y sus devaneos con el liberalismo. No se podía confiar en ella en cuanto a sus resoluciones. Estaba divorciada y se rumoreaba que era de moral relajada, aunque Tony se detuvo ahí, sin entrar en detalles.