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El alcalde de la ciudad más cercana estaba con el granjero cuya tierra había recibido esta terrible intrusión desde las alturas. Detrás de ellos, dos camionetas Ford llevaban una matrícula que decía: «Yo sobreviví a Pearl Harbor». Y ahora, por segunda vez en sus vidas, sus rostros reflejaban el horror de la muerte súbita, terrible y masiva.

– Éste no es el escenario de un accidente. Es un maldito crematorio. -El veterano investigador meneó la cabeza cansado, se quitó la gorra con la iniciales NTSB y se enjugó la frente surcada de arrugas con la otra mano.

George Kaplan tenía cincuenta y un años, el pelo ralo y salpicado de canas, medía un metro setenta y comenzaba a tener barriga. Había sido piloto de combate en Vietnam, después piloto comercial durante muchos años, y se había incorporado a la NTSB cuando un amigo íntimo se había estrellado con un Piper de dos asientos contra la ladera de una colina después de haber estado a punto de colisionar con un 727 en medio de una espesa niebla. Fue entonces cuando Kaplan decidió que volaría menos y se ocuparía más en la prevención de accidentes.

George Kaplan había sido designado investigador jefe y éste era, desde luego, el último lugar en el mundo donde quería estar; pero, por desgracia, el lugar más indicado para buscar medidas de seguridad preventivas era el escenario de un accidente aéreo. Cada noche, los miembros de los equipos de investigación de la NTSB se iban a la cama con la vana ilusión de que nadie necesitaría sus servicios y rezaban para no tener que viajar nunca más a lugares lejanos para rebuscar entre los restos de otra catástrofe.

Mientras contemplaba la zona del choque, Kaplan hizo una mueca y volvió a menear la cabeza. Se echaba de menos el típico rastro de restos del aparato y de cuerpos, maletas, ropas y el millón de artículos diversos que encontrarían, clasificarían, catalogarían, analizarían y guardarían hasta que encontraran la razón de por qué un avión de ciento diez toneladas había caído a tierra. No tenían testigos, porque el accidente había ocurrido a primera hora de la mañana y el cielo estaba encapotado. Sólo habían pasado unos segundos entre la aparición del aparato a través de la capa de nubes y el choque contra el suelo.

En el lugar donde el avión se había clavado de morro, ahora había un cráter que según las excavaciones posteriores tenía una profundidad de diez metros, o una quinta parte de la longitud total del aparato. Este hecho ya era un terrorífico testimonio de la fuerza que había catapultado a tripulantes y pasajeros al otro mundo con espeluznante facilidad. Kaplan calculó que todo el fuselaje se había plegado como un acordeón, y los fragmentos reposaban ahora en las profundidades del cráter. Ni siquiera resultaba visible el timón de cola. Para complicar todavía más el problema, los restos estaban cubiertos de toneladas de tierra y roca.

Lo que quedaba en la superficie no podía reconocerse como un avión a reacción. A Kaplan le recordaba el accidente inexplicable del Boeing 737 de la United ocurrido en Colorado Springs en 1991. También había trabajado en aquella catástrofe como especialista en sistemas de aviación. Por primera vez en la historia de la NTSB, desde su conversión en agencia federal independiente en 1967 no había sido posible encontrar una causa probable para el accidente. Los «hojalateros», como se llamaban a sí mismos los investigadores de la NTSB, nunca lo habían superado. La similitud con el accidente en Pittsburgh de un Boeing 737 de US Air en 1994 sólo había aumentado sus sentimientos de culpa. Pensaban que si hubiesen resuelto el caso de Colorado, quizá hubieran evitado el de Pittsburgh. Y ahora esto.

George Kaplan miró el cielo despejado y su asombro creció. Estaba convencido de que el accidente de Colorado Springs había sido causado, al menos en parte, por una extraña nube rotor que había alcanzado al aparato en la aproximación final, un momento vulnerable para cualquier avión. Un rotor era un vórtice de aire generado alrededor de un eje horizontal por vientos fuertes sobre un terreno irregular. En el caso del vuelo 585 de United Airlines, el terreno irregular lo constituían las Montañas Rocosas. Pero esto era la costa Este. Aquí no había nada parecido a las Rocosas. Si bien un rotor enorme quizá pudiera abatir a un avión tan grande como un L800, Kaplan se resistía a creer que hubiera tumbado al vuelo 3223. Según el control de tráfico aéreo, el L800 había comenzado a caer a plomo desde la altitud de crucero de casi doce mil metros. No había ninguna montaña en Estados Unidos capaz de generar corrientes a esa altura. Además, las únicas montañas en la zona eran las del parque nacional Shenandoah y formaban parte de la cadena de las Montañas Azules. Todas tenían una altura entre los mil y los mil quinientos metros, y más que montañas se podían considerar colinas.

También estaba el factor altitud. El giro que experimentan los aviones cuando se encuentran con un rotor o cualquier otra condición atmosférica anormal se controla con el uso de los alerones. A doce mil metros de altitud, los pilotos de la Western Airlines hubieran tenido tiempo más que suficiente para recuperar el control. Kaplan estaba seguro de que el lado oscuro de la madre naturaleza no había arrancado al aparato de los pacíficos confines del cielo. Pero era evidente que lo había hecho alguna otra cosa.

Su equipo no tardaría en regresar al hotel para celebrar una reunión organizativa. El primer paso sería formar los grupos de investigadores sobre el terreno repartidos por temas: estructuras, sistemas, factores de supervivencia, motores, clima y control de tráfico aéreo. Después las unidades se reunirían para evaluar el rendimiento del avión, analizar las cintas del magnetófono de la cabina de mando y el registro de datos de vuelo, el comportamiento de la tripulación, el espectro de sonido, los registros de mantenimiento y los exámenes metalúrgicos. Era un proceso lento, tedioso y a menudo descorazonador, pero Kaplan no lo dejaría hasta no haber examinado incluso el más mínimo resto de lo que había sido la última palabra en aviones a reacción y de casi doscientos seres humanos. Se prometió a si mismo que esta vez no se le escaparía la causa.

Kaplan caminó sin prisa hacia el coche alquilado. No tardaría en llegar a este campo una primavera anticipada: florecían por todas partes banderines rojos y pequeños faros para marcar la ubicación de los restos. Anochecía deprisa. Se echó el aliento sobre las manos heladas para calentarlas. Un termo de café caliente le esperaba en el coche. Confiaba en que la grabadora de datos de vuelo -conocida popularmente como la «caja negra» aunque en realidad era de color naranja vivo- hubiera hecho honor a su fama de indestructible. Habían instalado en el aparato una versión modernizada y esperaban que los ciento veintiún parámetros medidos por la grabadora les revelaran muchísimas cosas de lo ocurrido al vuelo 3223. En el L800 las dos grabadoras iban instaladas en la parte superior del fuselaje entre las cocinas de popa. Ninguno de los L800 había sufrido la pérdida del fuselaje; este accidente pondría a prueba la invulnerabilidad de la caja negra.

Era una lástima que los seres humanos no fueran invulnerables.

George Kaplan subió un pequeño montículo y se quedó de piedra. En la penumbra se erguía una figura alta a menos de dos metros de distancia. Las gafas de sol ocultaban unos ojos color gris pizarra; el esqueleto de un metro noventa soportaba sin esfuerzo los hombros abultados, los brazos gruesos y la incipiente barriga. Las piernas eran como postes. La imagen de un peso pesado ya mayor era la primera que le venía a la mente. El hombre tenía las manos metidas en los bolsillos y la inconfundible placa enganchada al cinturón.

– ¿Lee? -preguntó Kaplan, que forzó la mirada para ver mejor.

El agente especial del FBI Lee Sawyer avanzó.

– Hola, George.

Se dieron la mano.