16
Cuando Myron salió de la sala de interrogatorio, vio a Claire y Erik Biel en un despacho, al fondo del pasillo. Incluso a lo lejos y a través del reflejo del cristal notó la tensión. Se paró.
– ¿Qué pasa? -preguntó Loren Muse.
Él indicó con la barbilla.
– Quiero hablar con ellos.
– ¿Qué les va a decir exactamente?
Él vaciló.
– ¿Va a perder el tiempo con explicaciones -preguntó Loren Muse- o quiere ayudarnos a encontrar a Aimee?
Tenía razón. ¿Qué iba a decirles ahora, de todos modos? «No le he hecho daño a vuestra hija. Sólo la acompañé a una casa de Ridgewood porque no quería que fuera en coche con un chico borracho.» ¿Qué sacarían con eso?
Hester le dio un beso de despedida.
Él la miró.
– Ten la boca cerrada.
– Claro, como quieras. Pero llámame si te arrestan, ¿vale?
– De acuerdo.
Myron subió al ascensor que los condujo al garaje. Banner cogió un coche y arrancó. Myron miró inquisitivamente a Loren.
– Va a buscar a un policía local que nos acompañará.
– Ah.
Loren Muse se acercó a un coche patrulla con jaula de delincuentes. Le abrió la puerta trasera a Myron. Él suspiró y subió. Ella se sentó al volante. Había un ordenador. Tecleó en él.
– ¿Ahora qué? -preguntó Myron.
– ¿Me da su teléfono móvil?
– ¿Por qué?
– Démelo.
Myron se lo dio. Ella repasó las llamadas y después lo tiró sobre el asiento del pasajero.
– ¿Cuándo llamó exactamente a Hester Crimstein? -preguntó.
– No la llamé.
– Entonces ¿cómo…?
– Es una larga historia.
A Win no le gustaría que se mencionara su nombre.
– No da buena impresión -dijo- llamar tan rápidamente a un abogado.
– No me importa mucho dar buena impresión.
– No, supongo que no.
– ¿Ahora qué?
– Vamos a Ridgewood. Intentaremos descubrir dónde dejó presuntamente a Aimee Biel.
Se pusieron en marcha.
– Le conozco de algo -dijo Myron.
– Crecí en Livingston. Cuando era niña, fui a alguno de sus partidos de baloncesto.
– No es eso -dijo él. Se incorporó-. Espere, ¿no llevó usted el caso Hunter?
– Sí -Hizo una pausa-. Participé.
– Eso es. El caso Matt Hunter.
– ¿Le conoce?
– Fui a la escuela con su hermano Bernie. Fui a su funeral. -Volvió a recostarse-. ¿Ahora qué toca? ¿Va a pedir una orden de registro de mi casa, mi coche, o qué?
– Ambas. -Miró el reloj-. Las están solicitando ahora mismo.
– Probablemente encontrará pruebas de que Aimee estuvo en los dos. Ya le he dicho lo de la fiesta, de que estuvo en el sótano, y que anteanoche la acompañé en coche.
– Todo muy bien atado, sí.
Myron cerró los ojos.
– ¿Se va a llevar el ordenador también?
– Por supuesto.
– Tengo mucha correspondencia privada en él. Información de los clientes.
– Serán cuidadosos.
– No, no lo serán. Hágame un favor, Muse. Inspeccione el ordenador usted misma, ¿de acuerdo?
– ¿Confía en mí? Me halaga.
– Vale, las cartas sobre la mesa -dijo Myron-. Sé que soy buen sospechoso.
– ¿De verdad? ¿Por qué? ¿Porque fue la última persona que la vio? ¿Porque es soltero, ex jugador, vive solo en la casa familiar y recoge a adolescentes a las dos de la madrugada? -Se encogió de hombros-. ¿Cómo iba a ser sospechoso?
– Yo no lo hice, Muse.
Ella no apartó los ojos de la carretera.
– ¿Qué pasa? -preguntó Myron.
– Hábleme de la estación de servicio.
– La… -Y entonces cayó en la cuenta-. Ah.
– ¿Ah, qué?
– ¿Qué tiene? ¿Una cinta de vigilancia o el testimonio del empleado?
Ella no dijo nada.
– Aimee se puso como loca porque creía que se lo diría a sus padres.
– ¿Y por qué lo pensaba?
– Porque le hacía preguntas: dónde había estado, con quién se había visto, qué había pasado.
– Y le había prometido llevarla donde quisiera, sin hacer preguntas.
– Sí.
– ¿Y por qué se echó atrás?
– No me eché atrás.
– Pero…
– No parecía estar bien.
– ¿En qué sentido?
– No estaba en una zona de la ciudad donde los jóvenes suelan ir a beber a esas horas. No parecía ebria. No olí alcohol. Parecía más angustiada que otra cosa. Por eso intenté averiguar qué le sucedía.
– ¿Y a ella no le hizo gracia?
– No. Por eso, en la estación de servicio, saltó del coche. No quiso volver hasta que le prometí que no haría más preguntas y no se lo diría a sus padres. Dijo… -frunció el ceño, fastidiado por tener que delatar aquella confidencia-,…que había problemas en casa.
– ¿Con sus padres?
– Sí.
– ¿Qué dijo usted?
– Que eso era normal.
– Hombre -dijo Loren-, es usted bueno. ¿Qué otro tópico soltó? ¿Que el tiempo lo cura todo?
– No me agobie, Muse, por favor.
– Sigue siendo mi primer sospechoso, Myron.
– No, no lo soy.
Ella bajó las cejas.
– ¿Disculpe?
– No es tan tonta. Y yo tampoco.
– ¿Qué significa eso, si puede saberse?
– Sabe de mi existencia desde anoche. Así que ha hecho algunas llamadas. ¿Con quién ha hablado?
– Antes ha mencionado a Jake Courter.
– ¿Le conoce?
Loren Muse asintió.
– ¿Y qué le ha contado de mí el sheriff Courter?
– Que en la zona de los tres estados, ha causado más molestias anales que las hemorroides.
– Pero que no lo hice, ¿no?
Ella no dijo nada.
– Venga, Muse. Sabe que no puedo ser tan estúpido. Registros telefónicos, cargos de tarjetas de crédito, pase de autopista y testigo en la estación de servicio… es excesivo. Además sabe que mi historia puede comprobarse. Los registros telefónicos demuestran que Aimee me llamó. Eso encaja con lo que le he contado.
Siguieron en silencio un rato. La radio del coche zumbó. Loren la cogió. Lance Banner dijo:
– Tengo al policía conmigo. Estamos preparados para salir.
– Estamos a punto de llegar -dijo Loren-. Y después siguió con Myron-. ¿Qué salida tomó, Ridgewood Avenue o Linwood?
– Linwood.
Ella lo repitió por el micrófono. Señaló el rótulo verde a través del parabrisas.
– ¿Oeste o Este?
– La que diga Ridgewood.
– Tiene que ser Oeste.
Él se recostó en el asiento. Ella tomó la salida.
– ¿Recuerda la distancia desde aquí?
– No estoy seguro. Tiramos recto un rato. Después empezamos a tomar desvíos. No me acuerdo.
Loren frunció el ceño.
– Usted no parece un tipo despistado, Myron.
– Pues la tenía engañada.
– ¿Dónde estaba antes de que le llamara?
– En una boda.
– ¿Bebió mucho?
– Más de lo que debería.
– ¿Estaba borracho cuando le llamó?
– Probablemente habría pasado la prueba del alcoholímetro.
– Pero digamos que aún notaba el alcohol.
– Sí.
– Tiene gracia, ¿no cree?
– Como una canción de Alanis Morissette -dijo él-. Tengo una pregunta que hacerle.
– No me apetece contestar sus preguntas, Myron.
– Me ha preguntado si conocía a Katie Rochester. ¿Fue por pura rutina, dos chicas desaparecidas, o tiene razones para creer que sus desapariciones estén relacionadas?
– Bromea, ¿no?
– Necesito saberlo…
– Ni hablar. No necesita saber nada. Ahora repítamelo todo. Todo. Lo que dijo Aimee, lo que dijo usted, las llamadas, donde la dejó, todo…
Él lo hizo. En la esquina de Linwood Avenue, Myron vio un coche de policía de Ridgewood que se situaba detrás de ellos. Lance Banner iba en el asiento del pasajero.
– ¿Viene con nosotros por cuestiones de jurisdicción? -preguntó Myron.
– Más por protocolo. ¿Recuerda dónde fue a partir de aquí?
– Creo que doblamos a la derecha en esa enorme piscina.
– Vale. Tengo un mapa en el ordenador. Buscaremos las calles sin salida, a ver qué pasa.
La ciudad natal de Myron, Livingston, era moderna y mayormente judía, una tierra de cultivo convertida en barrios de casas de dos alturas y un gran centro comercial. Ridgewood era de casas victorianas y mayoría blanca protestante, parajes más lujosos y un centro urbano de verdad, con restaurantes y tiendas. Las casas habían sido construidas en épocas diferentes, con árboles a ambos lados de las calles, ampliándose hacia el centro y formando un baldaquín protector. Había más variedad.