Mary Higgins Clark

Noche de paz

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Para Joan Murchson Broad,

y a la memoria del coronel Richard L. Broad,

con cariño y gratitud por todos

los maravillosos momentos que compartimos.

San Cristóbal, patrón de los viajeros, ruega por nosotros y protégenos del mal.

Era Nochebuena en Nueva York. El taxi avanzó lentamente por la Quinta Avenida. A las cinco de la tarde había un tráfico denso, y las aceras estaban repletas de gente que hacía las compras navideñas de último momento, empleados que se dirigían a casa, turistas ansiosos de ver los escaparates cuidadosamente arreglados y el mítico árbol de Navidad del Rockefeller Center.

Era de noche ya y el cielo empezaba a llenarse de nubes oscuras, una aparente confirmación del pronóstico meteorológico: unas Navidades blancas. Pero las luces parpadeantes, el sonido de los villancicos, las campanillas que los Papá Noel agitaban en las aceras y la alegría de la gente daba un clima de Nochebuena perfectamente festivo a la famosa avenida.

Catherine Dornan iba sentada, erguida, en el asiento trasero del taxi, sus brazos rodeando los hombros de sus dos hijos. Por la rigidez que sentía en el cuerpo de los pequeños, sabía que su madre tenía razón. El mal humor de Michael, de diez años, y el silencio de Brian, de siete, eran signos inequívocos de que los niños estaban muy preocupados por su padre.

Esa tarde, cuando había llamado a su madre desde el hospital -todavía llorosa a pesar de que Spence Crowley, médico y viejo amigo de su marido, le había asegurado que la operación de Tom había salido mejor de lo esperado, e incluso le había sugerido que los niños visitaran a su padre a eso de las siete, ella le había dicho con firmeza:

– Catherine, será mejor que hagas un esfuerzo. Los niños están muy alterados, y tú no ayudas. Creo que no sería mala idea que intentaras distraerlos un poco. Llévalos al Rockefeller Center a que vean el árbol de Navidad, y después id a cenar por ahí. Si te ven tan preocupada pensarán que Tom está a punto de morir.

– Eso no tiene por qué suceder, pensó Catherine. Ojalá pudiera volver atrás y eliminar aquellos últimos diez días. Lo deseaba de todo corazón, empezando por el momento terrible en que había recibido aquella llamada del hospital de St. Mary.

– Catherine, ¿puedes venir de inmediato? Tom se ha desmayado mientras hacía la guardia. Lo primero que pensó fue que debía de tratarse de un error.

Los hombres delgados, atléticos, de treinta ocho años, no se desmayan. Y Tom siempre bromeaba con aquello de que los pediatras, por derecho propio, eran inmunes a todos los virus y gérmenes que llegaban con sus pacientes. Pero Tom no estaba inmunizado contra la leucemia, que exigía la inmediata extirpación del inflamado bazo. En el hospital habían dicho a Catherine que seguramente Tom debía de tener síntomas desde hacía meses, pero que no había hecho caso de ellos.

– Y yo, tan estúpida, ni siquiera lo noté pensó mientras intentaba evitar que le temblaran los labios. Miró por la ventanilla y vio que pasaban por delante del hotel Plaza, donde, once años atrás, cuando ella tenía veintitrés, habían celebrado la boda.

"Se supone que las novias se ponen nerviosas -pensó-, pero yo no lo estaba. Casi llegué corriendo al altar."

Diez días más tarde festejaban la Navidad en Omaha, donde Tom había aceptado un puesto en la prestigiosa sala de pediatría del hospital local.

"Compramos de liquidación ese absurdo árbol artificial", pensó mientras, recordaba cómo Tom lo había levantado para decir:

"Atención, clientes de Kmart…". El árbol que ese año habían escogido con tanto interés se hallaba en el garaje, con las ramas atadas, porque habían decidido ir a Nueva York para la operación.

Spence Crowley, el mejor amigo de Tom, se había convertido en un famoso cirujano del Sloan-Kettering. Catherine se estremeció al recordar lo alterada que estaba cuando al fin le permitieron ver a Tom. El taxi se acercó al bordillo.

– ¿Aquí le va bien, señora?

– Sí, perfecto -respondió Catherine obligándose a parecer alegre mientras sacaba el billetero y se dirigía a sus hijos-: Papá y yo os trajimos aquí la Nochebuena de hace cinco años. Ya sé que eras muy pequeño, Brian; pero Michael se acuerda, ¿verdad?

– Sí -respondió éste con tono seco mientras miraba cómo Catherine sacaba cinco dólares de un fajo de billetes-. ¿Por qué llevas tanto dinero, mamá?

– Ayer, cuando ingresaron a papá en el hospital, me dieron su cartera con todo lo que llevaba. Lo dejaré en casa de la abuela cuando volvamos. Catherine bajó detrás de Michael y sostuvo la portezuela abierta para que Brian saliera. Estaban delante de Saks, cerca de la esquina de la calle Cuarenta y nueve con la Quinta Avenida. Una ordenada fila de espectadores esperaba paciente para ver de cerca el escaparate de Navidad.

Catherine llevó a sus hijos al final de la cola. -Primero miraremos los escaparates; después cruzaremos la calle para ver mejor el árbol de Navidad. Brian suspiró con fuerza.

¡Menudas fiestas! Detestaba hacer cola, para todo, y decidió jugar a su juego de siempre cuando quería que el tiempo pasara deprisa: fingir que había llegado ya al lugar donde quería ir; y esa noche era la habitación de su padre en el hospital. Estaba deseando ver a su padre para darle el regalo que lo curaría, según le había dicho la abuela. Brian tenía tantas ganas de acelerar el paso del tiempo, que cuando le llegó el turno de acercarse a los escaparates, avanzó con paso rápido y casi no prestó atención a las escenas con la nieve arremolinándose sobre los muñecos, los elfos y los animales que bailaban y cantaban. Se alegró cuando al fin abandonaron la cola.

Después, cuando se encaminaban hacia la esquina para cruzar la avenida, vio que un hombre se disponía a tocar el violín mientras un grupo de gente lo rodeaba. De pronto, el aire se llenó con las notas del villancico Noche de paz y la gente empezó a cantar. Catherine, cerca del bordillo, se volvió.

– Quedémonos un momento a escuchar- dijo a los niños.

Brian oyó la voz ahogada en la garganta de su madre y supo que se esforzaba por contener el llanto. Casi nunca la había visto llorar hasta aquella mañana de la anterior semana cuando alguien llamó desde el hospital para decirles que papá estaba muy enfermo.

Cally caminó despacio por la Quinta Avenida. Eran poco más de las cinco y estaba rodeada de los compradores de última hora, los brazos llenos de paquetes.

En otra época, también ella hubiera compartido todo aquel entusiasmo, pero lo único que sentía ese día era un cansancio doloroso. Todo había resultado muy duro en el trabajo. La gente quería pasar las Navidades en casa, por eso muchos pacientes del hospital estaban deprimidos o fastidiosos. Sus desolados rostros le recordaban vívidamente su propia depresión de las dos últimas Navidades pasadas en la cárcel de mujeres de Bedford.

Delante de la catedral de San Patricio vaciló un instante mientras recordaba a su abuela llevándoles, a ella y a su hermano Jimmy, a ver el belén. Pero de eso hacía veinte años ya, cuando ella tenía diez y él seis. Sintió un deseo fugaz: volver a aquella época, cambiar las cosas, impedir que sucediera todo lo malo, evitar que Jimmy se convirtiera en lo que era.

El simple hecho de recordar su nombre bastó para que temblores de miedo le recorrieran todo el cuerpo. ¡Dios mío, haz que me deje tranquila!, rogó.

Esa mañana, con Gigi agarrada a ella, había atendido a los enfadados golpes a su puerta del detective Shore y de otro policía que se presentó como el detective Levy. Los dos estaban en el mugriento pasillo del edificio en que vivía, en la calle Diez Este y la avenida B.