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– Fray Francisco, así no -le advierto-. Por razones que no vienen al caso, os costará persuadirme de que vuestros errores carecen de importancia. Os sé pecador, como lo somos todos, pero además os sé infectado por el miasma de la herejía, que distingue a aquellos pecadores que tienen la soberbia de querer enmendarle la plana al mismo Dios y revocar sus leyes para no tener que aceptar la inferioridad de su condición.

– Cómo podéis pensar eso de mí, yo…

– No dije que lo pensara, sino que lo sé -le corrijo-. Como sé que sois cobarde, y que de ahí nacen todos vuestros demás defectos. Desde vuestra poca resistencia a la tentación hasta vuestra hedionda vanidad y vuestra querencia por la mentira. Más os habría valido aprender a enfrentaros a ello antes, pero ya que os obstináis en burlaros de mí y de lo que represento, os voy a hacer el servicio de poneros de una vez frente a la verdad.

Hago la seña al alguacil. Esta vez me aseguro de atormentar al confesor hasta que no puede aguantarlo más. Cuando vuelve a estar en condiciones de articular palabra, se limita a admitir todas mis acusaciones. Intimado luego a abjurar del yerro, lo hace sin oponer resistencia alguna. Mando al escribano que levante acta completa y pormenorizada de su confesión. El hombre está acabado, y mi trabajo también. Mi alma queda vacía.

18 de noviembre

Un solo comentario

El Cuaderno del Inquisidor no contenía nada más, aparte de su presentación y los tres capítulos que acabo de transcribir. Cada uno estaba fechado, conforme exige el protocolo. El primero se había colgado el 17 de mayo de 2007, fecha de apertura del blog. El segundo, una semana después, el 24 de mayo. Y el tercero ocho días más tarde, el 1 de junio. Desde entonces, no había ninguna anotación más. Parecía que el Inquisidor se lo tomaba con calma, ya que incluso la inicial regularidad semanal había decaído. Tampoco podía decirse que el blog hubiera despertado el entusiasmo de los internautas. Sólo registraba un comentario, que alguien había dejado la víspera de mi primera visita a propósito del tercer capítulo (ignoro si tras leer sólo éste o los tres, aunque por su tono y su contenido no apuesto precisamente por lo segundo). Lo copio a continuación:

shakiralamejor dice: juer k rallada, kien sera este inkisidor y k labra pasao pa estar tan colgao *

Por mi parte, la lectura me causaba una sensación compleja y contradictoria. El texto me parecía bastante desasosegante, su protagonista y narrador era cualquier cosa menos simpático y el sentido que parecía entresacarse de su relato no podía ser más descorazonador. Dicen que la religión católica es una de las más ventajosas porque admite el perdón casi ilimitado de los pecados, pero este supuesto ministro de dicha religión, aun mencionando de pasada el concepto, parecía al contrario participar de una visión de la culpa como algo imposible de extirpar y que condenaba para siempre al sujeto: al clérigo al que torturaba en el tercer capítulo, con tan escasa piedad, y a sí mismo, como responsable de no se sabía qué espantosas e irremediables infracciones. Si eso era todo lo que quería decir, no lo entendía muy bien, y menos teniendo en cuenta la declaración de intenciones que dejaba hecha en la presentación del blog.

Algo sí me gustaba de él: su sinceridad, incluso cuando llegaba al extremo de la crudeza. Provengo de una cultura que estimula poderosamente la hipocresía, pero mi convivencia con los españoles me ha hecho cambiar mi antigua idea de que la costumbre de encubrir los verdaderos sentimientos era peculiar de mi lugar de origen: es una tendencia universal, y quienes parecen más abiertos y expresivos son a veces quienes más puntualmente la siguen. Por eso he aprendido a valorar por encima de otras muchas cosas la verdad, aunque desagrade, y en el discurso del Inquisidor todo se mostraba de frente, sin dobleces ni afeites. No pretendía caer bien al lector, no pretendía ser justo, ni siquiera pretendía tener una disculpa. Sólo se legitimaba ante el mundo con la fuerza de su decisión y de su creencia, sin tratar de postularlas como válidas más que para sí.

Deduje, tras releer una y otra vez sus palabras, que lo que allí estaba escrito no hablaba en absoluto de lo que parecía, sino de algo bien distinto. A través de aquellos tres personajes, y de su tenso coloquio en tan ásperas circunstancias, el autor mostraba sus propias mordeduras personales, y la elección de aquel contexto revelaba una actitud ante la vida y ante la propia biografía cualquier cosa menos complaciente. En todo caso, me preguntaba por qué había querido expresarse de una forma tan rebuscada y tan hermética, o al revés, para qué exponía a todos aquella narración tan poco común. ¿Buscaba a alguien que compartiera sus claves y pudiera descifrarla? ¿Y por qué había fallado a su cita y llevaba ya dos semanas sin actualizar el blog? ¿Me encontraba, acaso, ante una tarea emprendida y abandonada por no haber respondido a las expectativas con que se inició? Quería saber cómo seguía la historia del inquisidor y de los procesados, si es que continuaba más allá, porque el punto en el que la había dejado no abría muchas perspectivas. ¿Era en la continuación donde se hallaría, quizá, un sentido más coherente con los propósitos inaugurales del blog? Y si él ya no escribía nada más, ¿tenía yo alguna manera de averiguar lo que sucedía después?

Esta última pregunta me surgió al ver cómo estaba contada la historia: refiriendo detalles muy precisos, que a menudo se daban por sobreentendidos.

Eso sugería que podía estar inspirada en un suceso real. Vagamente me recordaba algo que había leído años atrás, cuando preparaba mi tesis. Me puse a rastrear por la Red y, gracias a Google, muy pronto di en el blanco. Mañana lo cuento.

19 de noviembre

La versión de don Marcelino

Fue bastante fácil. Definí la búsqueda con los datos más concretos con que contaba, que reuní en la siguiente cadena: «fray francisco confesor teresa priora monjas endemoniadas». En la primera página de resultados que me ofreció el buscador encontré dos documentos que hablaban del caso. Uno bastante largo, publicado el 30 de noviembre de 1867 en el semanario El Museo Universal, y otro más sucinto, correspondiente a la Historia de los heterodoxos españoles, de Marcelino Menéndez Pelayo. Creo que merece la pena copiar este último (el otro me pareció excesivamente enfático y parcial, amén de que resulta demasiado extenso para insertarlo aquí):

Más atención merece, siquiera por lo ruidoso, el proceso de las monjas de la Encarnación Benita de San Plácido, de Madrid. Pocos años llevaba de fundación este convento, y con no poca fama de perfección religiosa, cuando comenzaron a advertirse en él extrañas novedades, que muy luego abultó la malicia. Díjose que casi todas las monjas (veinticinco de las treinta que había) estaban endemoniadas, y entre ellas la priora y fundadora, doña Teresa de Silva, moza de veintiocho años y de noble linaje. El confesor, Fr. Francisco García Calderón, natural de Barcial de la Loma, en Tierra de Campos, no se daba paz a exorcizarlas, y entre visajes y conjuros se pasaron tres años, desde 1628 a 1631, hasta que el Santo Oficio juzgó necesario tomar cartas en el asunto y llevó a las cárceles secretas de Toledo al confesor, a la abadesa y a las monjas. Tras varios incidentes de recusación, fue sentenciada la causa en 1633, declarando al padre Calderón «sospechoso de haber seguido a varios herejes, antiguos y modernos, especialmente a gnósticos, agapetos y nuevos alumbrados, y los errores de los pseudo Apóstoles, los de Almarico, Serando y Pedro Joan». Tuvo, añade la sentencia, deshonesto trato con una beata, hija suya de confesión, ya antes castigada en el Santo Oficio por alumbrada y por pacto expreso con el demonio, y aún después de muerta predicó él un sermón en loor de ella y la hizo venerar por santa. Decía que «los actos ilícitos no eran pecados, antes, haciéndose en caridad y amor de Dios, disponen a mayor perfección, y no son estorbo para la oración y contemplación, sino que por ellos mismos, y poniendo el corazón en Dios, se puede conseguir un alto grado de oración». Tenía pensamientos de reforma de la Iglesia y de que él y sus monjas habían de convertir al mundo, a lo cual llamaba segunda redención y complemento de la primera. Pensaba llegar a ser cardenal y Papa y excitar a los príncipes a la conquista de Jerusalén, y trasladar allí la Sede apostólica, y reunir un concilio, en que se explicaría el sentido oculto del Apocalipsis y el de los plomos del Sacro-Monte (!!).

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* En castellano (?) en el original. (N. del e./t.)