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En mi caso, el camino fue más sinuoso. Un día me di cuenta de algo: el tiempo iba pasando y yo no sólo seguía allí, sino que poco a poco recobraba las fuerzas. Mi ánimo, en apariencia, no había variado: mantenía mi desistimiento y mi desinterés por todo, y afrontaba mecánicamente las tareas, para mí sin sentido, en que se consumían mis días. Pero aquello con lo que contaba desde el momento en que había arrojado la toalla, irme extinguiendo poco a poco en aquella existencia sin objeto, o perder de pronto ante cualquier contratiempo el precario equilibrio en que la sostenía, no terminaba de suceder. En la más absoluta indigencia, sin la más mínima perspectiva, no sólo resistía, sino que cada vez me costaba menos resistir. Entonces fue cuando lo comprendí todo. Yo no era, o no sólo, aquel fraile frágil e inconsistente. Y el inquisidor que había decretado mi aniquilación, sumándose a quienes me habían condenado por mis actos, tampoco era un juez tan inapelable como había creído hasta allí. Dentro de mí, había algo que me había pasado inadvertido y que de pronto quedaba al descubierto: un mástil firme que no sabía doblarse ante la tormenta, y que la tormenta no lograba partir. Un fuste que desmentía el veredicto que me había sido impuesto, y que desafiaba la autoridad de quien había decidido desarbolarme.

Cuando reparé en ello, recobré el orgullo suficiente para alzar la vista y echar una ojeada a mi alrededor. Todo había adquirido una luz distinta. Repasé la historia de mi caída y encontré en ella circunstancias que antes, empeñado en la autoflagelación, había pasado por alto. Miré a la cara de quienes me acusaban y vi cómo sus ojos esquivaban los míos. No eran más, ni mejores que yo. Comprendí por qué me había hundido en aquella sima deplorable: porque cuando esos otros me habían negado el perdón, yo había acatado su condena, considerándome inferior a ellos. Pero nada me obligaba a someterme a su venganza. Al entregarse a ella, eran ellos quienes proclamaban su incompetencia para juzgarme, que me autorizaba a recusarlos y a dictar, por mí y ante mí, mi propia absolución. Y con ella, mi puesta en libertad y mi regreso al mundo del que había sido expulsado.

Y eso fue lo que hice. Me sacudí al fraile penitente y me encaré con el inquisidor, dispuesto a echarlo a patadas. Naturalmente, lo que no pude, ni pretendí, fue negar la realidad. No sustituí el recuerdo de mis errores por una historia dulcificada en la que mi actuación fuera modélica. Pero tampoco dejé que el alegato del fiscal estableciera la verdad a la que la posteridad, y sobre todo en lo que a mí me tocaba, hubiera de atenerse. Lo eché abajo en todo lo que pude: no sólo en aquello que era falso, sino también en aquello que afirmaba sin pruebas o que podía poner en duda, con fundamento o sin él. Otros muchos reproches, que en su día había dado por válidos, los rechacé sin más. No estaba dispuesto a consentir que se me afeara lo que yo no juzgaba ilícito. Y no tuve mayores escrúpulos en procurarme cualquier ventaja que me permitiera mejorar mi situación; lo único que me prohibí fue perjudicar a otros para conseguirlo.

Del mismo modo que no podía borrar todas mis culpas, tampoco podía negar la magnitud de la pérdida que había sufrido, a la que se sumaba un agravio que ahora se mostraba a mis ojos con una nitidez hasta entonces desconocida, y que no podía dejar de resultarme especialmente doloroso. Porque al recapitular la historia comprobaba que no era el único que había violado las reglas, ni siquiera el que las había violado más gravemente, y sin embargo, sobre nadie había caído el peso del castigo como había caído sobre mí. Y todo, porque yo había resultado ser el más desprotegido.

Pero comprendí que lo último que debía hacer era entonar una queja del tipo «no me lo merezco, qué injusticia han cometido conmigo y qué infortunado soy». La pérdida, como la culpa, nos atormenta cuando no somos capaces de aceptarla como algo natural, justificado, incluso necesario. La defensa contra la culpa no es querer ser inocente a todo trance, sino admitir los errores cometidos y a partir de ahí procurarse el perdón, el ajeno si es posible y si no, y en todo caso, el propio. La defensa contra la pérdida no es empeñarse en demostrar que no la merecemos. Todo lo contrario.

Sigo creyendo, no puedo ocultártelo, que hay pérdidas que no merecí. Fueron demasiado grandes y se me impusieron con artes que nunca podré considerar legítimas. Pero respecto de la mayoría acabé aceptando que no sólo merecía, sino que necesitaba sufrirlas, aunque en ese momento yo mismo no fuera consciente de ello. Desde entonces, sobre todo en mis relaciones con otras personas, parto de esta premisa: tenemos lo que merecemos tener, y perdemos lo que merecemos perder. Porque sólo merecemos tener lo que necesitamos, y cuando necesitamos algo sabemos cuidarlo y no lo perdemos. Y merecemos perder lo que no necesitamos, y cuando no necesitamos algo no sabemos cuidarlo y dejamos de tenerlo. No sólo resulta lógico, sino que admitirlo así sirve para estar en paz con uno mismo, responsabilizarse de la propia vida y no convertirse en uno de esos pelmas que van por ahí cargando en la cuenta de los demás sus propios fracasos.

Me sobrepuse a mis culpas, acepté mis quebrantos. Dejé de ser mi víctima y mi torturador. Los arrojé, a los dos, lejos de mí. Así me puse en pie. Y regresé. Pero como Teresa después de su absolución, ya no era el mismo. Me había convertido en alguien más desconfiado, quizá más malicioso, seguramente más triste. Desde luego, no puedo decir que hubiera recobrado la felicidad. La moraleja de mi historia no es que al final siempre sale el sol, se marchan las nubes y uno vive y baila de nuevo bajo un hermoso cielo azul. Lo que mi pequeño drama personal me enseñó fue, creo, algo mucho más útil. que se puede vivir, y también bailar, bajo la lluvia y bajo el frío, sin paraguas, sin impermeable y hasta sin zapatos, siempre que uno sepa encontrar dentro de sí la resolución de salir adelante. Y que por eso no hay que rezar para que no se vaya el buen tiempo, que nunca dura eternamente, sino para no convertirnos en cómplices de la adversidad, que siempre, antes o después, nos acaba alcanzando. La vida puede ser amarga, puede ser injusta, puede empeorar hasta lo indecible, y aun así somos capaces de vivirla y de sacarle partido, tanto como ni siquiera podemos imaginar. Por eso tenemos para con ella y para con nosotros mismos la obligación de alzar la cabeza y seguir, siempre. De ser fuertes y no rendirnos, pase lo que pase. En eso se resume todo, y lo que a eso se oponga, a la basura.

Es posible que ante el Dios de lo alto se salven los bondadosos; y es una bella idea, además. Pero aquí abajo los que se salvan son quienes tienen la voluntad de no dejarse vencer. Nuestros actos no se pesan en la balanza de lo que es justo o es injusto, en el sentido moral que a esos conceptos solemos atribuirles; es decir, lo que está mal o está bien. Un viejo filósofo griego, Trasímaco, sostenía (si hemos de creer a Platón) que lo justo es aquello que conviene al más fuerte. Por decir eso (o porque el chivato de Platón le colgó la frase) lo han despellejado sin piedad a lo largo de los siglos. Pero aquel buen hombre no hizo otra cosa que sintetizar, en muy pocas palabras, la ley que rige el funcionamiento de la única justicia de la que podemos decir algo con conocimiento de causa, que es la que imparten los hombres.

Por eso tenemos que ser fuertes, para que la justicia humana, que es la que nos hacen los demás y nos hacemos nosotros mismos, resuelva a favor y no en contra de nuestra conveniencia. A mí no me salvó mi bondad ni mi sentido de la justicia, en la acepción moral del término; más bien creo que lo que pueda tener de bueno y de justo, en un momento determinado, estuvo a punto de acabar conmigo. Lo que me permitió sobrevivir fue que estaba hecho de una pasta más dura que el puñal que quisieron clavarme.