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Incorporadas desde siempre a la constelación del poder imperialista, nuestras clases dominantes no tienen el menor interés en averiguar si el patriotismo podría resultar más rentable que la traición o si la mendicidad es la única forma posible de la política internacional. Se hipoteca la soberanía porque “no hay otro camino”; las coartadas de la oligarquía confunden interesadamente la impotencia de una clase social con el presunto vacío de destino de cada nación.

Josué de Castro declara: “Yo, que he recibido un premio internacional de la paz, pienso que, infelizmente, no hay otra solución que la violencia para América Latina”.

Ciento veinte millones de niños se agitan en el centro de esta tormenta. La población de América latina crece como ninguna otra; en medio siglo se triplicó con creces. Cada minuto muere un niño de enfermedad o hambre, pero en el año 2000 habrá seiscientos cincuenta millones de latinoamericanos, y la mitad tendrá menos de quince años de edad: una bomba de tiempo.

Entre los doscientos ochenta millones de latinoamericanos que hay, a fines de 1970, cincuenta millones de desocupados o sub ocupados y cerca de cien millones de analfabetos; la mitad de los latinoamericanos vive apiñados en viviendas insalubres. Los tres mayores mercados de América Latina ¾Argentina, Brasil y México¾ no alcanzan a igualar, sumados, la capacidad de consumo de Francia o de Alemania occidental, aunque la población reunida de nuestros tres grandes excede largamente a la de cualquier país europeo. América Latina produce hoy día, en relación con la población, menos alimentos que antes de la última guerra mundial, y sus exportaciones per capita han disminuido tres veces, a precios constantes, desde la víspera de la crisis de 1929. El sistema es muy racional desde el punto de vista de sus dueños extranjeros y de nuestra burguesía de comisionistas, que ha vendido el alma al Diablo a un precio que hubiera avergonzado a Fausto. Pero el sistema es tan irracional para todos los demás que cuanto más se desarrolla más agudiza sus desequilibrios y sus tensiones, sus contradicciones ardientes. Hasta la industrialización, dependiente y tardía, que cómodamente coexiste con el latifundio y las estructuras de la desigualdad, contribuye a sembrar la desocupación en vez de ayudar a resolverla.

Se extiende la pobreza y se concentra la riqueza en esta región que cuenta con inmensas legiones de brazos caídos que se multiplican sin descanso. Nuevas fábricas se instalan en los polos privilegiados de desarrollo -Sao Paulo, Buenos Aires, la ciudad de México- pero menos mano de obra se necesita cada vez. El sistema no ha previsto esta pequeña molestia: lo que sobra es gente. Y la gente se reproduce. Se hace el amor con entusiasmo y sin precauciones. Cada vez queda más gente a la vera del camino, sin trabajo en el campo, donde el latifundio reina con sus gigantescos eriales, y sin trabajo en la ciudad, donde reinan las máquinas: el sistema vomita hombres. Las misiones norteamericanas esterilizan masivamente mujeres y siembran píldoras, diafragmas, espirales, preservativos y almanaques marcados, pero cosechan niños; porfiadamente, los niños latinoamericanos continúan naciendo, reivindicando su derecho natural a obtener un sitio bajo el sol en estas tierras espléndidas que podrían brindar a todos lo que a casi todos niegan.

A principios de noviembre de 1968, Richard Nixon comprobó en voz alta que la Alianza para el Progreso había cumplido siete años de vida y, sin embargo, se habían agravado la desnutrición y la escasez de alimentos en América Latina. Pocos meses antes, en abril, George W. Ball escribía en Life: «Por lo menos durante las próximas décadas, el descontento de las naciones más pobres no significará una amenaza de destrucción del mundo. Por vergonzoso que sea, el mundo ha vivido, durante generaciones, dos tercios pobre y un tercio rico. Por injusto que sea, es limitado el poder de los países pobres». Ball había encabezado la delegación de los Estados Unidos a la Primera Conferencia de Comercio y Desarrollo en Ginebra, y había votado contra nueve de los doce principios generales aprobados por la conferencia con el fin de aliviar las desventajas de los países subdesarrollados en el comercio internacional.

Son secretas las matanzas de la miseria en América Latina; cada año estallan, silenciosamente, sin estrépito alguno, tres bombas de Hiroshima sobre estos pueblos que tienen la costumbre de sufrir con los dientes apretados.

Esta violencia sistemática, no aparente pero real, va en aumento: sus crímenes no se difunden en la crónica roja, sino en las estadísticas de la FAO. Ball dice que la impunidad es todavía posible, porque los pobres no pueden desencadenar la guerra mundial, pero el Imperio se preocupa: incapaz de multiplicar los panes, hace lo posible por suprimir a los comensales.

«Combata la pobreza, ¡mate a un mendigo!», garabateó un maestro del humor negro sobre un muro de la ciudad de La Paz. ¿Qué se proponen los herederos de Malthus sino matar a todos los próximos mendigos antes de que nazcan? Robert McNamara, el presidente del Banco Mundial que había sido presidente de la Ford y Secretario de Defensa, afirma que la explosión demográfica constituye el mayor obstáculo para el progreso de América Latina y anuncia que el Banco Mundial otorgará prioridad, en sus préstamos, a los países que apliquen planes para el control de la natalidad. McNamara comprueba con lástima que los cerebros de los pobres piensan un veinticinco por ciento menos, y los tecnócratas del Banco Mundial (que ya nacieron) hacen zumbar las computadoras y generan complicadísimos trabalenguas sobre las ventajas de no nacer: «Si un país en desarrollo que tiene una renta media per capita de 150 a 200 dólares anuales logra reducir su fertilidad en un 50 por ciento en un período de 25 años, al cabo de 30 años su renta per capita será superior por lo menos en un 40 por ciento al nivel que hubiera alcanzado de lo contrario, y dos veces más elevada al cabo de 60 años», asegura uno de los documentos del organismo. Se ha hecho célebre la frase de Lyndon Johnson: «Cinco dólares invertidos contra el crecimiento de la población son más eficaces que den dólares invertidos en el crecimiento económico». Dwight Eisenhower pronosticó que si los habitantes de la tierra seguían multiplicándose al mismo ritmo no sólo se agudizaría el peligro de la revolución, sino que además se produciría «una degradación del nivel de vida de todos los pueblos, el nuestro inclusive».

Los Estados Unidos no sufren, fronteras adentro, el problema de la explosión de la natalidad, pero se preocupan como nadie por difundir e imponer, en los cuatro puntos cardinales, la planificación familiar. No sólo el gobierno; también Rockefeller y la Fundación Ford padecen pesadillas con millones de niños que avanzan, como langostas, desde los horizontes del Tercer Mundo. Platón y Aristóteles se habían ocupado del tema antes que Malthus y McNamara; sin embargo, en nuestros tiempos, toda esta ofensiva universal cumple una función bien definida: se propone justificar la muy desigual distribución de la renta entre los países y entre las clases sociales, convencer a los pobres de que la pobreza es el resultado de los hijos que no se evitan y poner un dique al avance de la furia de las masas en movimiento y rebelión.

Los dispositivos intrauterinos compiten con las bombas y la metralla, en el sudeste asiático, en el esfuerzo por detener el crecimiento de la población de Vietnam. En América Latina resulta más higiénico y eficaz matar a los guerrilleros en los úteros que en las sierras o en las calles. Diversas misiones norteamericanas han esterilizado a millares de mujeres en la Amazonía, pese a que ésta es la zona habitable más desierta del planeta. En la mayor parte de los países latinoamericanos, la gente no sobra: falta. Brasil tiene 38 veces menos habitantes por kilómetro cuadrado que Bélgica; Paraguay, 49 veces menos que Inglaterra; Perú, 32 veces menos que Japón. Haití y El Salvador, hormigueros humanos de América Latina, tienen una densidad de población menor que la de Italia. Los pretextos invocados ofenden la inteligencia; las intenciones reales encienden la indignación. Al fin y al cabo, no menos de la mitad de los territorios de Bolivia, Brasil, Chile, Ecuador, Paraguay y Venezuela está habitada por nadie. Ninguna población latinoamericana crece menos que la del Uruguay, país de viejos, y sin embargo ninguna otra nación ha sido tan castigada, en los años recientes, por una crisis que parece arrastrarla al último círculo de los infiernos. Uruguay está vacío y sus praderas fértiles podrían dar de comer a una población infinitamente mayor que la que hoy padece, sobre su suelo, tantas penurias. Hace más de un siglo, un canciller de Guatemala había sentenciado proféticamente: