Como todas las noches, André D'Estrael se miró en el espejo examinándose con ojo crítico. Era una ceremonia, una costumbre adquirida en sus primeros años de sociedad y que con el tiempo había convertido en un agradable ritual. Empezó la inspección por los relucientes zapatos de charol negro, fue subiendo por las perneras del pantalón -impecables-, se detuvo justo lo suficiente en el fajín de raso, la pechera almidonada y la botonadura, para luego acercarse al espejo con ojos miopes, revisar la pajarita y calzarse una sonrisa forzada bajo el bigote suave, aunque en realidad hubiera preferido desaparecer por el ojo de buey. Porque ¿qué ocurriría aquella noche? ¿Sabría alguien ya su secreto? El momento de la cena, sin duda sería crucial para él. ¿Con quién compartirían la mesa los Rotin? ¿Con los Percy, con los Albianchi, o tal vez habrían sido invitados como él a la mesa del capitán? «¡Señor, qué situación!», se dijo D'Estrael en voz alta. Y el barco, que comenzó a moverse bajo sus pies, le obligó a interpretar un ridículo ballet de pasitos cortos y vueltecitas en redondo hasta que pudo agarrarse a la puerta del armario. «Para colmo, creo que tendremos marejada -añadió, dirigiéndose a su sobria imagen en el espejo-, con lo poco que este movimiento favorece a mi gastritis.»

Sin embargo, aquella providencial marejadilla le libró de la desagradable presencia de los Rotin durante la cena. El matrimonio de salchicheros, poco acostumbrado a los vaivenes del barco, hubo de refugiarse en su camarote, seguramente víctima de un terrible mareo.

Durante toda la cena los amigos de D'Estrael le notaron ausente. Con una sonrisa congelada en los labios, André se limitó a contestar con monosílabos a los más variados comentarios. Mientras, su mente hervía: «¡Ocho días atrapado en un barco con estos indeseables!»; pero de nada le serviría bajarse en la próxima escala -como pensó en un primer momento-, pues seguramente los Rotin no tardarían en contar a sus compañeros de mesa el suculento chisme: «¿Sabes lo que me ha contado ese pintoresco matrimonio de la 102? Sí, querido, esos que son carniceros en no sé dónde… Bueno, pues me han dicho que André, nuestro elegante barón húngaro, es en realidad el mercero de Blanquette, su pueblo. ¿No es una historia apasionante?». André no pudo evitar un escalofrío que le hizo derramar una cucharada de vichyssoise sobre sus pantalones; pero aun así, su mente escenificó otra situación aterradora: «…y además, me dijeron que André (que al parecer se llama Marcel Bidet, ¡Bidet, imagínate!) casi se abre las venas porque lo dejó plantado la frágil y delicada madame Rotin. ¡A que puedes entrever la escena con un fondo de tira bordada y festón inglés! ¡Qué romántico! Luego, por lo visto, lo pensó mejor y se fue a América, donde se hizo contrabandista. ¡Ah!, pero antes fue criado o mayordomo… ¡Ya me parecía a mí que tenía muy buena mano con los cócteles!».

El todo París tardaría años en olvidar aquello y Marcel sabía lo que significaba: risitas mal camufladas, desaires, comentarios sarcásticos… Y eso no era lo peor; luego vendría el desprestigio, la bola negra en el club de golf, quedaría excluido de las listas de los cócteles y del baile de la Cruz Roja… ¡Pero si hasta peligraba su Legión de Honor! Otro escalofrío recorrió su espalda. Estaba serio, taciturno y nada consiguió arrancarlo de su mutismo: ni los chismorreos de sus elegantes amigos, ni la música del maestro Dubini, Mozart, por cierto.

La reunión -todo sea dicho- perdió mucho sin los sarcasmos y los inteligentes comentarios de André. Apenas serían las dos de la madrugada cuando el grupo, incapaz de encontrar un tema de discusión, fue desintegrándose; y sus componentes, uno a uno, desfilaron hacia los camarotes. Pero aquella noche, la anterior a la llegada a Capri, el insomnio pareció abatirse sobre el Bourgogne. Además del barón D'Estrael -insomne por razones obvias-, su amiga, la señora Albianchi, hacía solitarios en su camarote -suite 103-, mientras que sus vecinos, los señores de Rotin, mantenían una acalorada discusión en la 102. Todo comenzó por la terquedad de monsieur Rotin, ya que después de la visión deslumbradora de Marcel -distinguido e impecablemente trajeado-, madame Rotin -ahora un poco más repuesta del mareo- se dedicó a eliminar de su vestuario y del de su marido toda prenda provinciana o fuera de tono para aquel elegante crucero; y lo primero que confiscó fueron aquellas bermudas floreadas con camisa haciendo juego, que tanto le gustaban a monsieur Rotin. Sin nombrar para nada, naturalmente, a su antiguo novio, pero sin dejar de pensar un solo instante en cómo habría sido su vida al lado de un hombre tan fino, la señora Rotin utilizó mil y un argumentos para convencer a su marido de que se deshiciera de todo aquello. «Hemos trabajado muy duro para llegar adonde hemos llegado -decía-, ahora eres rico. ¿O acaso las salchichas Rotin no son las más famosas del norte de Francia? Y aquí estamos, al fin, entre gente bien, acomodada como nosotros, y tú no puedes ir vestido así.» Pero monsieur Rotin se negaba y la discusión subía de tono.

Mientras, a pocos metros de allí, la señora Albianchi, aburrida de hacer solitarios, echó una mirada a su marido y comprobó que dormía a pierna suelta. Por un momento estuvo tentada de buscar en su mesilla una de esas pildoritas mágicas que le permitirían dormir ocho horas seguidas; pero heroicamente resistió la tentación, porque desde su conversión al budismo despreciaba los medicamentos. Es más, últimamente se había dedicado a hacer proselitismo; y eran famosas sus charlas, bajo títulos tan impactantes como «La aspirina: el opio del pueblo» o «Los somníferos: morir cada día.» Transcurrida media hora decidió, antes de traicionar definitivamente sus principios, probar como último recurso el yoga, y de un salto adosó su elegante cuerpo cabeza abajo contra la pared. Fue en ese preciso momento cuando Albert Rotin, cansado de tanto parloteo y deseando dormirse, propinó a madame Rotin una sonora bofetada.

En el código matrimonial, aceptado treinta años antes y muchas veces confirmado, aquello bastaba para acallar a madame Rotin, quien, por lo demás, había visto usar este método en casa de sus padres y en la de sus amigas, y lo admitía como válido. Pero, ahora, su alma había sido invadida por los demonios del savoir vivre y aquella bofetada sólo sirvió para que descargara sobre monsieur Rotin una catarata de palabrotas y frases domésticas

– «¡Tú me quieres matar!» «¡Canalla!» «¡No me pongas las manos encima!» «¡Esto es el fin!»- que deleitaron los exquisitos y agudos oídos de la señora Albianchi, cabeza abajo, al otro lado de la pared. Luego, sorda a las risotadas de su marido, madame Rotin se envolvió en su bata floreada -barriendo al pasar un jarroncito de porcelana que se estrelló contra el suelo- y salió muy digna a tomar el aire en cubierta. Su marido se dio la vuelta y, al poco rato, acompañaba al señor Albianchi en un coro de ronquidos.

El barón D'Estrael, apoyado sobre la barandilla de estribor, dio una larga calada a su pitillo antes de tirarlo al mar. A lo lejos, recortando un perfil incierto, brillaban las luces de Capri confundidas con las de las barcas de pesca o, tal vez, de los contrabandistas. Lentamente caminó dando la vuelta al buque, deteniéndose aquí y allá, al azar. Sin duda amanecerían fondeados cerca del pequeño puerto, pues a babor dos marineros se afanaban en reparar, a la luz de una linterna, los pernos en los que se engancharía la escala auxiliar. D'Estrael los estuvo observando casi hasta que terminaron su tarea, atraído extrañamente por aquel hueco en la barandilla que ahora se abría sobre un mar negro y brillante.

Ya no pensaba. Habían sido tantos años temiendo que ocurriera lo irremediable… ¿Pero cómo pudo haber bajado la guardia frente a esos provincianos, con lo fácil que hubiera sido quitárselos de encima al principio? Además, ¡qué injusto, qué injusto era que le hubiese tocado nacer en Blanquette, aquel pueblucho!, porque sin duda él estaba hecho para la high life. Aunque se llamara Bidet, no importaba: él era un caballero, era el barón D'Estrael y nada ni nadie iba a cambiarlo ahora. No, no lo permitiría, antes muerto.