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Dentro del recinto había montones de Druidas, no solamente el puñado que él había divisado en torno a sus fogatas. Muchos de ellos estaban durmiendo en el suelo y Cato supuso que aún habrían más en las chozas que bordeaban el interior del recinto. Otros tantos estaban despiertos y trabajaban en unas estructuras de madera que no eran muy distintas de los armazones de las catapultas de la legión. Estaba claro que los Druidas estaban creando su propio y rudimentario tipo de maquinaria de guerra. Registró el recinto con la mirada, pero podría ser que la esposa y el hijo del general estuvieran en alguna de las chozas. Decidió no dejarse vencer por la desesperación, y volvió a escudriñar las cabañas. Ya casi se había dado por vencido cuando vio la jaula. junto a una de las chozas más grandes, medio oculta entre las sombras que proyectaban las superpuestas techumbres de paja y juncos, había una pequeña jaula de mimbre con unos barrotes de madera atravesados en la entrada. Detrás de los barrotes, apenas visibles bajo la pálida luz de la luna, había dos rostros que observaban el trabajo de los Druidas. Los guardias estaban apostados a ambos lados con sus lanzas apoyadas en el suelo.

A Cato le dio un vuelco el corazón cuando vio a los desdichados prisioneros. No había forma de llegar hasta ellos, era imposible. En cuanto intentara encaramarse a la pared para saltar al otro lado lo verían. Y aun en el caso de que, por el más increíble de los milagros, no lo vieran, ¿cómo iba a sacarlos de la jaula él solo? El destino había creído oportuno permitir que su intento de rescate llegara hasta ese punto, nada más.

Cato se desmoralizó, consciente de que no había forma de poder llegar hasta los rehenes sin que lo mataran. Siempre había sabido que aquella sería una misión inútil, pero no por ello pudo soportar con mayor facilidad la confirmación de que así era. No había nada más que pudiera hacer. Tenía que marcharse de ahí enseguida.

Volvió a encaminarse hacia el agujero del desagüe con el mismo cuidado con el que se había acercado al recinto. Cuando Cato estuvo seguro de que nadie lo observaba, se inclinó a través de la abertura.

– Prasutago… -dijo en un susurro. En la cuesta se alzó una sombra que se acercó a él con sigilo. Cuando el guerrero Iceni se hubo colocado bajo el agujero, Cato se dejó caer, no pudo agarrarse y cayó hacia el barranco. Un fuerte puño se cerró sobre su tobillo, tiró de él y lo frenó a apenas treinta centímetros por encima de los excrementos y la orina que bajaban por los empinados taludes. Prasutago lo arrastró hasta la hierba y al cabo de un momento se dejó caer a su lado.

– Gracias -le dijo Cato, jadeando-. Ya me veía con la mierda hasta las orejas.

– ¿Los encontraste?

– Sí -replicó Cato con amargura-. Los encontré.

CAPÍTULO XXXIII

La segunda legión llegó al día siguiente, al mediodía. Desde el árbol que habían estado utilizando como torre de vigilancia, Cato vio una delgada línea de jinetes que se aproximaba a la Gran Fortaleza por el este. Aunque desde aquella distancia no había forma de estar seguro de su identidad, la dispersión era característica de los exploradores que se mandaban en avanzada por delante del ejército Romano. Cato sonrió encantado y dio unos golpes de júbilo contra el tronco del árbol. Después de tantos días espantosos merodeando por las tierras de los Durotriges y durmiendo al aire libre, siempre con el miedo a ser descubierto, la idea de que la segunda legión se encontrara tan cerca lo llenó de una cálida y reconfortante añoranza. Era casi como la perspectiva inminente de reunirse con los familiares cercanos y lo conmovió mucho más de lo que se había esperado. Tuvo que vencer un doloroso y emotivo nudo en la garganta antes de poder llamar a Prasutago. La copa del árbol se balanceó de manera alarmante cuando el guerrero Iceni trepó para unirse a él.

– Ten cuidado, hombre -gruñó Cato al tiempo que se agarraba más fuerte-. ¿Quieres que todo el mundo sepa que estamos aquí?

Prasutago se detuvo unas pocas ramas por debajo de Cato y señaló hacia el poblado fortificado. El enemigo también había visto a los exploradores de la legión y la última de las patrullas Durotriges se encaminaba a la puerta principal. Pronto todos los nativos se hallarían concentrados en su refugio, seguros de que iban a desafiar el intento de los Romanos de apoderarse de la Gran Fortaleza. Prasutago y Cato ya no corrían peligro; los habían liberado de la carga que suponía mantenerse ocultos y Cato se atemperó.

– Está bien. Pero-ten cuidado de no romper el tronco.

– ¿Eh? -Prasutago miró hacia arriba con un atónito ceño fruncido.

Cato señaló la fina anchura del tronco.

– Ten cuidado. Prasutago, en broma, sacudió el tronco para ponerlo a prueba, con lo que estuvo a punto de hacer caer a Cato, y luego asintió con la cabeza.

Cato apretó los dientes con irritación. Miró hacia el este, más allá de los exploradores, forzando la vista para ver si divisaba los primeros indicios de la llegada del cuerpo principal de la segunda legión.

Pasó casi una hora antes de que la vanguardia apareciera por entre la lejana neblina de las ondulantes colinas y bosques. Un débil destello ondeante señaló la presencia de las primeras cohortes cuando el sol cayó sobre los bruñidos cascos y armas. Lentamente, la cabecera de la distante legión se concretó en una larga columna, como una serpiente de múltiples escamas que se deslizara lánguidamente por el paisaje. Los oficiales de Estado Mayor a caballo subían y bajaban a medio galope a lo largo de los dos lados de la columna, para cerciorarse de que nada retrasara el disciplinado y regular ritmo del avance. En cada uno de los flancos, a cierta distancia de la legión, más exploradores prevenían cualquier ataque sorpresa por parte del enemigo. Más atrás avanzaba lenta y pesadamente la oscura concentración de los trenes de bagaje y maquinaria de guerra y, tras ellos, finalmente, la cohorte de retaguardia. Cato se sorprendió ante la gran cantidad de máquinas de asedio. Eran muchas más que la dotación que habitualmente acompañaba a una legión. De alguna forma el legado se las debía de haber arreglado para conseguir refuerzos. Eso estaba bien, pensó Cato, al tiempo que dirigía la mirada hacia el poblado fortificado. Iban a hacer muchísima falta.

– Es hora de que hablemos con Vespasiano -dijo Cato entre dientes, y acto seguido le dio unos golpecitos en la cabeza a Prasutago con la bota-. ¡Abajo, chico!

Bajaron a toda prisa de la cima de la colina para ir en busca de Boadicea y Cato le contó las noticias. Luego, salieron con cautela del bosque y se dirigieron al este, hacia la legión que se aproximaba. Pasaron junto a un puñado de pequeñas casuchas en las que, en épocas más pacíficas, los granjeros y campesinos se ganaban la vida a duras penas trabajando la tierra y criando ovejas y cerdos, tal vez incluso reses. Entonces estaban vacías, todos los granjeros, sus familias y sus animales se habían refugiado en el interior de la Gran Fortaleza para protegerse de los horrendos invasores que marchaban bajo las alas de sus águilas doradas.

Cato y sus compañeros pasaron por el lugar donde habían asaltado el carro de los Druidas pocos días antes y vieron que aún había sangre, seca y oscura, incrustada en las rodadas de la carreta. Una vez más Cato pensó en Macro y se inquietó ante la posibilidad que tendría de descubrir la suerte que había corrido el centurión cuando se reencontrara con la legión. Parecía imposible que Macro pudiera morir. El entramado de cicatrices que el centurión tenía en la piel y su ilimitada confianza en su propia indestructibilidad daban testimonio de una vida que, aunque llena de peligros, gozaba de una peculiar buena fortuna. No era difícil imaginarse a un Macro anciano y encorvado, en alguna colonia de veteranos dentro de muchos años, contando sin parar las historias de sus días en el ejército, aunque no demasiado viejo para emborracharse y disfrutar de una pelea de carcamales. Era casi imposible imaginárselo frío y sin vida. Sin embargo, la herida que tenía en la cabeza, con toda su terrible gravedad, hacía presagiar lo peor. Cato lo iba a averiguar muy pronto, y eso lo aterraba.