– ¡Oh, vaya! -Macro se enjugó los ojos y le sonrió a Prasutago-. No pudiste resistirte a un condenado reto, ¿verdad? Te echaron por un polvo… ¡qué imbécil! ¿Sabes? Creo que tal vez nos llevemos bien después de todo.
– Esta entrada -Cato se inclinó para acercarse a Boadicea-, ¿alguien más la conoce?
– Prasutago cree que no. Se trata de una línea de bajíos a través del agua. Acaba en unos matorrales en la orilla de la isla más cercana a la arboleda. Prasutago dice que la marcó con una fila de estacas que taló y colocó muy separadas.
– ¿Podría encontrarla otra vez? ¿Después de todos estos años?
– Cree que sí.
– Yo no estoy tan seguro -dijo Macro.
– Tal vez no -replicó Cato. Pero es la única oportunidad que nos queda, señor. O la aprovechamos o volvemos a casa con las manos vacías. En cualquier caso nos enfrentaremos a las consecuencias.
Macro se quedó mirando a Cato un momento antes de contestarle.
– ¡Qué alentadoras suenan tus palabras!
CAPÍTULO XXVI
– Tus amigos Druidas han encontrado un buen lugar para esconderse del mundo -masculló Macro al tiempo que escudriñaba el anochecer con los ojos entrecerrados. A su lado, Prasutago dio un gruñido como para entablar conversación y miró de reojo a Boadicea, la cual susurró una rápida traducción de las palabras del centurión.
– Sa!-asintió enérgicamente Prasutago-. Sitio seguro para Druidas. Mal sitio para Romanos.
– Puede ser. Pero vamos a entrar ahí de todos modos. ¿Tú qué opinas, muchacho?
Los oscuros ojos de Cato observaron con detenimiento el escenario a través del enmarañado follaje. Se encontraban en lo alto de una pequeña loma, mirando hacia una gran isla situada al otro lado de una ancha extensión de agua salobre. Parte de la isla parecía natural, el resto era artificial y se sostenía gracias a unos sólidos conjuntos de troncos y unos resistentes pilares clavados profundamente en el blando lecho del lago. Una densa espesura de sauces mezclados con fresnos se alzaba a corta distancia de la costa de la isla. Bajo su ramaje se distinguía una alta empalizada. Sus miradas no podían penetrar más allá. A su derecha, a lo lejos, un paso elevado largo y estrecho se alzaba sobre el lago y se extendía hacia una sólida puerta, provista de una torre, que conducía a la arboleda más sagrada y secreta de los Druidas.
– Es un buen emplazamiento, señor. El paso elevado es lo bastante largo como para mantenerlos fuera del alcance de las flechas y hondas y lo bastante estrecho para restringir cualquier ataque a un frente de dos o tres hombres. Incluso contra un ejército, con los hombres adecuados los Druidas podrían resistir varios días, tal vez un mes.
– Buena valoración -asintió Macro moviendo la cabeza en señal de aprobación-. Has aprendido mucho durante el último año. ¿Qué recomendarías dada la ausencia de un ejército atacante?
– Entrar por el acceso principal es totalmente imposible bajo cualquier circunstancia ahora que ya han sido alertados de la presencia de Prasutago. Parece ser que no tenemos elección. Tenemos que tratar de entrar por el sitio que él conoce.
Macro miró las sombrías aguas que se extendían entre ellos y la isla de los Druidas. En el terreno más cercano no había orilla, sólo una maraña de juncos y árboles bajos que surgían de un oscuro fango de turba. Si los descubrían mientras transitaban por ahí no tendrían ninguna posibilidad de escapar. Se asombró ante lo seguro que estaba el guerrero Iceni de poder volver a encontrar el camino en la oscuridad. No obstante, Prasutago había jurado por todos sus dioses más sagrados que los llevaría sanos y salvos hasta la isla. Pero tenían que confiar en él y seguir sus pasos con sumo cuidado.
– Nos iremos cuando haya oscurecido bastante -decidió Macro-. Nosotros tres. La mujer se queda.
– ¿Qué? -Boadicea se volvió hacia él con enojo. -¡Chitón! -Macro hizo un gesto con la cabeza hacia la isla--. Si encontramos a la familia del general pero no conseguimos volver, alguien tiene que llegar hasta la legión y hacérselo saber.
– ¿Y cómo exactamente me lo harás saber a mí? Macro sonrió.
– No asciendes a centurión si no se te puede oír a distancia.
– En esto tiene toda la razón -dijo Cato entre dientes.
– Pero, ¿por qué yo? ¿Por qué no dejar aquí a Cato? Me necesitáis como intérprete.
– No hará falta hablar mucho. Además, Prasutago y yo estamos llegando a un entendimiento, si se le puede llamar así. Ahora ya sabe unas cuantas palabras. Unas cuantas palabras de un verdadero idioma, eso es. ¿No tengo razón?
Prasutago movió su greñuda cabeza en señal de asentimiento.
– Así pues, mantén aguzado el oído. Si grito tu nombre, yo o cualquiera de nosotros, ésa es la señal. Los hemos encontrado. No esperes ni un momento. Regresa donde están los caballos, monta en uno y galopa como el viento. Informa de todo a Vespasiano.
– ¿Y qué pasa con vosotros? -preguntó Boadicea. -Si nos oyes gritar a alguno, lo más probable es que ésas sean nuestras últimas palabras. -Macro alzó una mano y la asió suavemente por el hombro-. ¿Te ha quedado todo claro?
– Sí.
– Bien, entonces éste es un lugar tan bueno como cualquier otro para esperar. Quédate aquí. En cuanto haya oscurecido lo suficiente nos despojaremos de las túnicas y las espadas y seguiremos a Prasutago hasta la isla.
– Y para variar -dijo Macro en voz baja-, estamos metidos hasta las pelotas en agua helada.
El olor a descomposición que emanaba de las perturbadas aguas que los rodeaban era tan acre que Cato creyó que vomitaría. Aquello era peor que cualquier otra cosa que había olido antes. Peor incluso que la curtiduría situada al otro lado de las murallas de Roma y que una vez visitó con su padre. Los fuertes curtidores, indiferentes al hedor desde hacía tiempo, se habían reído a más no poder al ver a aquel niñito vestido con los estupendos ropajes imperiales vomitando hasta el hígado en una cuba llena de vísceras de oveja.
Allí en aquel manglar, la acritud de la vegetación podrida se combinaba con el olor a excrementos humanos y el hedor dulzón de carne en descomposición. Cato se tapó la nariz con la mano y se tragó la bilis que le subía a la garganta. Al menos la oscuridad ocultaba los desechos que flotaban en torno a sus rodillas. Por delante de él, más allá de la ancha y oscura mole de Macro, sólo podía-ver la alta figura de Prasutago que abría la marcha a través de los juncos. Los tallos crujían cada vez que el Britano avanzaba lentamente de una estaca a otra. La mayoría de ellas aún estaban en su sitio y Prasutago sólo se había perdido en una ocasión, en la que había caído en aguas más profundas con un chapoteo y un grito agudo. Los tres se habían quedado paralizados al tiempo que aguzaban el oído por si percibían cualquier indicación de alarma proveniente de la oscura masa de la isla de los Druidas por encima del agua fangosa. Cuando el agua revuelta se apaciguó de nuevo, Prasutago volvió con mucho cuidado a un terreno más firme y sonrió débilmente al centurión.
– Mucho tiempo antes yo aquí -susurró.
– Está bien -repuso Macro en voz queda-. Ahora mantén la boca cerrada y concéntrate en la tarea.
– ¿Eh?
– Que sigas adelante, joder.
– Oh. Sa! Al final salieron de entre los juncos y Prasutago se detuvo. La isla aún parecía encontrarse a cierta distancia pero Cato se fijó en que los carrizos se acercaban más a ella en aquel punto y entendió el motivo de que Prasutago hubiera elegido aquella ruta para sus citas nocturnas. En el agua que quedaba al descubierto ya no había más estacas para guiarlos. Prasutago iba cambiando de posición y miraba la isla con mucha atención.
Siguiendo su mirada, Cato pudo ver dos troncos de pino muertos que se destacaban del resto de los árboles de la isla. Estaban tan juntos que desde ciertos ángulos daban la impresión de ser un solo tronco, y Cato se dio cuenta de que era mediante su alineación que Prasutago se guiaba a través de las despejadas aguas hacia la isla. El Iceni se desvió a la izquierda arrastrando los pies y les hizo una señal a los otros dos para que le siguieran.