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Hubo una pausa antes de que Macro reuniera el coraje para hablar.

– No, sí que tenías otra alternativa. Podías haberme escogido a mí.

Boadicea se volvió y lo miró con detenimiento. -Lo dices en serio, ¿verdad? -Mucho. -A Macro se le levantó el ánimo cuando vio sonreír a Boadicea. Luego ella bajó la mirada y sacudió la cabeza.

– No. Es imposible.

– ¿Por qué?

– Para mí eso no sería vida. Sería una marginada en mi tribu. ¿Y si tú te cansabas de mí al cabo de un tiempo? No me quedaría nada. Sé lo que les ocurre a esas mujeres, unas brujas patéticas que siguen al ejército y se alimentan de las sobras de la legión hasta que la enfermedad o algún borracho violento acaban con ellas. ¿Es eso lo que deseas para mí?

– ¡Por supuesto que no! No sería así. Yo me encargaría de que no te faltara nada.

– ¿De que no me faltara nada? No suena muy tentador. Estaría desarraigada y a tu merced, en tu mundo. No podría soportarlo. A pesar de lo que he aprendido sobre la vida que hay más allá de las tierras de los Iceni, yo sigo siendo Iceni hasta la médula. Y tú eres Romano. Tal vez domine bastante bien vuestro idioma, pero no quiero que Roma penetre en mi ser más allá de este punto… ¡y ahora no me vengas con alguna de esas indecentes insinuaciones tuyas!

Ambos sonrieron un momento y luego Macro le puso su áspera mano de soldado en la mejilla, maravillándose de su tersura. Boadicea se quedó quieta. Entonces, con mucha ternura, ella le rozó la palma con los labios en un dulce beso que hizo que Macro sintiera un cosquilleo por todo el brazo. Él se inclinó lentamente hacia delante.

Fuera de la choza se oyó un fuerte ruido sordo. La cortina de cuero que colgaba en la entrada se echó a un lado. Macro y Boadicea se apartaron de golpe. El centurión agarró unas astillas y empezó a romperlas en pedazos y a dárselas a Boadicea, que volvió a la tarea de preparar el fuego. Una negra figura tapó la luz que entraba por la puerta. Macro y Boadicea miraron aquella forma perfilada con los ojos entrecerrados.

– ¿Prasutago? -Sa! -Entró en la cabaña arrastrando tras de sí el cuerpo destripado de un pequeño ciervo. La luz cayó sobre el rostro del guerrero Iceni, y reveló en sus ojos una mirada divertida apenas perceptible.

CAPÍTULO XXIII

Durante los cinco días siguientes se adentraron más aún en territorio Durotrige , cabalgando con cautela por los senderos durante la noche y buscando algún lugar en el que ocultarse y descansar de día. Prasutago parecía incansable, nunca dormía más que unas pocas horas. Planeaba cada etapa de su viaje de manera que los llevara cerca de un pueblo. Descansaba hasta el mediodía y luego entraba sigilosamente en cada una de esas aldeas en busca de alguna señal de rehenes Romanos. Regresaba al atardecer con carne para los demás, que cocinaban en una pequeña hoguera alrededor de la cual se acurrucaban para que las llamas les proporcionaran todo el calor posible en la glacial atmósfera nocturna. En cuanto acababan de comer apagaban el fuego y seguían a Prasutago mientras él avanzaba con mucha cautela por los hollados senderos. Tenían cuidado de evitar todas las granjas y pequeños poblados y hacían frecuentes paradas durante las cuales el guerrero Iceni se cercioraba de que el camino que tenían delante estuviera despejado antes de proseguir. Antes de amanecer los apartaba de los caminos y los conducía hacia el bosque más próximo, y no dejaba que se detuvieran hasta que descubría una hondonada en el fondo de la espesura en la que el grupo pudiera descansar durante el día sin ser visto.

Se cubrían con las capas y las mantas de sus monturas y dormían lo mejor que podían en condiciones tan incómodas.

Se montaba guardia durante todo el día y los cuatro hacían su turno, permaneciendo entre las sombras del bosque sin hacer ruido, a poca distancia del campamento.

Cato, más joven y delgado que los demás, sufría más el frío y dormía de manera irregular, despertándose cada dos por tres. El segundo día la temperatura había descendido muchísimo y el frío penetrante de la tierra helada le entumeció tanto las articulaciones de la cadera que al despertar apenas podía mover las piernas.

En el quinto día una neblina se cernió sobre ellos. Prasutago los dejó solos como de costumbre para ir a explorar el próximo pueblo. Mientras esperaban ávidamente a que reapareciera con la ración de carne diaria, Boadicea y los dos Romanos prepararon una pequeña fogata. Por el bosque soplaba una pequeña brisa y tuvieron que construir un parapeto de turba alrededor de la hoguera para protegerla del viento. Cato recogió unas cuantas ramas caídas de debajo de los árboles más cercanos, parándose de vez en cuando para frotarse las caderas y aliviar el agarrotamiento de sus articulaciones. Cuando hubo reunido bastante combustible para mantener el fuego durante las pocas horas necesarias, se dejó caer entre Boadicea y su centurión, que se hallaban sentados uno frente a otro a ambos lados de la hoguera. Al principio nadie dijo nada. El viento se iba intensificando paulatinamente y se arrebujaron aún más en sus capas para protegerse de aquel frío cortante. A pocos pasos de distancia los caballos y ponis permanecían en un hosco silencio y sus lacias crines se alzaban y se agitaban con cada ráfaga. Faltaban entonces tan sólo quince días para que se cumpliera el plazo dado por los Druidas. Cato dudaba que encontraran a tiempo a la familia del general. No tenía sentido que estuvieran allí. No había nada que ellos pudieran hacer para evitar que los Druidas asesinaran a sus rehenes. Nada. Las cinco tensas noches abriéndose paso por territorio enemigo manifestaban sus efectos y Cato no creía que pudiera aguantar mucho más. Sucio y muerto de frío, con la mente y el cuerpo exhaustos, no se encontraba en condiciones de seguir buscando a los rehenes, y mucho menos de rescatarlos. Era una misión estúpida, y las hostiles miradas que Macro le lanzaba cada vez con más frecuencia convencieron a Cato de que nunca le iba a perdonar su estupidez… suponiendo que consiguieran regresar a la segunda legión.

Por encima de las entrelazadas ramas que se agitaban, el cielo se iba oscureciendo y aún no había señales de Prasutago. Al final Boadicea se puso en pie y estiró los brazos por detrás de la espalda con un profundo gruñido.

– Seguiré un poco el camino -dijo-. A ver si lo veo.

– No -replicó Macro con firmeza-. Siéntate y no te muevas. No podemos arriesgarnos.

– ¿Arriesgarnos? ¿Quién en su sano juicio saldría en un día así?

– ¿Aparte de nosotros? -se rió Macro entre dientes-. No quiero ni pensarlo.

– Bueno, de todos modos voy a ir.

– No, no vas a hacerlo. Siéntate.

Boadicea se quedó de pie y habló en voz baja.

– De verdad que pensaba que eras mejor persona, Macro. Cato se revolvió, hundiéndose más en su capa, y se quedó mirando fijamente la hoguera aún sin encender, deseando poder desaparecer.

– Sólo estoy siendo prudente -explicó Macro-. Espero que tu hombre vuelva pronto. No tienes que preocuparte por él. Así que siéntate y no te muevas.

– Lo siento, tengo que cagar. No puedo esperar más. De modo que si no dejas que vaya a un lugar más discreto tendré que hacerlo aquí.

Macro se puso rojo de vergüenza e ira, consciente de que sería una estupidez acusarla de mentir. Apretó los puños con frustración.

– ¡Entonces ve! Pero no te alejes demasiado y vuelve enseguida.

– Tardaré lo que haga falta -replicó ella con brusquedad y, pisando fuerte, se adentró en las sombras del bosque.

– ¡Condenadas mujeres! -masculló Macro-. No son más que un maldito incordio, todas ellas. ¿Quieres un consejo, muchacho? No tengas nada que ver con ellas. No causan más que problemas.

– Sí, señor. ¿Quiere que encienda el fuego? -¿Qué? Sí, es una buena idea. Mientras Cato golpeaba el pedernal en su yesquero, Macro continuó esperando el regreso de Boadicea y Prasutago. Una pequeña llama anaranjada prendió en los trozos de helecho del recipiente y Cato la trasladó con cuidado a la hoguera, procurando protegerla del viento con su cuerpo. Las astillas prendieron enseguida y poco después Cato pudo calentarse las manos frente a una crepitante hoguera mientras el fuego seguía atacando los trozos de madera más grandes con los que había alimentado las llamas. Un débil brillo azafranado tembló en los árboles circundantes al tiempo que empezaba a caer la noche.