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– ¡Me cago en la mar! -susurró Macro cuando la mujer se volvió un poco y le vieron la cara-. ¡Boadicea!

Ella oyó su nombre y los miró, poniendo unos ojos como platos a causa de la sorpresa. Su compañero también volvió la vista en la misma dirección.

– ¡Oh, no! -Cato retrocedió ante la fulminante mirada de aquel gigante-. ¡Prasutago!

CAPÍTULO XX

Cato se despertó con un persistente dolor de cabeza que le martilleaba la frente. Fuera era de noche y sólo una rendija apenas visible indicaba el lugar donde la portezuela de lona de la tienda se había bajado pero no atado. Sin saber la hora que era, cerró los ojos y trató de volver a dormirse. Fue inútil; pensamientos e imágenes se deslizaron de nuevo por los límites de su conciencia, negándose a no ser tomados en cuenta. Todavía no se había recuperado de las noches en blanco de marcha y combate y ya estaba a punto de embarcarse en aquella nueva y peligrosa empresa cuando debería estar descansando. A pesar de sus preocupaciones tras la larga reunión de la noche anterior, se había quedado dormido enseguida cuando se acurrucó bajo la manta. Los demás soldados de su sección ya estaban fuera de combate, con Fígulo que rezongaba para sí mismo en sueños como siempre.

Cuando los soldados de la sexta centuria se levantaran al amanecer, su centurión y su optio habrían abandonado el campamento. Ése sería el menor de los cambios en su mundo inmediato. Aquélla iba a ser la última mañana en la que se levantarían siendo compañeros de la misma unidad. La sexta centuria iba a desintegrarse y los hombres que aún la formaban serían repartidos por otras centurias de la cohorte para cubrir sus bajas.

A Macro le dio mucha pena cuando Vespasiano le informó de ello. La sexta centuria había sido suya desde que lo habían ascendido a centurión y Macro había desarrollado el acostumbrado orgullo intenso y la actitud protectora típicos del primer mando de un oficial. Desde que desembarcaron en Britania, él y sus hombres habían luchado juntos en numerosas batallas sangrientas y enconadas escaramuzas. Muchos habían muerto, otros habían quedado tullidos y los habían mandado de vuelta a Roma para que les concedieran la baja prematura. Los huecos en las filas se habían llenado con un torrente de nuevos reclutas. Pocas caras quedaban de los ochenta hombres originales que tuvo frente a él por primera vez hacía año y medio en la plaza de armas. Pero mientras que los soldados iban y venían, la centuria, su centuria, había perdurado, y Macro había llegado a considerarla como una prolongación de sí mismo que respondía a su voluntad y estaba orgulloso de su reñida eficiencia en combate. Perder la sexta centuria era para él como perder un hijo y Macro estaba enojado y afligido.

Pero ¿qué otra cosa se podía hacer?, había razonado con él el legado. La centuria no podía quedarse sin nadie al mando mientras esperaba el regreso de su comandante y las demás centurias necesitaban unos reemplazos experimentados. El general Plautio ya había recurrido a todos los refuerzos destinados a las legiones en Britania y no cabía esperar más en varios meses. Cuando terminara la misión y volviera a la legión, a Macro le ofrecerían el primer mando que quedara vacante.

Cato había mirado a Macro y el centurión se había encogido de hombros con pesar. El ejército no hacía distinción de equipos bien forjados y no había nada que hacer si el legado había tomado una decisión.

– ¿Y qué pasa con mi optio, señor? -había preguntado Macro-. Si es que conseguimos regresar.

Vespasiano había mirado al joven alto y delgado un momento y luego había asentido con la cabeza.

– Cuidaremos de él. Tal vez un puesto temporal en mi Estado Mayor mientras esperamos una vacante en la lista de optios.

Cato había intentado que no se notara su decepción; ser destinado a una centuria distinta de la de Macro no era una perspectiva tentadora. Había tardado meses en ganarse el renuente respeto de su centurión y en convencerlo de que era digno del rango de optio. Cuando se había alistado en la legión Cato, un antiguo esclavo imperial, había sido víctima de un amargo resentimiento y de muchos celos a causa de su inmediato ascenso, del cual tenía que dar las gracias al mismísimo emperador. El padre de Cato había sido un distinguido miembro del servicio imperial y, al morir, el emperador Claudio le había concedido la libertad al chico y lo había mandado a que se uniera a las águilas, con un amable empujón hacia el primer peldaño de la escala de ascensos. Había sido un gesto hecho con la mejor intención, pero una persona tan noble como el emperador no podía imaginarse la amargura con la que las personas de los estratos más bajos de la sociedad reaccionaban ante el nepotismo descarado.

Cato se resistía a recordar sus primeras experiencias de la vida en la segunda legión: la dura disciplina de los instructores que recaía mucho más sobre él que sobre cualquier otro recluta, la intimidación por parte de un cruel ex convicto llamado Pulcher y, tal vez lo peor de todo, la manifiesta desaprobación de su centurión. Eso le había dolido más que nada y lo había impelido a demostrar su valía siempre que le fue posible. Ahora, aquella lucha por el reconocimiento de sus aptitudes volvería a empezar de nuevo. Además, tenía cierta estima personal por Macro, junto al cual había combatido en las batallas más terribles de la campaña hasta el momento. No le iba a ser fácil adaptarse al estilo de otro centurión.

Vespasiano se había fijado en la expresión del optio y trató de ofrecerle unas palabras de consuelo.

– No importa. No puedes seguir siendo optio para siempre. Algún día, quizás antes de lo que crees, tendrás tu propia centuria.

Vespasiano no dudaba que estaba apelando a las ambiciones más íntimas del muchacho. Todos los jóvenes que había conocido soñaban con el honor y el ascenso, aun a sabiendas de lo muy poco probables que éstos pudieran ser. Pero aquél podría lograrlo. Había demostrado su coraje y su inteligencia y, con una pequeña ayuda por parte de alguien lo bastante bien situado como para poder influir, seguro que serviría bien al Imperio. Dado que había pocas posibilidades de que ni él ni Macro volvieran nunca a la segunda legión, aquellas palabras amables de Vespasiano eran claramente vanas. Eran típicas del manido ánimo que todos los comandantes dirigían a aquellos que se enfrentaban a una muerte segura y Cato había sentido desprecio por sí mismo por haberse dejado engañar por un momento por la astucia del legado. La amargura del joven no le había abandonado en toda la noche.

– ¡Idiota! -masculló para sus adentros dándose la vuelta en su saco de dormir relleno de helechos. Se envolvió bien con la gruesa manta del ejército y se tapó también la cabeza para resguardarse del frío. Una vez más trató de dormirse y apartar así de su mente cualquier pensamiento, y una vez más las sutiles artimañas del insomnio volvieron a empujarlo a pensar en el encuentro de la noche anterior.

La sorpresa al ver a Boadicea y a su peligroso primo se vio reflejada en los rostros del general Plautio y de Vespasiano cuando se dieron cuenta de que los recién llegados no eran unos desconocidos para el centurión y su optio.

– Veo que ya os conocéis -sonrió Plautio-. Esto tendría que facilitar las cosas en todos los sentidos.

– Yo no estoy tan seguro de ello, señor -replicó Macro al tiempo que miraba recelosamente al guerrero Britano, mucho más alto que él-. La última vez que nos vimos, Prasutago aquí presente no parecía sentir mucho afecto por los Romanos.

– ¿En serio? -Plautio miró fijamente a Macro-. ¿No mucho afecto por los Romanos, o no mucho por ti?

– ¿Señor?

– Deberías saber, centurión, que este hombre se ha ofrecido voluntario para ayudar en todo lo que pueda. En cuanto hice saber a los ancianos Iceni que mi familia estaba prisionera, este hombre se presentó voluntario para hacer todo lo que estuviera en sus manos para ayudarme a recuperarlos.