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En sus ojos se aposentó una expresión de astucia y cambió de táctica.

– Espera un momento, por favor. No corras tanto. ¿Por qué no lo discutimos?

– Eso, ¿por qué no lo discutimos? A ver, ¿qué tienes que decir?

Casi veía corretear de aquí para allá sus células cerebrales en busca de algún pensamiento. No era tonto y no dejó de sorprenderme la táctica que adoptó.

– ¿Estás investigando la muerte de tía Marty? ¿Es por eso por lo que estás aquí?

Tía Marty. Una finta eficaz, me dije. Esbocé una sonrisa.

– No exactamente, pero más o menos.

Se giró para mirar hacia la calle y a continuación bajó la cabeza para contemplarse la punta de la bota serpentina.

– Es que sé algo… bueno, digamos que tengo cierta información al respecto.

– ¿Qué información?

– Es algo que no dije a la pasma. O sea que podríamos hacer un trato.

Alzó la vista hasta mí, con las manos en los bolsillos de la cazadora. Tenía cara de inocente, la piel clara, y la expresión de sus ojos era tan pura que le habría confiado a mi primogénito si lo hubiera tenido. Esbozó una sonrisita simpática y me pregunté cuánto dinero ganaría vendiendo drogas a sus amigos estudiantes. También me pregunté si no acabaría con un balazo en la cabeza por estafar a alguien situado en un plano superior en el esquema general de las cosas. Me interesaba lo que pudiera decirme y él lo sabía. Tenía que reconciliarme aprisa con mi propia corrupción, lo cual no era tan difícil. En situaciones como la presente acabo por admitir que llevo demasiado tiempo al pie del cañón.

– ¿Qué clase de trato?

– Dame tiempo para limpiarlo todo antes de que lo digas. De cualquier modo, yo ya pensaba retirarme: la estupa nos ha metido unos madalenos en el colegio y tenía intención de tomarme unas vacaciones hasta que pasaran los controles.

No se habla aquí de corregirse y enmendarse a perpetuidad, queridos míos, sino de soluciones prácticas. Pero el chico por lo menos no trataba de darme gato por liebre… hasta cierto punto. Nos miramos y algo sufrió una modificación. Yo sabía que le podía echar un rapapolvo, que le podía pisotear y amenazar. Podía hacerme la pureta, la moralista y la criticona. Él sabía cómo estaban las cosas, lo mismo que yo, y lo que teníamos que ofrecernos podía sernos útil a ambos.

– De acuerdo -dije-, tú ganas.

– Bien, entonces vamos a hablar a otro sitio -dijo-. Me he quedado tieso.

Me fastidió advertir que el chico había empezado a gustarme un poco.

Capítulo 15

Fuimos a The Clockworks, en State Street; él con la moto y yo detrás con el coche. Se trata de un tugurio para adolescentes y parece sacado de un vídeo de rock; consiste en un pasillo largo y angosto, pintado de gris marengo, techo alto e iluminación dé tubos de neón de color rosa y morado. En conjunto quiere reproducir el interior de un reloj abstracto y futurista. Del techo penden móviles negros que parecen gigantescas ruedas dentadas y que se mueven lentamente a instancias del humo que llena el local. Junto a la puerta hay cuatro mesas de tamaño reducido y, a la izquierda, una serie de reservados para estar de pie, con una especie de mostrador hasta el pecho, donde las parejas pueden magrearse mientras se toman un refresco. En la carta pegada a la pared hay una lista de tapas, por ejemplo ensalada y tostadas con ajo, para que los chicos piquen durante horas seguidas a cambio de los 65 centavos que vale el derecho a sentarse a una mesa. También se puede pedir cerveza de dos clases y un vino blanco de la casa, si se tiene edad suficiente y pruebas tangibles de ello.

Era casi medianoche y sólo había dos personas en el local, pero el propietario conocía a Mike al parecer y me dirigió una mirada evaluadora. Me esforcé por no parecer un ligue de Mike. No me importaba liarme con un joven de tarde en tarde, pero un diecisieteañero se me antojaba casi un pecado. Desconocía además las normas que imperan cuando se negocia con los trapicheadores de colegio. Por ejemplo, ¿quién tenía que pagar las bebidas? No quería que se resintiera la imagen que tenía de sí mismo.

– ¿Qué quieres tomar? -preguntó mientras se dirigía a la barra.

– Vino blanco, chablis -dije.

Le dejé pagar, puesto que ya había sacado la cartera. Sin duda se sacaría treinta billetes al año vendiendo mierda y pastillas. El propietario volvió a mirarme y le enseñé de lejos el carnet de identidad, con indiferencia, dándole a entender que podía comprobarlo si quería, pero que iba a ser un esfuerzo inútil.

Mike volvió con el vino, que le habían servido en un vaso de plástico, y con una bebida no alcohólica para él. Tomó asiento y paseó la mirada por el local, en busca de drogas camufladas. Parecía raramente maduro y me costaba afrontar el hecho de que pareciera un boy scout y se comportara como un sicario de la Mafia. Se volvió a mí en aquel punto con los codos apoyados en la mesa. Había cogido un sobrecito de azúcar del servicio de la mesa y comenzó a darle vueltas mientras dirigía casi todas sus palabras al pasatiempo impreso en el dorso.

– Bien. Te contaré lo que pasó -dijo-. Y conste que es la verdad. En primer lugar, sólo he utilizado la casa de mis tíos como almacén después de que mataran a tía Marty y tío Leonard se mudara. Cuando la pasma terminó lo que tenía que hacer allí, pensé que el cobertizo me venía muy al pelo y trasladé parte del material. Bueno, la cuestión es que pasé por la casa la noche que mataron a mi tía…

– ¿Sabía ella que ibas a pasar?

– No, no, a eso voy. Bueno, yo sabía que cenaban fuera los martes por la noche y pensé que no estarían. Cuando estaba a dos velas y necesitaba algo de pasta, me dejaba caer por allí y cogía un poco de chatarra. Siempre tenían algo suelto, no mucho, pero suficiente. Otras veces cogía un objeto cualquiera y lo colocaba donde podía; nada que pudieran echar en falta y, como nadie había dicho ni palabra hasta el momento, pensaba que aún no se habían dado cuenta. Bueno, pues aquella noche fui para allá pensando que la casa estaría vacía, pero al llegar vi que la puerta estaba abierta.

– ¿Abierta de dar en par?

Negó con la cabeza.

– Giré el tirador y comprobé que no habían echado la llave. Nada más asomar la cabeza, me di cuenta de que pasaba algo raro.

Esperé mientras lo miraba con inquietud.

Carraspeó y volvió la cabeza para observar la entrada. Bajó la voz.

– Yo creo que el tipo estaba aún allí. La luz del sótano estaba encendida y oí que alguien daba golpes, y además estaba la alfombra del vestíbulo, una especie de alfombra que al parecer habían puesto encima de algo, no sé qué. Entonces vi que sobresalía una mano manchada de sangre. Me largué pitando, tía.

– ¿Estás totalmente seguro de que ya estaba muerta?

Asintió y quedó con la cabeza gacha. Se pasó la mano por la cresta rosada y me miró de soslayo.

– Habría debido llamar a la pasma, lo sé, pero la cosa me acojonó en serio. Son una mierda estos asuntos. ¿Qué podía hacer? No podía decir nada a la pasma y tampoco quería que se fijaran en mí, así que mantuve la boca cerrada. No creí que mi información fuera útil. Ni siquiera vi a quien lo había hecho.

– ¿No recuerdas nada más? Algún coche aparcado ante la casa…

– No sé. No estuve mucho tiempo. Nada más ver aquello, salí flechado. Percibí un olor como de gasolina o algo parecido y… -Titubeó un segundo-. Espera un momento, sí, en el vestíbulo había una bolsa grande de papel marrón, de ésas de supermercado. No sé qué haría allí. Bueno, el caso es que como no sabía qué coño pasaba, me largué inmediatamente y me vine aquí para que me vieran.

Tomé un sorbo de vino y repasé lo que me había contado. El chablis sabía a zumo de pomelo fermentado.

– Háblame de la bolsa del supermercado. ¿Estaba vacía, llena, medio arrugada?