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– No me refería a eso -dijo Frank-. ¿Ves lo que hay en la pared?

– Un momento -le contestó Jeffrey.

Se concentró cuanto pudo hasta que comprendió que algo lo estaba mirando a él.

El ojo de Ellen Schaffer estaba incrustado en la pared.

– Cristo -exclamó Jeffrey, apartando la mirada.

Regresó a la ventana, e intentó abrirla del todo para que saliera el olor. Estar dentro de aquella habitación era como quedarse atrapado dentro de un retrete el último día de la feria estatal.

Jeffrey volvió a mirar a la muchacha, procurando analizar las cosas con frialdad. Debería haber hablado con ella antes. A lo mejor si hubiera ido a primera hora de la mañana, aún estaría viva. Se preguntó qué más se le había pasado por alto. La discrepancia en el calibre de la escopeta era sospechosa, pero cualquiera podía cometer un error, sobre todo si esa persona no iba a estar ahí para limpiar la porquería. Pero también, como en el caso de Andy, aquello podía ser un montaje. ¿Alguien más tenía una diana pintada en la frente?

– ¿Cuándo la encontraron? -preguntó Jeffrey.

– Hace una media hora -le dijo Frank, secándose la frente con un pañuelo-. No tocaron nada. Cerraron la puerta y nos llamaron.

– Cristo -repitió Jeffrey, sacando su pañuelo. Volvió a mirar en dirección al escritorio. -Ahí está Matt -dijo Frank.

Jeffrey vio a Matt entrar en el patio de atrás, las manos en los bolsillos, mirando al suelo, buscando algo que le llamara la atención. Se detuvo y se arrodilló para ver mejor.

– ¿Qué? -le gritó Jeffrey, en el momento en que el teléfono de Frank comenzaba a sonar.

Matt levantó la voz para hacerse oír.

– Parece una flecha.

– ¿Una qué? -gritó Jeffrey, que no estaba para tonterías.

– Una flecha -dijo Matt-. Como si alguien la hubiera dibujado en el suelo.

– Jefe -dijo Frank, acercándose el teléfono al pecho.

Jeffrey gritó a Matt:

– ¿Estás seguro?

– Venga a verlo usted mismo -respondió-. Desde luego parece una flecha.

Frank repitió:

– Jefe.

– ¿Qué, Frank? -contestó Jeffrey de mala manera.

– Una de las huellas que aparecieron en el apartamento de Rosen ha sido identificada por el ordenador.

– ¿Ah, sí? -dijo Jeffrey.

Frank negó con la cabeza. Miró al suelo, y pareció pensárselo mejor.

– No creo que quiera saber a quién pertenece.

6

Lena estaba tumbada de espaldas, mirando el techo, intentando respirar y relajarse tal como le había enseñado Eileen, la profesora de yoga. Nadie de su clase era capaz de mantener las posturas de yoga tanto tiempo como ella, pero cuando llegaba el momento de relajarse, era un completo desastre. El concepto de «dejarse ir» iba, en contra de las creencias personales de Lena, que dictaban que no se debía perder el control jamás, y mucho menos el control del cuerpo.

En su primera sesión de terapia, Jill Rosen le recomendó que practicara yoga para relajarse y dormir mejor. En las pocas horas que compartieron, Rosen le dio muchos consejos para afrontar sus problemas, pero ése fue el único que siguió. Uno de los problemas de Lena después de ser violada era la sensación de que su cuerpo ya no le pertenecía. Como había practicado deporte desde muy joven, su cuerpo no estaba acostumbrado a la holganza de la depresión y la autocompasión. Estirar y comprimir los músculos, ver cómo los bíceps y los muslos recuperaban su dureza habitual, le dio esperanza, y quizás hasta habría podido volver a ser la de antes. Pero luego venía la fase de relajación, y Lena se sentía igual que la primera vez que estudió álgebra en la escuela. Y la segunda vez fue para examinarse en septiembre.

Cerró los ojos y se concentró en la zona lumbar, intentando liberar la tensión, pero el esfuerzo le hizo levantar los hombros hasta las orejas. Tenía el cuerpo tenso como una goma elástica, y no entendía por qué Eileen siempre insistía en que ésa era la parte más importante de la clase. Todo lo que Lena disfrutaba con los estiramientos se evaporaba en cuanto Eileen bajaba el volumen de la música y decía a sus alumnos que se pusieran boca arriba y respiraran. En lugar de imaginarse un sinuoso arroyo o las olas de un océano, todo lo que Lena imaginaba era un reloj marcando el tiempo y los millones de cosas que tenía que hacer en cuanto saliera del gimnasio, a pesar de que era su día libre.

– Respiren -les recordó Eileen con su tono monocorde e irritantemente sereno. Tendría unos veinticinco años, y rebosaba un carácter tan risueño que a Lena le daba ganas de soltarle un puñetazo-. Relajen la espalda -sugirió Eileen, su voz era un susurro estudiado para tranquilizar a los alumnos.

Lena abrió los ojos cuando Eileen le apretó la palma de la mano en el estómago. El contacto físico hizo que Lena se pusiera más tensa, pero la profesora no pareció darse cuenta.

– Eso está mejor -le dijo Eileen, y una sonrisa se extendió por su pequeño rostro.

Lena esperó a que la mujer se alejara antes de volver a cerrar los ojos. Abrió la boca, inhaló a un ritmo regular, y comenzaba a pensar que podría funcionar cuando Eileen juntó las manos.

– Muy bien -dijo.

Lena se levantó tan deprisa que se le subió la sangre a la cabeza. Los demás alumnos se sonreían mutuamente o abrazaban a la jovial profesora, pero Lena agarró su toalla y se encaminó al vestuario.

Giró la combinación de su taquilla, y la alegró tener todo el vestuario para ella. Echó un vistazo a su imagen en el espejo, y a continuación decidió contemplarse con más detenimiento. Desde la agresión, Lena había dejado de mirarse al espejo, pero, por alguna razón, hoy se sentía atraída por su reflejo. Unos círculos oscuros le bordeaban los ojos, y los pómulos se le marcaban más de lo habitual. Estaba adelgazando, pues la mayor parte de los días pensar en comer le provocaba náuseas.

Se quitó la horquilla, y su larga melena castaña le resbaló por el cuello y el rostro. Últimamente se sentía más cómoda con el pelo lacio, como una cortina. Saber que nadie podía verla con claridad la hacía sentirse segura.

Alguien entró, y Lena regresó a su taquilla, sintiéndose una estúpida porque la pillaran mirándose al espejo. A su lado había un tipo escuálido, que sacaba su mochila de la taquilla junto a la suya. Estaba tan cerca que a Lena se le erizó el vello de la nuca. Lena se dio media vuelta y cogió sus zapatos, con la intención de ponérselos fuera.

– Hola -dijo el tipo.

Lena esperó. El hombre bloqueaba la puerta.

– Todo ese rollo de abrazarse -dijo, negando con la cabeza, como si fuera algo acerca de lo que siempre estuvieran bromeando.

Lena le echó una mirada, y supo que nunca había hablado con ese individuo. Era de baja estatura para ser un hombre, no mucho más alto que ella. Tenía el cuerpo enjuto y menudo, pero Lena pudo ver sus brazos y hombros bien marcados ocultos bajo una camiseta negra de manga larga. Tenía el pelo corto al estilo militar, y llevaba puestos unos calcetines de un verde lima tan chillón que casi dañaban la vista.

Le tendió la mano.

– Ethan Green. Empecé a venir hará un par de semanas.

Lena se sentó en el banco para ponerse los zapatos. Ethan se sentó en la otra punta.

– Eres Lena, ¿verdad?

– ¿Lo leíste en los periódicos? -preguntó mientras intentaba deshacer un nudo que se le había formado en los cordones de sus zapatillas de tenis, diciéndose que ese puto artículo que habían publicado sobre Sibyl había hecho su vida aún más difícil.

– Nooo -dijo, alargando la palabra-. Quiero decir, sí, he oído hablar de ti, pero oí que Eileen te llamaba Lena y até cabos. -Le sonrió, nervioso-. Y te reconocí por la foto.

– Un chico listo -dijo, renunciando a deshacer el nudo. Se puso en pie y se calzó como pudo.

Él también se levantó, y se acercó la mochila. Sólo había tres o cuatro hombres que practicaban yoga, e invariablemente acababan en el vestuario después de la clase, vomitando chorradas acerca de que hacían yoga para mantenerse en contacto con sus sentimientos y explorar su yo interior. Era una táctica, y Lena conjeturó que los varones que hacían yoga follaban más que el resto.