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Keller negó con la cabeza, como si eso no fuera nada.

– ¿Acaso eso importa ahora? -preguntó sin dirigirse a nadie en concreto-. Todo ese tiempo perdido, ¿y para qué?

– Puede que algún día tu trabajo sirva de ayuda a los demás -dijo ella, y Jeffrey percibió animosidad en su tono.

No debía de ser la primera vez que le echaba en cara a su marido que trabajara demasiado.

– Ese coche que hay ahí fuera, ¿era de Andy? -preguntó Jeffrey a Rosen.

Observó que Keller apartaba la mirada.

– Acabábamos de comprárselo. Para… no sé. Brian quería recompensarle por haber salido adelante.

En la frase quedaba implícito que Rosen no había estado de acuerdo con la decisión de su marido. El coche era un despilfarro, y los profesores no eran millonarios. Jeffrey calculó que probablemente él cobraba más que Keller, y su sueldo tampoco era una maravilla.

– ¿Solía ir en coche a la facultad? -preguntó Jeffrey.

– Era más cómodo ir andando -dijo Rosen-. A veces íbamos juntos.

– ¿Le contó adónde pensaba ir ayer por la mañana?

– Yo estaba en la clínica -respondió Rosen-. Supuse que se quedaría todo el día en casa. Cuando Lena llegó…

Pronunció el nombre de Lena con una familiaridad que a Jeffrey le hubiera gustado averiguar el porqué, pero no se le ocurrió la manera de introducir el tema en la conversación.

Jeffrey sacó su libreta y preguntó:

– ¿Andy trabajaba para usted, doctor Keller?

– Sí. No es que hiciera gran cosa, pero no quería que pasara mucho tiempo en casa solo.

– También ayudaba en la clínica -añadió Rosen-. Nuestra recepcionista no es muy de fiar. A veces Andy se encargaba de la recepción o trabajaba en los ficheros.

– ¿Alguna vez tuvo acceso a información de los pacientes? -preguntó Jeffrey.

– Oh, nunca -dijo Rosen, como si la sola idea la alarmara-. Eso está bajo llave. Andy se encargaba de las facturas, de concertar citas, de las llamadas telefónicas. Ese tipo de cosas. -Le tembló la voz-. Sólo era para mantenerlo ocupado durante el día.

– Y lo mismo en el laboratorio -dijo Keller-. No estaba realmente cualificado para ayudar en la investigación. Ese trabajo lo hacen los estudiantes de postgrado. -Keller se irguió con las manos en las rodillas-. Sólo quería tenerle cerca para no perderlo de vista.

– ¿Les preocupaba que hiciera algo así? -preguntó Jeffrey.

– No -dijo Rosen-. Bueno, no sé. Quizá, de manera subconsciente, pensé que a lo mejor se lo estaba planteando. Últimamente se comportaba de manera muy extraña, como si ocultara algo.

– ¿Tiene idea de qué era?

– Imposible saberlo -dijo con auténtico pesar-. A esa edad los chicos son difíciles. Y las chicas también, por supuesto. Intentan hacer la transición entre la adolescencia y la edad adulta. Y los padres a veces son un lastre y otras una muleta donde apoyarse, según el día de la semana.

– O según si necesitan dinero o no -añadió Keller.

Los dos sonrieron ante el comentario, como si fuera un chiste compartido por ambos.

– ¿Tiene hijos, jefe Tolliver? -preguntó Keller.

– No.

Jeffrey se reclinó en la butaca. No le había gustado la pregunta. De joven, jamás pensó en tener hijos. Al enterarse de lo de Sara, no volvió a pensar en ello. Pero en el último caso en el que trabajó con Lena hubo algo que le hizo preguntarse qué se sentiría ejerciendo de padre.

– Te parten el corazón -dijo Keller en un ronco susurro, hundiendo la cabeza entre las manos.

Jill Rosen pareció entablar un mudo debate consigo misma antes de extender un brazo y acariciarle la espalda. Keller levantó los ojos, sorprendido, como si ella acabara de concederle un premio.

Jeffrey esperó un instante antes de preguntar:

– ¿Les dijo Andy si dejar las drogas le causaba algún problema? -Los dos negaron con la cabeza-. ¿Había algo o alguien que pudiera haberlo disgustado?

Keller se encogió de hombros.

– Se esforzaba muchísimo por forjar su propia identidad. -Movió la mano en dirección a la parte de atrás de la casa-. Por eso le dejábamos vivir encima del garaje.

– Últimamente le interesaba el arte -dijo Rosen. Señaló la pared que había detrás de Jeffrey.

– No está mal.

Jeffrey le echó un vistazo al lienzo, esforzándose para que su reacción sonara sincera. El cuadro mostraba, de manera bastante unidimensional, a una mujer desnuda tendida sobre una roca. Tenía las piernas abiertas, y sus genitales eran la única parte de la pintura en color, por lo que parecía tener un plato de lasaña entre los muslos.

– Tenía talento -afirmó Rosen.

Jeffrey asintió, pensando que sólo una madre engañada o el editor de la revista Screw [2] pensaría que el autor de ese cuadro tenía talento. Se volvió, y su mirada se encontró con Keller, quien tenía una expresión remilgada e incómoda que reflejaba la propia reacción de Jeffrey.

– ¿Andy se veía con alguien? -preguntó Jeffrey, pues aunque el cuadro era descriptivo, parecía que al muchacho se le habían pasado por alto algunas partes importantes.

– No que nosotros sepamos -respondió Rosen-. Nunca vimos salir a nadie de su habitación, pero el garaje está en la parte de atrás de la casa.

Keller le lanzó una mirada a su mujer antes de responder:

– Jill cree que tomaba drogas otra vez.

– Encontramos algo de material en su habitación -le dijo Jeffrey. No esperó a que Rosen formulara la pregunta obvia-. Recortes de papel de aluminio y una pipa. No hay manera de saber cuándo los utilizó por última vez.

Rosen se hundió en el sofá, y su marido la rodeó con el brazo, apretándola contra su pecho. Sin embargo, ella parecía ausente, y Jeffrey volvió a preguntarse por el estado de su matrimonio.

Jeffrey prosiguió.

– No había nada más en su habitación que indicara que tenía algún problema con las drogas.

– Tenía cambios bruscos de humor -dijo Keller-. A veces estaba muy melancólico. Triste. Era difícil saber si era por las drogas o su temperamento natural.

Jeffrey se dijo que ése era un buen momento para mencionar los piercings de Andy.

– Observé que llevaba un piercing en la ceja.

Keller puso los ojos en blanco.

– Eso casi mata a su madre.

– También llevaba uno en la nariz -añadió Rosen con desaprobación-. Creo que últimamente se había hecho algo en la lengua. No me lo enseñó, pero siempre lo estaba chupando.

– ¿Alguna otra cosa inusual? -insistió Jeffrey.

Keller y Rosen abrieron mucho los ojos en una expresión inocente. Keller habló por los dos:-¡No creo que se pueda poner un piercing en ninguna otra parte!

Jeffrey cambió de tema.

– ¿Qué me dicen del intento de suicidio de enero?

– Visto con perspectiva, no creo que realmente tuviera intención de matarse -dijo Keller-. Sabía que Jill encontraría la nota cuando se despertara. Lo calculó para que la hallara antes de que el acto fuera irremediable. -Hizo una pausa-. Creemos que intentaba llamar la atención.

Jeffrey esperó a que Rosen dijera algo, pero tenía los ojos cerrados y el cuerpo inclinado y apoyado en el de su marido.

– A veces sacaba las cosas de quicio -confesó Keller-. No pensaba en las consecuencias.

Rosen no replicó.

Keller negó con la cabeza.

– No sé, a lo mejor no debería decir algo así.

– No -susurró Rosen-. Es la verdad.

– Deberíamos habernos dado cuenta -insistió Keller-. Debió de enviarnos alguna señal.

La muerte ya es mala de por sí, pero los suicidios son especialmente horribles para los allegados. O bien se culpan por no haber visto algún indicio o se sienten traicionados por el egoísmo del difunto, que les ha dejado para que arreglen el estropicio. Jeffrey se imaginó que los padres de Andy Rosen se pasarían el resto de sus vidas intentando resolver el dilema.

Rosen se incorporó, limpiándose la nariz. Sacó otro pañuelo de papel de la caja y se secó los ojos.

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Follar. (N. del T.)