Pero ese instante en que el ave hizo una pausa e irguió el pico, indiferente y entrometida, modificó la atención de la chica pecosa y su acompañante, de Rosa Burger, de la madre y los dos críos, del hombre de traje azul. Todos se miraron como si de pronto tuvieran algo que preguntar. Empezaron a observar al hombre. Los niños estaban boquiabiertos. Se apretaron contra su madre pero ella los apartó, cogiendo las bolsas de supermercado como reclamando su propiedad, como coartada de la normalidad de su presencia allí, descansando con sus hijos en la plaza, esperando la hora de llegada del autobús o que la fuera a buscar su marido. Se aproximaron otras personas de los bancos más alejados, y de la hierba. Dos vagabundos que se sostenían mutuamente se acercaron, haciendo los ademanes de un lenguaje de señales sólo por ellos conocidos; uno intentó refrenar al otro, que cogió al hombre del banco por el hombro en el que había aterrizado la paloma, y dijo un nombre. Eh, Doug, venga, hombre, Doug. El hombre no despertó pero tampoco se cayó. Permaneció estático, sólido como la estatua del magistrado, como si el eje donde una rodilla se cruzaba con la otra estuviese sujeto al banco como el magistrado estaba fijo a su peana mediante púas de bronce.

Los dos amigos retrocedieron, susurrando, dudando.

El novio de la pecosa observó a Rosa con mirada triunfal dando una respuesta, no haciendo una pregunta.

– Ese tipo está muerto.

– Ayy, yo me voy -su enamorada agitaba las manos en un gesto de apremio.

Los dos críos se acercaron pero fueron detenidos por su madre.

– ¡Vamos!

No había ningún policía en los alrededores pero alguien fue a buscar a un agente de tráfico que llevaba en la mano un botiquín de primeros auxilios, con un hacha de juguete dibujada, como los que llevan los autobuses para casos de emergencia.

La gente avanzaba alrededor de Rosa, como a la espera de que le dijeran, de que le indicaran si debían ir por tal o cual camino. El único que no se enteró de nada fue el hombre. Los negros que estaban tendidos en la hierba como muertos, se levantaron y se acercaron a mirarlo.

Rosa, apartándose del grupo, se mezcló con los peatones que cruzaban la calle tropezando con los que lo hacían en sentido contrario, como un ladrón que intenta confundirse entre los demás transeúntes.

Trabajé para una publicación comercial, para un hombre que importaba cosméticos y perfume, para un asesor de inversiones. Renuncié al puesto en el hospital cuando te dejé a ti y abandoné la casita. Estaba viviendo sola por primera vez en mi vida: sin apuntalarme en la responsabilidad de nadie. Para nosotros -los que veníamos de esa casa- ésta era la auténtica definición de la soledad: vivir sin responsabilidad social.

Habían habido muertes en casa de mi padre, pero en cierto sentido la muerte de un vagabundo del parque fue la primera que vi. Almorzaba allí casi siempre mientras trabajé para Barry Eckhard, el financiero. En la decimosexta planta, los cristales ahumados de las ventanas volvían el clima de cada día medianamente fresco, ni verano ni invierno, ni de día ni de noche; fui a la ciudad para recuperar un sentido específico de estas cosas. Fui para ser anónima, como todos los demás. Aunque las oficinas de Barry ocultaban su función detrás de un típico ático -no sólo los tiestos con plantas como en los bancos, sino también una escultura indígena original y un juego de mesa cromado, que puesto a funcionar ilustraba un principio de la dinámica newtoniana-, disfrutaba revelando a sus clientes, aparentemente todos amigos íntimos, que la chica que le ayudaba era la hija de Lionel Burger. A veces la invitaban a restaurantes caros, donde sus sencillos almuerzos de pescado a la brasa eran prueba de que no se trataba de vulgares magnates.

En la pequeña plaza pública a la que iba nadie me reconocía y en consecuencia nadie me veía. Comía mis sandwiches, como todo el mundo, mientras el hombre moría o ya había muerto cuando nos agrupamos a su alrededor como siempre hacíamos los unos con los otros: los obreros negros postrados en un fragmento de hierba, aún no preparados para el tipo de consuelo simbólico de los oficinistas, recientemente abiertos a los negros mediante la supresión de la segregación en los bancos; las obreras mestizas mostrando con sus burlas la seguridad sexual que a las indias, acurrucadas como monjas, les estaba negada; la pareja de correos a cuya intimidad ponía trabas la presencia de todos los que estábamos allí, yo misma escogiendo este banco y no el otro porque un miembro de la pandilla de borrachines a veces entablaba una tediosa conversación o -peor aún- hablaba consigo mismo. Yo había descubierto en seguida que es insoportable sentarse en un banco del parque junto a un desconocido que habla consigo mismo en voz alta como una lo hace en silencio.

El periódico de la tarde mostraba a tres columnas una foto del muerto en el banco, tomada por algún aficionado concienzudo que había tenido la suerte de estar donde corresponde en el momento oportuno. Le adjudicaron tanto espacio como el que de costumbre se dedica a una serie diaria de chicas en la playa, desde Ostia hasta Sydney. El titular se recreaba en el romántico tópico melodramático de la «crueldad» urbana. (Los dos críos aparecían en la foto con la boca abierta.) Pero no había nada cruel e indiferente en que almorzáramos, hiciéramos el amor o durmiéramos la fatiga de una mañana de trabajo mientras un hombre, que simulaba estar vivo con una pierna cómoda y casi elegantemente cruzada sobre la otra, moría o había muerto. Daba la impresión de estar vivo. No había señales de que estuviese herido, dolorido o afligido, no se encontraba atrapado entre los cuerpos uniformados de los guardianes mirando hacia donde no podía correr, no estaba encerrado en el tribunal ni en una celda, no alargaba -como un pordiosero que no tiene nada que presentar salvo su muñón- un papel para que le pusieran el sello oficial que siempre le negaban. Lo importante era que yo, nosotros, todos, estábamos exonerados. ¿Qué podíamos haber hecho? No era cuestión de una ayuda que podía prestarse o negarse. No tenía nada que ver con el boca a boca o con el masaje cardíaco. Nada podía cambiar la ajenidad de ese hombre. ¿Qué podíamos saber que hubiera facilitado la comprensión de la forma en que nos abandonó mientras estaba entre nosotros, alejándose sin arrugar una caja de cartón ni arrojar el esqueleto de un racimo de uvas en el cubo? Permaneció entre nosotros, como una figura de carne y hueso, cuando ya no estaba allí. El empleado de correos y su novia no podían hacer otra cosa que besarse; él tenía que mantener sus manos apartadas de los pechos de ella, dejando un periódico o la chaqueta sobre sus piernas para ocultar la hinchazón de su despertar a la vida. Pero el hombre que tenía las piernas cómodamente cruzadas, los brazos aplicadamente cruzados -sólo había inclinado la cabeza, gacha por el calor o el aburrimiento, a cualquiera podía ocurrirle- había cometido un acto inefable en presencia nuestra. Había vuelto definitivo el pollo inacabado, el cariñoso semiacoplamiento que llegaba tan lejos como DARLENE y su novio podían permitírselo. Ese hombre concluyó los ciclos digestivos y las tentativas recreadoras que lo rodeaban plasmando la necesidad última, imperativa. No vimos ni oímos nada.

No volví a comer en aquella plaza ni recorté la fotografía. Conocía el arco del pie que estaba doblado sobre la rodilla, un arco bastante elevado que daba una línea elegante a todo el pie, conocía los zapatos no muy gastados porque el ante marrón sólo se ve bien cuando está bastante raído. El periódico decía que el hombre era Ronald Ferguson, 46 años, ex minero, sin domicilio fijo. Bebía alcohol desnaturalizado y dormía en refugios para autobuses. Existe un elemento de desperdicios humanos en todas las sociedades. Pero -en esa casa- creíamos que cuando hubiésemos cambiado el mundo (sí, a pesar de, más allá de las purgas, las carnicerías, los trabajos forzados y las cárceles), la «eliminación de los conflictos personales planteados por la naturaleza competitiva de la sociedad capitalista» ayudaría a la gente a vivir, incluso a la gente como ese hombre que, aunque blanco y privilegiado según las leyes del país, no podía encontrar su lugar. He visto muertos a mi hermano, a mi madre y a mi padre; cada uno de estos acontecimientos, que me eran tan íntimos, quedaba oscurecido por el pesar y se explicaba con un accidente, una enfermedad, un encierro. Había sido provocado por el agua clorada salpicada de partículas rosas del bacon del desayuno que vi bombear de la boca de mi hermano cuando lo sacaron de la piscina; por la parálisis que atacó a mi madre miembro a miembro; por la fiebre que se olía en mi padre mientras moría por sus convicciones en el hospital penitenciario.