El vigilante daba dinero a Conrad para que colocara sus apuestas en el hipódromo. El hombre iba regularmente a la casita a última hora de la tarde; se quitaba el sombrero de hule amarillo y preguntaba por el amo. Si Conrad no estaba pero iba a volver pronto, Rosa lo invitaba a entrar, pero semejante idea era incomprensible para él, sólo la entendía como el procedimiento para autorizarle a acercarse a la casa de un blanco; se sentaba en el peldaño roto, el único que quedaba de los cinco que en otros tiempos conducían a la galería, a esperar la llegada del amo blanco.

Conrad se agachaba a su lado. Leía en voz alta los nombres de los caballos y las probabilidades apuntadas; el vigilante respondía con sonidos de aprobación o, en ocasiones, dejaba flotar un silencio de indecisión después que Conrad se interrumpía a la espera de su asentimiento. Conrad se metía el dinero en el bolsillo de los téjanos, para luego usarlo como moneda contante y sonante; aparentemente cogía el equivalente de sus ganancias en el hipódromo cuando realmente registraba las apuestas en el totalizador. El vigilante reía tontamente, con voz de falsete, al recibir las ganancias. Cogía al joven blanco de la muñeca, del hombro, buena suerte hecha carne. Quería, como si estuviera en su derecho, una cerveza. Conrad reía.

– El tendría que invitarme a mí.

Rosa llevaba las latas de cerveza.

– Tú eres el manantial del que fluyen todos mis beneficios.

Una vez el negro estaba tan contento que se sintió inspirado a hablar con ella.

– Su hermano es muy inteligente. Me gustan los inteligentes.

– ¿Qué ocurre cuando el vigilante pierde el dinero?

– Que no lo ve más. Eso es todo.

– No puede permitirse ese lujo.

– Tampoco puede permitirse el placer que encuentra cuando gana.

Con los amigos de Conrad ella hablaba tranquilamente y él permanecía casi tan reservado como cuando se encontraban con la facción Burger. Uno de sus amigos estaba construyendo un velero en un patio trasero. Rosa reía encantada ante la incongruente visión de la embarcación erigida entre una caseta para el perro, un garaje y la habitación para la servidumbre en la que a través de la puerta abierta se veía la cama levantada sobre ladrillos. Conrad estudiaba las cartas marinas y los gráficos relativos a la construcción del velero y a los mares de la ruta propuesta. Aparentemente la idea consistía en navegar de isla en isla a través del Océano Indico hasta Australia. El amigo de Conrad levantó la vista y la miró, indiferentemente generoso.

– Ven tú también.

– Me encantaría. Podrías dejarme en Dar es Salaam para que pueda visitar a mi hermano.

Era un juego, fingiendo que tenía pasaporte, refiriéndose al hijo del primer matrimonio de su padre, a quien jamás había visto, como a un hermano; su agradable fantasía de volverse aceptable para esa gente dedicada a cepillar madera de aroma silvestre y a coser cobertores para las literas. Como si cediera a la tentación, retornó a las convenciones mientras se cortaban mutuamente el pelo en el cuarto de baño de la casita. El había leído en voz alta un poema que escribió Baudelaire acerca de la isla Mauricio, traduciéndolo para ella.

– André y su chica lo sacan todo de un manual. A mí me asustaría internarme tanto en el mar con la única compañía de una persona que no sabe nada de navegación.

– ¿Y qué? No le temes a quedarte en casa e ir a parar a la cárcel.

Rosa le sujetó la cabeza para comprobar si el pelo le llegaba a la misma altura sobre las orejas. El la dejó tijeretear hacia los lóbulos.

Ahora ella ocupó su lugar en la tapa del inodoro. El le cubrió los hombros con la toalla cubierta de pelos claros y duros como pelusa de arpillera.

– Cierra los ojos.

Rosa sintió la punta del frío metal junto a la frente.

– No demasiado. No me peles.

– Tranquila. Te ves muy bien. Sobrevivirás.

Rosa cambió de tono.

– ¿Por qué tendría que ir a la cárcel?

– Irás. Tarde o temprano.

Mantuvo los ojos cerrados para protegerse del pelo que caía.

– Si Lionel y mi madre… si los conceptos de nuestra vida, nuestras relaciones, que de niños recibíamos y aceptábamos de ellos, eran de Marx y Lenin, ya se habían vuelto naturales y personales cuando llegaron a mí. ¿Comprendes? Todo estaba en el mismo nivel en el que tú, yo, los niños aprenden a comer con tenedor y cuchillo, a ir a la iglesia si sus padres lo hacen, a usar la forma de hablar… respeto, desaprobación, envidia, lo que sea, mediante la cual se expresan las actitudes de los padres hacia la gente. Yo era igual que los demás niños.

– No lo eras. No lo eres. No como los chicos de mi clase.

– eras excepcional. Por lo que me has dicho.

– No. Ir a la iglesia si lo hacen los padres. Exactamente. Todos vosotros sois ateos, ¿verdad? Pero criarte en una casa como la de tu padre significa criarse en una familia devota. Probablemente nadie predicaba sobre Marx ni sobre Lenin… Ellos flotaban por la casa, sencillamente, encuadernados en piel con estampaciones doradas, en la mente de todos: la biblia familiar. Te lo tragabas todo junto con los copos de maíz del desayuno. Claro que la gente que iba a tu casa no se reunía a tomar el té con tu madre ni jugaba al bridge por la noche, fumando cigarros. No eran los colegas que jugaban al golf con tu padre ni las mujeres con las que tu madre salía de compras, ¿no? Se reunían para hacer la revolución. Para ti era común y corriente. Esa… intención era natural. Era la atmósfera normal en esa casa.

– Tienes ideas delirantes con respecto a esa casa -la cogió desprevenida su propio empleo de la definición «esa casa», distanciando el recinto íntimo de su ser.

– Quédate quieta. No quiero clavarte las tijeras.

– Das la impresión de creer que la gente habla de la revolución como si estuviera decidiendo dónde irá a pasar las vacaciones de verano. O qué coche nuevo se comprará. Fantaseas -atiesó el cartílago de la nariz. El estilo era condescendiente con él y mostraba el engañoso tópico que usa ante los no iniciados la gente acostumbrada al hostigamiento policial.

– No digo que con tantas palabras… pero sus preocupaciones suponían que la revolución debía triunfar; la medida de lo que importaba y de lo que no, de lo que te conmovía y lo que no, en la vida cotidiana, lo presuponía. ¿No es cierto?

Ella había aguantado el ataque de la tijera, sosteniendo casi agresivamente un trozo de espejo mellado para ver qué le cortaba él en la nuca. Murmuraba, quejándose de él sin una coherencia aplicada.

– Yo iba a la escuela, tenía mis amigos, nuestra casa estaba siempre llena de gente que hacía toda clase de trabajos y que hablaba de cualquier tema… tú estuviste allí una vez y viste…

– ¿Qué celebraban en tu casa? Las ocasiones en que alguien escapaba con una sentencia de no culpable en un juicio político. Cuando un líder salía de la cárcel. Cuando un puñado de negros alcanzaba el éxito en un boicot o desafiaba una ley. Cuando había una protesta de masas o una marcha, una huelga… esas eran vuestras nupcias y vuestras fiestas. Cuando los negros morían a manos de la policía, cuando detenían a alguien, cuando los líderes daban con sus huesos en prisión, cuando nuevas leyes desplazaban poblaciones que tú nunca habías visto, proscribían y declaraban ilegal a la gente, éstos eran vuestros lutos y vuestros velatorios. Entonces te enseñaban (por medio de preceptos y de ejemplos, lo sé, no había nada autoritario en tu padre) que ésa era la realidad y no tus placeres personales, tus pequeñas miserias innatas. ¿Pero dónde están esas miserias y tus épocas de locura? Te miro y…

– También había fiestas… árboles de navidad, bodas. Algunos tenían aventuras amorosas con las mujeres de otros… Tú no tienes el monopolio en esta cuestión. No sé si mis padres… pero lo dudo. Aunque Lionel era muy atractivo para las mujeres. Probablemente lo habrás notado en el proceso. Creo que casi todos los médicos lo son. Asimismo había broncas y antagonismos entre la gente…