– Guang Mingyun tiene muchos negocios -fue la enigmática respuesta de Lee.
– Comprendo -dijo Zhao como si estuviera sumido en honda reflexión-. Guang Mingyun también es Ave Fénix.
– Un hombre curioso puede convertirse en un hombre muerto -señaló Lee-. A Guang Mingyun le gusta el dinero. A mí me gusta el dinero. A usted le gusta el dinero. Eso es todo lo que hay que saber.
Con nerviosismo, Zhao volvió a adoptar su papel de adulador.
– Me usará para la próxima vez, ¿verdad? Yo traigo más para usted, quizá pueda trabajar para usted. ¿Quizá pueda quedarme en América?
– Ya veremos -dijo Spencer Lee.
– ¿Qué quiere que haga ahora? ¿Tiene otro trabajo para mí?
– Vuelva a China como estaba previsto. La próxima vez que necesite a alguien, haré que Cao Hua se ponga en contacto con usted. -En la furgoneta, el equipo oyó el sonido de tazas de té al ser depositadas, el chirrido de una silla al moverse y el de Spencer Lee abriendo la cartera-. Aquí está su dinero. Haré que alguien le lleve a un motel. Quédese allí. No se meta en líos. Mañana lo llevaremos al aeropuerto. Ha hecho un buen trabajo para nosotros. Lo recordaré para la próxima vez.
Cuando Zhao empezó a dar las gracias profusamente, Hulan dijo:
– Esa es nuestra señal. Vamos.
El grupo se dirigió a la puerta principal y llamó al timbre. Cuando Spencer Lee salió a abrir, Jack Campbell le dijo:
– Queda arrestado. Tiene derecho a guardar silencio…
Aun esposado y sentado en una sala de interrogatorios de una prisión federal, la arrogancia de Spencer Lee no dio muestras de disminuir. De hecho, parecía aún más altanero. Hasta entonces había rechazado su derecho a un abogado o a una llamada telefónica. Parecía convencido de que podía librarse mediante su ingenio. Sólo los cigarrillos que fumaba sin parar delataban su tensión.
Ante la insistencia de David, a Hulan y a Peter se les negó la entrada. Desde donde se hallaban, junto a un cristal que del lado de la sala de interrogatorios era espejo, veían el perfil de Spencer Lee sentado a una mesa frente a David. Apenas unos centímetros separaban sus rostros y la vehemencia con que hablaban ambos era perceptible incluso a través del cristal.
– ¿No es un hecho que es usted uno de los lugartenientes de la banda del Ave Fénix?
– ¿El Ave Fénix? Ya se lo dije el otro día, somos una organización fraternal.
– Usted y sus secuaces fletaron el barco Peonía de China en diciembre del año pasado. A principios de enero, recogieron inmigrantes chinos y los trajeron a América. Su tripulación desertó del barco.
No hubo réplica.
– ¿A quién compra la bilis de oso en China?
De nuevo la pregunta quedó sin respuesta.
– ¿Cómo encajaban Billy Watson y Guang Henglai en su esquema?
– No conozco esos nombres.
– ¿No eran correos de su negocio?
– No sé de qué negocio está hablando -dijo Lee sin inmutarse. -Hábleme de su relación con Guang Mingyun.
– ¿Guang Mingyun? -Lee dejó que el nombre se prolongara como sopesándolo.
– Esta tarde ha hablado con el señor Zhao sobre Guang Mingyun.
– Debe de haber un error. -Lee encendió otro cigarrillo.
– Se lo preguntaré una vez más -dijo David con calma, pausadamente-. ¿Le importaría explicar qué relación tiene Guang Mingyun con el contrabando de productos medicinales derivados de animales en peligro de extinción?
– Empiezo a cansarme de estas preguntas.
– Veo por su pasaporte que realiza viajes entre Estados Unidos y China con cierta regularidad.
– Un mes aquí, un mes allá. No hay diferencia.
– No todos los chinos consiguen un visado tan fácilmente -espetó David.
– La embajada americana… -Lee vaciló.
– Sí?
– Tengo buenas relaciones con la embajada americana. -El humo del cigarrillo se arremolinó en torno a su rostro.
– ¿Me está dando a entender que paga sobornos para obtener los visados?
– Señor Stark -dijo Lee, inclinándose hacia él-, no tiene pruebas de nada. ¿Por qué no deja que me vaya a casa?
– Tengo una pregunta más concerniente a su pasaporte -dijo David, mirando a Lee a los ojos.
– Adelante.
– Un pasaporte, como ya sabe, registra las fechas de entrada y salida.
– ¿y?
– Veo que estuvo usted en Pekín poco más de un mes desde el diez de diciembre al once de enero.
– El Peonía de China se fletó el once de diciembre. Era un barco grande, de modo que se tardó dos días en cargar. Fueron el uno y el dos de enero. El tres de enero se hizo a la mar. Pero usted ya sabe todo esto, claro está.
– Ya le he dicho que no sé nada de ese barco.
– Durante ese período de tiempo se produjeron otros dos acontecimientos en Pekín que me interesan. El treinta y uno de diciembre desapareció Billy Watson, el hijo del embajador americano. Ese mismo día, o alrededor de ese mismo día, desapareció también Guang Henglai, el hijo de Guang Mingyun, y estoy seguro de que usted sabe que el cadáver de Henglai fue hallado a bordo del Peonía. Quizá lo más intrigante desde mi punto de vista es que el cadáver de Billy Watson fue hallado el diez de enero. ¿Y por qué es interesante? Porque al día siguiente, usted tomó un avión en dirección a Los Angeles.
– Eso no fue más que una coincidencia, y usted lo sabe. No tiene pruebas.
Los dos hombres mantenían la vista fija el uno en el otro. La mandíbula de Spencer Lee se contrajo. La mirada de David era glacial. Por fin el chino rompió el silencio echando la cabeza hacia atrás para soltar una breve carcajada.
– Supongo que haré esa llamada ahora. -A partir de ese momento se negó a contestar más preguntas.
Veinte minutos después, un abogado de la tríada se sentaba junto a Spencer Lee, argumentando con vehemencia que no se había informado a su cliente de los derechos que lo asistían, alegando entrada ilegal y protestando ruidosamente por la falta de pruebas. Spencer Lee fue fichado y encerrado en un calabozo. A su abogado se le comunicó que el juez federal determinaría la fianza a la mañana siguiente.
A pesar de las preguntas que habían quedado sin respuesta, el arresto fue motivo de celebración. En lugar de salir todos juntos, los diferentes grupos llegaron a un acuerdo tácito. Jack Campbell planeó una noche de francachela para Noel, Peter, Zhao y él mismo: una visita a los Estudios Universal, seguida de una ronda de bares para beber todo el licor que fueran capaz de soportar, a lo que quizá añadirían un par de salas de baile. Zhao declinó la invitación alegando que estaba agotado. David y Hulan pensaban disfrutar de una tranquila cena.
Pero primero debían cumplimentar cierto papeleo y atar algunos cabos sueltos. Hulan quería que se enviara a Spencer Lee a China, donde prácticamente no existían normas sobre las pruebas y podían juzgarlo por los asesinatos de Watson y Guang en lugar de dejarlo en Estados Unidos, donde sólo tendría que afrontar los cargos, menos importantes, de contrabando.
Sin embargo, China y Estados Unidos no tenían ningún acuerdo de extradición. Se hicieron llamadas al Departamento de Estado y al Ministerio de Asuntos Exteriores chino para pedir que se hiciera una excepción, pero los respectivos gobiernos de David y Hulan les vinieron a decir que estaban locos.
– Acabamos de pillar a esos cabrones intentando vender componentes de un disparador nuclear en nuestro país -dijo Patrick O'Kelly-. Si los chinos quieren hablar sobre proliferación de armas nucleares, nos encantará escucharles. -Cuando David le recordó que había sido él quien le había metido en aquello, que era él quien quería que se resolvieran los asesinatos, O'Kelly replicó-: La situa ción ha cambiado. La seguridad nacional es más importante que la muerte de dos personas en la otra parte del mundo. -Cuando David le dijo que quizá el embajador Watson no opinara lo mismo, O'Kelly le colgó.
El colega de O'Kelly en Pekin no fue menos inflexible.