Asun se casó más o menos a la misma edad que Laureta con un señor que venía a ser como su marido pero en versión ibérica, es decir, que no lo conoció en Ibiza sino en Elche, que no era rentista sino mayorista de zapatos, y que ni de lejos era tan guapo como Serge, ni tenía tanto glamour, sino que era más bien un tipo del montón -chaparrito y colorado- y sin mucha cultura -o lo que es lo mismo, poca, por no decir ninguna-, pero con mucha labia y don de gentes, cualidades que le ayudaron a hacer bastante dinero en cuanto consiguió la representación de las mejores fábricas de Elche (Paredes, Panamá Jack, Pikolinos, Sendra, Mustang…) y se vino a trabajar a la capital, con coche de empresa y un sueldo de varios ceros. Pero en el fondo mis dos cuñados no eran tan distintos como parecían a primera vista y acabaron comportándose igual: mucho dinero para la legítima y todas las comodidades que ella quisiera, pero muy poco tiempo y casi ninguna atención. Y demasiada, en cambio, para con la cuñadita; aunque hay que reconocer, en honor a Julián, que cuando empezó a ponerme ojitos y a pegarme pataditas por debajo de la mesa en las cenas familiares yo ya había cumplido los veintiún años. Sin embargo, Asun, a diferencia de Laureta, nunca se quejó ni buscó una salida romántica a la jaula. Muy al contrario, se diría que adora a su marido y cuando habla de él cualquiera pensaría que, comparado con lo que siente, lo de Julieta por Romeo era casi antipatía, porque para ella es un dechado de virtudes sin falla ninguna, y es que su Julián es el más listo y el más gracioso y el mejor padre (la siempre comedida Asun no llega a decir el más guapo porque eso sería pasarse demasiado, porque el tipo ha engordado mucho desde que se casó y nadie vería un adonis en un señor bajito que ronda los cien kilos), y si casi nunca está en casa es porque se desvive por su mujer y sus hijos, que él no tiene la culpa de tener que trabajar y viajar tanto, de Madrid a Elche y de Elche a Madrid, ni de tener que salir hasta las tantas con sus clientes cuando vienen a la capital. Con la venda de su amor por bandera, mi hermana finge ignorar, con una terquedad casi conmovedora, lo que todo Elche sabe: que cuando los dueños de las fábricas vienen a la Feria de Calzado de Madrid aprovechan para ir a darse la gran comilona a Toledo y en la sobremesa correrse la gran farra en todos los bares de putas de carretera, y que lo mismo o parecido pasa en las ferias de Dusseldorf y Milán a las que mi cuñado va cada año, motivo por el cual las esposas de los dueños de las fábricas se niegan a que éstas contraten a modelistas mujeres, porque los diseñadores de calzado también van a las ferias, y una cosa es que los cuernos los tengan asumidos y otra muy distinta que los tolerasen con conocidas, hasta ahí iban a llegar.
Lo de mis hermanas es bastante evidente. Cada una es el reverso de la otra pero a la vez son idénticas. Me explico: ya he dicho que tengo un padre guapo, y simpático, y encantador, y fascinante, y es sabido que todas las hijas se enamoran de sus padres, así que lo lógico es que mis hermanas se enamoraran también del suyo. Pero el mío era de esos padres ciclotímicos que un día era encantador y nos llevaba a todos al parque y a comprar helados y los siguientes cinco se los pasaba encerrado en su despacho sin querer ni vernos porque decía que le molestábamos. Imposible entonces llamar su atención extrañamente ausente, esfuerzo inútil, pues de improviso no sólo dejaba de comportarse como un padre sino que casi parecía sentirse orgulloso de la falta de interés hacia su prole, como si el hecho de engendrarla hubiera sido un accidente o un acto de magnificencia para con su esposa, al cual, por pura modestia, no quisiera volver a aludir. Y, para colmo, mi madre siempre fue de esas que tendían a criticar los defectos de un niño ensalzando las virtudes de otro («¿Es que no vas a dejar de moverte nunca, Laureta, que no ves lo calladita que está Asun?» o «Por supuesto que vas a ponerte el traje rosa para ir a misa, Asun, faltaba más, y no me digas que te da vergüenza, mira cómo a Laureta no se la da»), así que mis dos hermanas se vieron condenadas desde pequeñas a competir por el afecto, y la única manera de hacerlo fue diferenciándose todo lo posible la una de la otra. Laureta, ya lo he dicho, siempre fue la guapa, la resultona y la excéntrica, así que Asun, que no contaba con la belleza espectacular de su hermana, tuvo que esforzarse en ser la buena y la sensata, y a veces casi me parece que si se quedó con su marido y se empeñó en interpretar como ninguna el papel de perfecta madre y abnegada esposa, filtrando aburrimiento de manera tranquila y uniforme, fue porque Laureta se había divorciado, de forma que si ella permanecía junto al golfo de su marido y encima poniendo buena cara, se distanciaba así aún más de su hermana, que no había sabido guardar las formas y la decencia ni había demostrado la mínima capacidad de sacrificio que a una madre se le supone. Hasta tal punto ha hecho Asun de la fidelidad un rasgo de su carácter que no sólo cualquiera pondría la mano en el fuego de que nunca ha mirado con ojos ávidos a otro hombre más que a su marido, sino que ni siquiera se le ocurre serle infiel a su perfume, porque desde que me alcanza la memoria asocio su persona con una aureola de L'Air du Temps cuya estela la precede y que, cuando ella llega, se insinúa a su alrededor en un radio de varios metros, permaneciendo allí hasta mucho después de que se haya marchado. Que yo recuerde, siempre vi el frasco en su mesilla de noche, probablemente lo usa desde los quince años, cuando aún estaba de moda, ahora no sé ni en qué perfumería lo encontrará. Quizá Asun ya sabía que sus esfuerzos exagerados podían parecer más ridículos que heroicos, pero no obstante se sentía impulsada a interpretar su papel, a tratar de hacerles la vida agradable a todos a su alrededor, de la misma manera que Laureta se veía impelida a destacar y a estar siempre divina, y no salía nunca a la calle sin haber comprobado varias veces ante el espejo que su aspecto era impecable. ¿Salir ella a comprar el pan en chándal y zapatillas? Antes muerta. Por supuesto que la rivalidad era sólo entre ellas dos, que apenas se llevan un año de diferencia. Con Vicente no podían competir porque era chico, y conmigo tampoco porque era la pequeña. Y así, cada una es el espejo de la otra, la cara opuesta de la misma moneda, la parlanchina y la callada, la extravagante y la discreta, la aventurera y la sensata. Pero en el fondo son dos Agullós mucho más parecidas de lo que nunca reconocerían.
Por cierto, y hablando de familia, ha venido también a la UVI la novia de Vicente, la última novia de Vicente, asesora fiscal en Arthur Andersen, alta (por lo menos cinco centímetros más que él, porque mi hermano, como tantos hombres bajitos, siente debilidad por las mujeres que le sacan la cabeza), delgada (ese tipo de delgadeces que sugieren que se ha invertido mucho dinero en ella -gimnasio, mesoterapia, pastillas de carnitina, cremas reafirmantes…-), rubia (luce una melena corta que también apunta a una inversión monetaria importante en suavizantes, mechas y corte de puntas mensual), vestida con unos vaqueros impecables y una camisa planchadísima, aderezada con joyas discretas pero caras (pendientes de perla y gargantilla de Tous) y un tanto remilgada en su señoritismo. O sea, una clónica de la anterior novia de Vicente, a la vez que casi una gemela de su precedente, porque mi hermano, epítome del perfecto yuppie soltero, es lo que se llama un monógamo en serie, y colecciona conquistas como otros coleccionan sellos o mariposas, con la diferencia de que él no tiene ninguna posibilidad futura de vender la colección. Más o menos todas las acompañantes le duran entre dos o tres años, hasta que llega el recambio. Son relaciones mayonesa: cuando una se corta, se tira e inmediatamente se empieza a batir otra. Porque mi hermano es un caso de manual: no vive en casa de mis padres porque a su edad ya quedaría mal, pero hasta ahora iba a comer allí todos los días y mi madre le preparaba sus platos favoritos pues, obvia decirlo, no sabe cocinar como no sabe planchar o fregar -puesto que en nuestra casa nunca hizo nada, ni siquiera levantar la mesa- y su apartamento lo limpia una asistenta. Su vida es fácil: un trabajo bien pagado, vacaciones de lujo todos los años a destinos exóticos (un crucero por las islas del Egeo, una escapada a Bali, un safari a Mali en busca de los dogones…) y fines de semana en los mejores paradores. Cenas en los restaurantes más pijos de Madrid, de esos decorados por un artista famoso y reseñados por un crítico gastronómico en las páginas de algún suplemento de ocio, trajes hechos a medida, su hora de gimnasio diaria en Abasota… Hasta su tabaco es especial, pues él no se rebajaría al Ducados de toda la vida, no, fuma exclusivamente Gauloises (los compra por cartones en el duty free de París) o puntos (Montecristo, Farias o Entrefinos, adquiridos en un estanco de la calle Arapiles que se dedica exclusivamente a los puros y que, según mi hermano, es el único establecimiento de Madrid en el que mantienen la humedad exacta, no es pijo Vicente ni nada). No quiere hijos ni compromisos, se advierte aunque no lo diga explícitamente, y sin embargo defiende ideas conservadoras: vota al PP y critica las drogas siempre que puede (especialmente si yo estoy delante, claro), aunque eso no le impida beber en abundancia cada vez que sale. Mi hermano, ya lo he dicho, es y ha sido siempre muy organizado y eficiente, posee una gran capacidad de concentración y siempre disfrutó estudiando en soledad. En seguida llega al meollo en cualquier discusión y puede rápidamente ver el pensamiento confuso o las debilidades en la lógica de otros, lo cual le convierte en un adversario muy peligroso en las discusiones familiares. Él sabe que posee esa ventaja y la aprovecha, no ignora que en un enfrentamiento entre hermanos llevaría siempre las de ganar y que ninguna nos atreveríamos a contradecirle: le tememos. A su lengua de doble filo y a sus explosiones de mal genio, que son pocas pero impresionantes (vuelvo a acordarme de la discusión con Laureta a cuenta del jersey, por ejemplo), como si mi hermano calculara con previsión y exactitud el momento preciso para desplegar el armamento y atacara sólo cuando no cabe duda de que la ofensiva va a resultar fulminante, para no malgastar la munición en batallitas de menor envergadura. Como se ve, Vicente es juicioso incluso en los momentos más aparentemente impulsivos, y por eso estaría bien empleado en cualquier trabajo que requiera el pensamiento organizado, precisión y un acercamiento metódico, puesto que disfruta encargándose de tareas que otros consideran tediosas, repetitivas y técnicas. De ahí que se convirtiera en agente de seguros y, obvia decirlo, en un muy buen agente de seguros, la estrella de La Estrella, que así se llama su compañía. La pobre novia nueva, cuyo nombre no recuerdo -aunque sé que era algo así como Natalia, u Olga o Tatiana o Anuska, algo que sonaba a novela rusa en cualquier caso-, que debe de llevar algún tiempo con mi hermano porque ya se le nota un deje de olor a tabaco negro por debajo de la nube de perfume caro que la rodea, pensará seguro, como pensarían las otras, que antes o después sentará la cabeza, que se comprarán un chalet en Pozuelo y que tendrán dos niños y un perro, y por eso se siente ya tan de la familia como para venir al hospital y aguantar la tensa espera, pero no tanto como para entrar a ver a mi madre, pues en el último momento ha preferido optar por la solución Julián: ojos que no ven, corazón que no siente.