Como era de esperar, Laureta se pasó años quejándose de Serge, que la tenía a cuerpo de reina pero que cada vez paraba menos por casa, hasta que un verano conoció al que sería su segundo marido, también en Ibiza y esta vez alemán, y se lió la manta a la cabeza separándose de Serge casi al mes de conocer a Christian, que así se llama el nuevo.
Y es que su mente funciona de una forma intuitiva, no lineal, y los flechazos le llegan de golpe, de la nada. El problema es que Christian adora a Laureta y a los niños, pero no tiene un duro. En Ibiza se ganaba la vida limpiando barcos (limpiaba, por ejemplo, el yate de Serge; así fue como le conoció) y poniendo copas, y cuando se enamoró de ella se vino a Madrid porque mi hermana no quería cambiar a los niños de colegio y de rutinas, pero ya no pudo seguir trabajando de camarero porque su recién estrenada novia no quería que pasara las noches fuera de casa. De modo que Christian acabó encontrando un trabajo de profesor en el Instituto Alemán. Bien pagado, en mi opinión, pero que no da para mantener el nivel de vida al que mi hermana estaba acostumbrada. Así que se acabaron los veranos en Ibiza y hubo que vender uno de los coches y despedir a las chicas.
Y más tarde cambiar de casa, porque la antigua estaba alquilada, aunque en realidad fuera propiedad de Serge, que la había puesto a nombre de una sociedad. Y claro, una cosa es vivir una pasión prohibida en un entorno paradisíaco y otra muy distinta vivir una vida normal con un profesor de alemán que está buenísimo (porque lo está), pero no más que lo estuviera el primer marido, y que encima es, como buen alemán, bastante previsible y aburrido.
Hoy, en el hospital, nos han hecho esperar más que de costumbre y a Laureta le ha dado tiempo a desgranarse en confidencias, pasillo va pasillo viene, mientras esperábamos a que los médicos acabaran con lo que estuvieran haciendo dentro ¿un respirador que falla?, ¿un monitor cuyas constantes descienden? Laureta dice que se separaría ahora mismo si pudiera comprarle a Christian la mitad de la casa (que compraron a medias tras el divorcio de ella), pero no puede, y ¿adónde va a ir ella con dos niños y al precio que se han puesto los pisos? Como los hijos son de su primer marido y al segundo no le corresponde garantizar su bienestar, ella está segura de que un juez no le daría la casa, de forma que parece que la burbuja inmobiliaria es la responsable de que viva atrapada en un matrimonio infeliz.
– He estado tan desesperada que he llegado a pensar que si mamá muriera al menos podría separarme. Con la herencia, ya sabes.
– No, si te entiendo. A mí se me pasó lo mismo por la cabeza, que podría pagar la deuda de Hacienda y cancelar la hipoteca.
– Se lo dije a Vicente y me dijo que él pensó lo mismo, que con la herencia podría pagar por fin la reforma de su casa.
– Somos unos hijos horribles…
– Sí…
Es el síndrome de Pollyanna, la niña que vivía en un orfanato esperando una muñeca y que recibió, por equivocación, un par de muletas de regalo de Navidad: dijo que se sentía feliz porque no tendría que usarlas.
De todas formas, la herencia no daría para tanto.
O sí. Me esfuerzo en alejar malos pensamientos, la imagen, por ejemplo, de una comida familiar en la que, cotilleando sobre las peleas familiares de unos vecinos, mi madre le dijo a Reme: «Yo siempre pensé que mis hijos tenían sus diferencias, pero cuando me entero de cosas así, me doy cuenta de que no se llevan tan mal», y Vicente intervino, medio en broma, medio en serio: «Ya, ya, espera a que tú te mueras y nos empecemos a pelear por tu dinero.»
3 de noviembre.
Ninguno nos conocemos del todo, y hace falta una situación extrema para que descubramos lo poco que sabemos de nosotros mismos. A solas creemos vislumbrar a veces algo de nuestro yo esencial -soy nerviosa, soy sensible, nunca diría esto, nunca me pondría aquello, nunca probaría lo otro, nunca llegaría a hacer una cosa así, nunca me sentiría atraída por tal o cual persona, este límite nunca lo sobrepasaría…-, pero al final esto no es más que una parodia íntima y el día menos pensado, en la situación aparentemente más cotidiana, descubrimos que todos los límites son sobrepasables. Vivimos más o menos felices mientras no sabemos lo que somos, pero todo cuanto somos consiste en lo que no somos, porque siempre nos engañamos en lo que creemos verdadero.
Fue horrible. No conseguía conciliar el sueño porque me rondaban por la cabeza tanto mis problemas de dinero como la imagen de mi madre en el hospital, y cuando por fin parecía, a las tres de la mañana, que empezaban a pesarme los ojos de sopor, tú te pusiste a llorar reclamando biberón y cambio de pañal y al final nos dieron las cuatro entre una cosa y otra. Había quedado con mi padre a las nueve de la mañana en el hospital y a las siete y media tenía que levantarme para que me diera tiempo a maquillarme, peinarme y vestirme con cierto esmero para que tu abuelo no me soltara la consabida perorata sobre mis pintas y mi aspecto, que me soltó de todas maneras en cuanto me vio llegar por la puerta.
Cuando volví a casa, a las tres, tu padre sacó el perro a pasear y me dejó sola en casa contigo. Y entonces, aún no sé por qué, te agarraste la primera rabieta de tu vida. No querías chupete, ni biberón, ni rorros, ni nanas, ni que te meciera, ni que te siseara, ni que te pusiera en el cuco ni que te paseara en cochecito por el pasillo, gritabas y gritabas cada vez más alto, la cara se te estaba poniendo roja como a un antiquerubín, un pequeño demonio de mes y medio, y pataleabas como si quisieras romper el aire. Yo estaba agotada y cansada, y parecía que tu llanto fuera un interruptor que hubiera activado de pronto lo peor de mí, todas mis inseguridades y mis miedos, y una voz interna me decía que no servía para madre y que no servía para nada, ni siquiera para algo tan simple como ocuparme de un bebé, y antes de que me diera cuenta me encontré zarandeándote. Las palabras del libro se me aparecieron de pronto, en letra negra impresa como si tuviera una pantalla blanca frente a mí: «Nunca sacuda al bebé, ni cuando se enoje ni cuando juegue. Sacudir a un bebé puede lesionarle el cerebro o causarle la muerte.» Entonces recuperé de pronto la cordura, te dejé en el cuco, todavía berreando, y me fui a otra habitación. Jamás me había apetecido tanto una copa.
Había leído en algún libro que si en cualquier momento me encontraba desbordada y fantaseando con maltratarte, debía llamar inmediatamente a una línea de ayuda.
Como creo recordar que el libro era yanqui, pues nunca he oído de líneas de ayuda para madres desbordadas en España, agarré un cojín del salón y lo aporreé con todas mis fuerzas hasta que me quedé exhausta. Al llegar a casa tu padre nos encontró a las dos hechas un mar de lágrimas.
No había pasado tanto miedo desde que vi Tiburón en el cine, a los ocho años.
En cuanto regresé a Madrid desde NY mi vida se convirtió en un frenético teclear de mails, todo encaminado a atar bien atado mi verano. Mails a Tania, que me aseguró que ya me tenía buscado y cerrado el trabajo para el verano como profesora de español para los cursos de Stony Brook. Mails a Sonia, que me buscó un sublet, un apartamento realquilado en Manhattan que pertenecía -no iba a ser de otra manera- a una stripper que en verano se iba a hacer la aventura japonesa (por lo visto en Japón las strippers blancas y rubias cobran sueldos astronómicos, muy en particular las aniñadas, razón por la cual esta chica era probablemente la única integrante de la muy boyante sex industry de Nueva York que no se había operado el pecho: caprichos del yen obligan). Mails al rumano, que me enviaba de vez en cuando notas muy cariñosas a las que yo respondía por educación y porque pensaba que me convenía contar con algún amigo en la ciudad más que porque el tipo me interesara demasiado o demasiado poco. Mails también al estudiante francés con el que había contactado por Internet y que me realquilaría el piso de Madrid durante el verano para, además de pagarme un dinero que me permitiera a mí pagar el plazo de la hipoteca, ocuparse de mantener limpia y viva la casa y cuidar de las plantas (aunque, por si acaso, Consuelo, que se quedaba con el perro, también tenía un juego de llaves y se pasaría cada semana a verificar si las cosas iban bien). Y mails finalmente a Claudia, una amiga de Paz que trabaja en una agencia de viajes y que se ocupó de buscarme el billete más barato en el vuelo chárter Madrid-Nueva York más cutre y casposo que se podía encontrar.