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Pues bien, años después, cuando murió la que había sido suegra de Flora por poco tiempo, se descubrió que la había mencionado en el testamento, conmovida tras comprobar que su nuera, tan bonita y bien plantada, había permanecido fiel a la memoria del marido y nunca se había vuelto a casar. El legado no era nada del otro mundo: las tierras fértiles y cultivables las destinó la buena señora a sus hijos vivos y, a la que fuera nuera, le legaba un solar situado en la Partida del Saladar, en el término municipal de Benidorm, escriturado en cuatro mil pesetas de las de entonces. Vaya, que tuvo el detalle de dejarle lo que entonces eran unas tierras salitrosas demasiado cerca del mar y malas para cultivar, de hecho frente a él, justo en la playa de la Xanca, que se llama hoy playa de Poniente. El terreno tenía pues más valor simbólico que otra cosa. Como ya he dicho, no era fértil ni tampoco valía para hacerse una casita porque por aquella época tan cerca del mar sólo vivían los pescadores más paupérrimos debido a que el salitre que la brisa del estero transportaba desde el agua se colaba en las casas y estropeaba los muebles. Además, y en el improbable supuesto de que una familia medianamente pudiente se arriesgara a asentarse allí sacrificando el buen estado de sus preciados enseres, también permanecía en el inconsciente colectivo de Benidorm como una prohibición inherente, como un riesgo que sólo los muy irreflexivos o muy pobres podían asumir, la idea de que una casa frente al mar no era segura. Antaño la localidad había sido víctima de innumerables saqueos berberiscos y moros, y por eso había perdurado a través de los años una norma no escrita: la gente de posibles se instalaba en lo alto de la montaña. Sólo los pobres vivían en la playa, pero siempre con la aspiración de subir la cuesta.

Años después de casarse, mi madre heredó de su tía Flora aquel terreno de Benidorm que, como ya he dicho, muy poco o nada valía en el momento en que la Lloreta se lo legó en testamento.

Pero mucho más tarde, con el boom inmobiliario, cuando ya casi no quedaba un palmo de tierra sin urbanizar en la provincia, una inmobiliaria le ofreció a mi madre un buen puñado de millones por aquella tierra antaño yerma y recién convertida en filón en la que se construiría el edificio de apartamentos Principado Arena que, según tengo entendido, sigue en pie a día de hoy. Y así fue como mi madre se vio de la noche a la mañana, si no rica, sí al menos muy bien situada. Y además le pertenecía sólo a ella porque, según la ley, aquel terreno no entraba en bienes gananciales sino en parafernales, dado que lo había heredado tras casarse. Claro que, según los artículos vigentes por aquel entonces en el Código Civil sobre esta materia, para cualquier acto de disposición relativo a los bienes parafernales se necesitaba licencia marital. Es decir, que ella no podía disponer como le diera la gana de su terreno o su dinero si no contaba con la rúbrica previa de su esposo, aunque ese terreno o ese dinero fueran sólo suyos. Y es que en aquella época era un hecho perfectamente reconocido por la ley que la mujer carecía de la plena capacidad de obrar. Como suena, no me lo invento, pregúntale a cualquier abogado de cierta edad. Por eso las mujeres necesitaban de autorización del padre o del marido para poder disponer de su sueldo, si lo tenían, o para salir del país, o incluso las primeras abogadas necesitaban, para entrar en una prisión a visitar a sus clientes presos, permiso de sus maridos.

Poco sé de lo que se hizo o se dejó de hacer con aquel dinero -sospecho o me suena que el capital se invirtió con tino-, pero sí que mi madre tenía cuentas corrientes propias y bien nutridas porque en alguna discusión con mi padre se lo oí decir, que ella no le necesitaba para nada, que tenía capital suficiente para vivir sola y sin su ayuda el resto de su vida si quisiera, y que como le siguiera gritando iba a agarrar el portante en aquel mismo momento y nunca más le veríamos el pelo. En el calor de una de esas discusiones él le dijo vinas palabras que se me quedaron grabadas a fuego, algo como que ella era una desagradecida, que así le iba a pagar el favor que le hizo al casarse con ella y traerla después a Madrid. Como comprenderás, no es una frase de la que una se olvide fácilmente. Lo peor es que esas palabras me dejaron una duda que, desde que las oí, me asaltaba recurrentemente cuando pensaba en mis padres: no sé qué favor era ése. Yo siempre había creído a pies juntillas lo que contaba Eugenia, la mejor amiga de mi madre, que no se cansaba de repetir que el que salió ganando en aquel matrimonio había sido él (siempre tuve la impresión de que a Eugenia mi padre, por lo que fuera, no le caía demasiado bien, y eso era raro, porque es un hombre que le suele caer bien a la gente en general y muy en particular a las mujeres), y que favor ninguno le había hecho trayéndola aquí, porque ni a mi madre le gustaba la capital ni le venía bien el clima para su enfermedad. Pero, eso sí, por lo menos de este modo pudo vivir cerca de Eugenia, su amiga del alma.

Pues bien, esta mañana mi padre y mi hermano han ido al banco con una nota del médico, y no sé mediante qué truco o subterfugio, legal o ilegal, han conseguido cambiar la titularidad de las cuentas de mi madre en favor de mi padre en connivencia con el director de la sucursal, íntimo amigo de la familia de toda la vida. «Ahora ya mejor que no se despierte», dijo Vicente, «porque como lo haga y se entere de esto nos mata». Yo pensé que algo así era típico de Vicente, que se siente medio mundo y centro de gravitación de la otra mitad, por lo que toma siempre sus eficientes decisiones sin consultar a los demás, con una exorbitada ansiedad por controlarlo y preverlo todo debajo de la que subyace otra preocupación mucho más honda: una búsqueda simbólica de la protección y el refugio que anheló y no tuvo en la infancia.

Se supone que este cambio se hace necesariamente por una cuestión de seguridad, de seguridad de mi padre, para evitar que, en caso de morir mi madre, Hacienda se lleve la mitad del dinero. O quizá sea, y en esto yo no me había parado a pensar nunca, porque mis padres ahora vivan de los réditos de esas cuentas, ya que la pensión de él para mucho no debe de dar.

Y entonces caigo en lo curioso que resulta que yo nunca haya tenido muy claro qué tipo de vida llevaban mis padres, o de dónde salía el dinero que la sufragaba. En su día, antes de que él dejara de trabajar -pues antes de cumplir los cincuenta y cinco se prejubiló, cosa rara en la época, pero no para un hombre que podía vivir holgadamente de las rentas de su mujer-, yo sabía que trabajaba en una empresa de importación y exportación, pero nunca pregunté mucho sobre su cargo o sus atribuciones absorbida como estaba, en la adolescencia, por mi amor no correspondido y, en la primera juventud, por la obsesión de largarme en seguida de aquella casa en donde ellos dos se cruzaban gritos y reproches día sí y día también. Siempre pensé que lo importante era encontrar un trabajo lo antes posible y buscarme una casa propia, y en cuanto tuve una no regresé al hogar en el que había crecido más que una vez cada dos domingos, para comer, y en esas ocasiones no preguntaba mucho sobre la vida de los demás ni tampoco contaba demasiado sobre la mía, porque en realidad casi no hablaba de nada y me limitaba a poner buena cara y a dar cuenta de lo que hubiera en el plato. Tenía poco que decir y mis expresiones de cariño eran forzadas, como si estuviera ocultando una culpa escondida. Había algo casi trágico bajo el aburrimiento de aquellas comidas, unida como estaba yo a los otros comensales por un vínculo secreto y no reconocido que iba más allá de los lazos de sangre: el del pasado compartido y el de todo lo no dicho pero en el fondo sabido. Parecía que nos esforzáramos desesperadamente, en ese intento de fingir que éramos una familia bien avenida, en buscar algo en el fondo de los platos que no íbamos a hallar jamás. Yo habría sido incapaz de decir exactamente el qué, carecía de palabras para argumentarlo y sólo entendía que algo faltaba y que me sentía vacía y desconsolada sin aquel algo. Deseaba sentir la antigua e instantánea reacción infantil cuando mi madre se inclinaba hacia mí, aquel profundo sentimiento de proximidad, casi de fusión. Y por eso seguía yendo cada dos domingos, a sabiendas de que yo no me iba a sentir a gusto y probablemente ellos tampoco.