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Para cuando leas esto ya te sabrás de memoria el cuento de Blancanieves (porque yo me encargaré de contártelo por las noches) y ya sabrás que su madrastra tenía un espejo mágico en el que se miraba todas las mañanas (It was a mirror framed in brass, a magic talkinglookingglass…) y al que le preguntaba quién era la más bella del reino. Invariablemente, una voz desde el azogue le contestaba: «Tú, mi reina.» Hasta el día en que el espejito de marras, harto de repetirse, se salió por la tangente y le dijo aquello de que su hijastra era más bella. Y en ese mismo instante comenzó la ruina de la reina.

Todas las brujas tienen un espejo. También tienen, puestos a enumerar, una vara, un pentáculo, una campana y una daga. ¿Y una escoba? No, la escoba no es necesaria, en realidad era una forma de esconder la vara de avellano, por si se pasaba por casa un inquisidor, tú ya me entiendes.

Ahora cualquiera tiene un espejo, pero entonces, en los tiempos de Blancanieves, los espejos eran raros y caros. Mucha gente moría sin haber visto nunca su propio reflejo, sin saber cómo era su cara.

¿Y por qué tenían las brujas un espejo? Porque el primer conjuro que una bruja debe realizar es el de encantarse a sí misma en los dos sentidos de la palabra. Debe mirarse al espejo cada mañana y repetirse siete veces (ya sabes que siete es un número mágico, por algo tú naciste a las siete en punto): eres bella, eres adorable, formas parte del universo. Y este primer encantamiento le proporcionará la fuerza suficiente para poder realizar después cualquier otro hechizo.

Muchos terapeutas que nada saben de brujas ni de magia recomiendan lo mismo a sus pacientes. Lo sé porque cuando fui a aquella terapia para mujeres maltratadas se lo escuché a la psicóloga que dirigía el grupo. Había que levantarse cada mañana, plantarse desnuda frente al espejo y decirse «te quiero» a una misma. Como suena.

Yo lo intenté, pero me fue imposible. ¿Cómo iba yo a querer a ese ser deforme, de caderas anchas como el canal de Panamá, con semejantes ubres colgantes y aquellos rollos de grasa que destacaban flácidos allí donde deberían estar los abdominales? Mi espejito me estaba diciendo que yo no era la más bella, y yo era incapaz de decirme «te quiero» porque no me llevaba bien con la chica que vivía al otro lado del espejo, y por eso yo había perdido el poder sobre mí misma y se lo había cedido al primero que vino reclamándolo.

Y por eso me había embarcado en aquella estúpida historia que fue a la vez reposo y amenaza, porque los ojos en los que me miraba un momento eran tiernos y al siguiente reflejaban la fijeza del odio en las pupilas de vidrio, porque el afecto o su necesidad o su deuda acababan por pesar como grilletes, porque se aceptaban con calma los insultos y los gritos cuando pensaba, equivocada, que el rencor dolía menos que el olvido. Pero si alguna vez el deseo ofreció delicias llegaron a la boca envenenadas por el sabor amargo de la desconfianza. Y así vivía exhausta, al borde de morirme de mí misma por recordar al otro a cada instante como el ciego recuerda la luz. Ciega, sí: ya no tenía ojos porque sólo veía a través de los de otro, condenada a repetir en un laberinto de espejos el mismo dédalo sangriento y angustioso que tantas otras amantes dóciles, sumisas, sufridoras y abnegadas recorrieran antes que yo, sin encontrar jamás la salida, sintiéndose como sombra, sin peso, como si la propia presencia fuera apenas vibración leve en el aire inmóvil: retrato, copia, calco, reflejo, refracción de cristal, figura proyectada, doble, eco… pero no yo, no mi persona.

Y para verme a mí misma tenía que desechar todas esas imágenes, y quedarme con la imagen dibujada en la última soledad, en la más íntima, sin fusiones ni dobles. Aquella en la que otro no participara.

8 de octubre.

¿Cómo pretende alguien que escriba si te tengo que tener en brazos todo el rato? He probado a poner el cuco en la mesa, al lado del ordenador, de forma que me puedas ver, pero no es lo mismo. Reinterpretando a Bretón, tú has decidido que «será en brazos, o no será» y ya no es que resulte de lo más heroico teclear y mantener al mismo tiempo en el regazo sin que se caiga una niña que pesa 4,200 kg, sino que además no puedo levantarme para ir al baño o a picar algo o coger el teléfono sin exponerme a una de tus rabietas. Estás perfectamente tranquila hasta que notas que he desaparecido de tu radio de visión, o quizá debiera escribir radio de olfato o audición, porque tengo entendido que lo que se dice ver, no puedes ver mucho, apenas unas manchas de color. Entonces empiezas a llorar: primero unos leves gemiditos de advertencia y luego, si no te he hecho caso, un berrido histérico y desconsolado. Sé que te dormirás plácidamente cuando llegue tu padre, así como hacia las dos, y él te encontrará toda mona soñando tranquilita en tu cuna y por tanto no me creerá cuando le diga que te has pasado cuatro inmisericordes horas despierta, martirizando a tu pobre madre. Tienes suerte de ser tan guapa (y no es pasión de madre, eres un bebé precioso: cuando fuimos a pesarte en la farmacia a todas las señoras, farmacéutica incluida, se les caía la baba), porque si ahora tuvieras la cara de tu prima Laura a tu edad (que parecía, te lo juro, una réplica de ET), seguro que no se te consentía tanta tontería. Lo dicho, y van tres: anatomía es destino.

Muchas de nosotras tenemos que mirar hacia afuera para atrevernos a mirar dentro y esperamos de los demás que nos valoren para poder así valorarnos nosotras mismas, lo que, inevitablemente, nos deja con el regusto amargo de sentirnos utilizadas e invadidas. Y permitimos esta invasión por miedo y por culpa: miedo al rechazo, a no gustar, a no estar a la altura de las expectativas del otro, y culpa cuando no se está. Porque tememos el rechazo de los demás permitimos que violen nuestros espacios y fronteras emocionales. Así confundimos amor con sumisión, intimidad con posesión, afecto con culpa, chantaje con deber, sexo con violencia, control con pertenencia.

Y es que del amor al odio media un paso o un tabique de obra, ya lo decía Chrissie Hynde: There's a thin line between love and hate. De la misma manera, una línea muy difusa hace de frontera entre un abuso y una relación de inconveniencia, y es muy difícil a veces establecer la diferencia, sobre todo si se trata de una diferencia que la afecta a una muy directamente.

Te pongo un ejemplo: en los años ochenta, cuando aún me paseaba por Madrid con la túnica negra y las muñequeras de pinchos, yo era fan pero que muy fan de Prince (antes de que se quitara el nombre primero y se hiciera testigo de Jehová después, y pese a que a Sonia y a Tania les pareciera una horterada) y me vi no sé cuántas veces Purple Rain, que no era exactamente una joya del séptimo arte, pero en la cual, qué diablos, salía Prince en tres cuartas partes del metraje. Pues bien, recuerdo una escena en la que Apollonia Kotero, recién estrenada novia de El Chico (ergo, Prince), se presentaba en la casa de su amor, toda contenta y pizpireta, a regalarle una guitarra y, de paso, a comunicarle la buena nueva: ha sido contratada como corista estrella de un grupo de chicas. Pero resulta que el factótum del grupo no es otro que Morris, el superenemigo de El Chico, así que, sin mediar palabra, El Chico le pega tal bofetón a Apollonia que la tira literalmente al suelo. Primer plano de una estupefacta Apollonia acariciándose la mandíbula no se sabe bien si porque le duele o para comprobar que no se le ha desencajado. Por fin se levanta como puede sobre sus tacones de aguja y se marcha indignada, recomponiendo la postura y la poca dignidad que le queda. Pero ¿te crees tú que se va derechita a la policía a denunciar a El Chico? No, qué va.

Apollonia enfila sin dudar hacia el club de moda para cantar, ligerita de ropa, You are my sex shooter, que es lo suyo. Es más, al final de la peli Apollonia y El Chico terminan juntos y acarameladísimos, como se veía venir (no se iba a quedar Prince solo, vamos, es lo que faltaba), y eso que aún la tira al suelo una vez más antes de que la cinta se acabe. Y nunca, jamás, le pide disculpas.