– Pero no parece que te vayan mal las cosas.

– No me van mal, no. Hago mucho dinero. Pero también arriesgo mucho. Esto del trapicheo no es tan fácil como la gente cree, no.

Qué me vas a contar a mí, pensé para mis adentros. Pero seguí calladita.

– No, en esto se puede ser cualquiera. El éxito depende de muchos factores, entérate, y no sólo de los primeros en los que tú pensarías. No se trata de pasar el mejor material, no, ni de servir con la mejor rapidez, ni de ser el más eficiente, ni siquiera de no meterse lo que uno vende, aunque eso, por supuesto, también es importante. Hace falta, por ejemplo, ser un buen psicólogo. Saber cómo es una persona desde el primer golpe de vista. Interpretar sus gestos, sus miradas, su forma de vestir la ropa. Yo, por ejemplo, puedo oler a un policía a kilómetros de distancia. Y sé también cuándo alguien está tan ansioso que me pagaría por el material el quíntuple de su precio con tal de que se lo entregase en el momento.

Me sonaba a discurso repetido, a algo que ya había oído antes, y me acordé de Coco por primera vez en muchos años… ¿Qué habría sido de él? Barry me ofreció el porro. Rehusé con un movimiento de cabeza.

– Por ejemplo -continuó-, la primera vez que te vi, pensé: aquí hay una tía lista. No dijiste nada. Ibas detrás de Cat y me miraste de arriba abajo. Adelantabas las caderas con aire arrogante y te mantenías en tu sitio. Vale, me gustó que permanecieras callada porque la mayoría de la gente hace cantidad de preguntas absurdas para llenar el silencio que les oprime. La gente dice que eres borde. Pero yo no. Yo supe desde el primer momento que eras lista, y valiente.

Me miró a los ojos, creo que esperando una respuesta, pero permanecí en silencio. Así que él pegó una larga calada al porro y el humo se extendió por el comedor.

– Otro detalle esencial es el factor suerte. Yo tengo suerte. He tenido suerte esta noche al encontrarte aquí. A fin de cuentas, hoy es viernes y medio Edimburgo se está emborrachando como cada viernes por la noche. Podías no haber estado. Podías haber salido a bailar. Sin embargo tú, que te crees una chica lista, te has quedado a estudiar. Pero a veces parece que tu inteligencia no te sirve para nada -prosiguió-. Mira a Cat, por ejemplo. Te aseguro que gran parte de ese medio Edimburgo que baila daría un brazo por acostarse con ella. Hombres y mujeres. Y tú, que tienes ese chollo, eres incapaz de valorarlo, joder. No sé si te das cuenta del daño que le haces… Porque ella es una persona muy especial, muy sensible… Cuando yo salía con ella…

Interrumpió de nuevo su discurso y me dedicó otra mirada inquisitiva, como para comprobar que, efectivamente, me sorprendía la afirmación. Yo seguí sin decir palabra.

– Porque yo estuve con ella. Fue cuando llegó a Edimburgo… Caitlin tenía el pelo muy largo entonces, aún me acuerdo… Era muy guapa, casi más que ahora…

Se detuvo, y permaneció unos segundos mirando al vacío como si reviviera aquella imagen frente a sí.

– No lo sabías, ¿verdad? No, no te lo ha contado, claro. Es tan reservada con sus cosas… Podrá contarte la historia de todas sus novias, y explicarte si sus orgasmos eran clitóricos o vaginales, pero nunca hablará de lo que realmente le importa, ya sabes. Y tú eres tan arrogante que ni siquiera te has parado a pensar que el bueno de Barry… No, no nos acostábamos juntos, si es en eso en lo que estás pensando, pero éramos más pareja que muchas parejas que sí lo hacen…

Yo comprendí perfectamente lo que había querido decir: nosotras lo hacíamos.

– Bueno, pues la cosa es que Caitlin, porque nadie la llamaba Cat entonces… Caitlin y yo vivimos juntos varios meses, justo cuando yo vine de Glasgow. Ella acababa de llegar de Stirling no tenía dónde caerse muerta. Así que se vino a vivir conmigo, a un squat cerca de Leith Walk. Dormíamos juntos, pero no follábamos, y tampoco creas que a mí me importaba. Por entonces estaba muy metido en el coñazo ése del rollo tántrico y estaba convencido de que los ciclos de celibato eran buenos para el espíritu. En fin, a cualquiera le puede dar por ahí, supongo… Además, me metía tanta jaco entonces que ni siquiera hubiese podido follar aunque hubiese querido. Pero me he sentido más cerca de ella que de la mayoría de las mujeres con las que sí me he acostado.

Yo la quería mucho, y la quiero aún. Por eso no me gusta lo que haces con ella. Si utilizases tu cabecita privilegiada para algo, te quedarías con ella. Te darías cuenta de que es lo mejor que puedes encontrar.

– Y tú que la quieres tanto -pregunté yo, por fin-, ¿por qué crees que debo quedarme con ella? ¿No crees que le haría daño?

– No, a ella le vendría bien alguien como tú -me respondió-. Necesita alguien fuerte a su lado.

– Yo no soy fuerte -dije-; tengo un carácter muy débil.

– Reconocer la propia debilidad es un signo de fortaleza -afirmó solemne, inhalando largamente su cigarrillo de hachís.

Acercó su silla a la mía y me acometió un repentino impulso de retroceder, pero lo reprimí.

– No vendría a decirte esto si no creyese que fuese necesario. Casi nunca hablas conmigo, pero sé que me tienes respeto. Lo noto. Creo que estás a punto de cometer una equivocación. Porque tú quieres a Cat, estoy seguro. Aunque a veces tengo la impresión de que tú ni siquiera lo sabes.

No negué ni asentí. Él acercó su silla un poco más, hasta que nuestras rodillas se tocaron.

– Beatriz…

Me sorprendió que me llamase por mi nombre. Nunca lo había hecho hasta entonces. Quizá porque no sabía pronunciarlo.

– No sé -prosiguió- si conoces la historia de cierto pueblecito costero de las Highlands que, durante la guerra, organizó una muralla de defensa en su puerto formada por veinte bombarderos que habían recibido la orden de atacar a todo navío que llegara. Aquel remoto lugar estaba situado en un valle rodeado de montañas y resultaba prácticamente inaccesible por tierra. Era un pueblo tan puñeteramente insignificante que al Almirantazgo se le olvidó enviar por cable la noticia de que la guerra había acabado. Así que durante años y años el pueblo permaneció incomunicado, atacando a todo barco que intentaba aproximarse…

– Muy bien… ¿Y qué me quieres decir con eso? -le interrumpí, arrogante.

– Que tu guerra ha terminado, y va siendo hora de que retires las defensas.

Y de repente, como si se hubiese dado cuenta de que ésa precisamente y no ninguna otra era la frase idónea para zanjar el discurso que le había traído hasta nuestra casa, se incorporó y anunció que se marchaba. Me alegré, porque su comportamiento me había parecido tan extraño que suponía que iba puesto de algo, y me daba miedo quedarme a solas con él y con su imprevisibilidad. Le acompañé hasta la puerta como una anfitriona modelo, y, ya con un pie en el felpudo, se detuvo, se apoyó en el dintel y volvió a atravesarme con una de sus extrañas y fijas miradas. Me estaba poniendo nerviosa, pero no podía evitar sentirme inundada de una curiosidad que me mantenía clavada en el sitio. De repente, él acercó apresuradamente sus labios a mi cara y me encontré con un inesperado beso en la mejilla. Inesperado por varias razones: porque la situación no lo requería, porque en Escocia el beso no es una cortesía formal de saludo, como en España, y sólo se besa a los amantes y a los niños, y porque de todas las personas que conocía en Edimburgo, Barry era el último a quien hubiera imaginado dispuesto a besarme. Acto seguido adelantó la cabeza muy despacio y me plantó los labios frente a los míos, ofreciéndomelos. Respondí y deposité un beso tímido en el borde de su boca. Seguimos besándonos superficialmente, sin pasar de tímidos jugueteos propios de dos niños y aún tardamos un poco en dejarle paso a nuestras lenguas. Nos fundimos después en un abrazo apasionado, intercambiando el calor de nuestros cuerpos. Ambos sabíamos que no llegaríamos más lejos, que no haríamos el amor. Ambos sabíamos que estábamos besando a Cat.