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– Está en el baño, ¿quiere dejar un mensaje? -hablaba en inglés con un fuerte acento alemán.

Cortésmente le dije que no era necesario y que luego lo contactaría. Al colgar el teléfono me invadió el desánimo. Ese alemán tenía una amante, claro que también podía ser su esposa. Él nunca me había hablado sobre su vida privada, además yo nunca le había preguntado. Como sea nuestra relación se había limitado sólo a fuck aquí, fuck allá.

Me acosté abatida en la bañera, burbujas de rosas se amontonaban alrededor de mi cuerpo, una botella de vino tinto estaba al alcance de mi mano, ése era mi momento más vulnerable, pero también era mi momento más narcisista. En ese instante me imaginé a un hombre empujar la puerta del baño, acercarse, dispersar las burbujas y los pétalos de rosas y, como si escarbara un tesoro, sacar de mi cuerpo la más recóndita felicidad. Vi cómo sus toscas manos me estrujaban como a un pétalo, me rompían y me despedazaban, vi cómo mis ojos bajo la tenue luz se humedecían de vergüenza, cómo mis labios se abrían y se cerraban mientras la saliva se escurría, cómo mis piernas se abrían y se cerraban al son del placer.

De pronto recordé a Tiantian. Él con su dedo, único e incomparable, innumerables veces me había producido ese estado hipnótico sexual y poético del deseo carnal. Sí, era como un estado de hipnosis donde capas y capas de niebla eran removidas para escarbar el verdadero centro del amor. Con los ojos cerrados tomaba el vino mientras me acariciaba entre las piernas. Esta tortura me hizo de pronto comprender por qué en la película Quemada por el sol Alejandra escogió la bañera para morir.

De repente sonó el teléfono. "Tiantian", exclamé por dentro abriendo grandes mis ojos, me estiré y tomé el auricular colgado en la pared del lado derecho.

– Hello, soy Mark.

Tomé aire.

– Hi!

– Hace un rato me llamaste ¿verdad? -preguntó.

– ¡No! -dije-, yo no te llamé por el fucking teléfono. Estoy aquí bañándome tranquila y felizmente. -Eructé por el vino y me reí entre dientes.

– Me dijo mi esposa que, mientras me bañaba, alguien me llamó por teléfono, por el acento parecía una china, pensé que eras tú -dijo él como convencido de ser un triunfador y de que yo moría por él.

– O sea que tienes esposa.

– Acaba de llegar de Berlín, vino a pasar la Navidad en Shangai, en un mes se vuelve. -Curiosamente me hablaba como si me quisiera consolar, ya que yo sufría mucho por esa situación.

– ¿Ha estado muy ocupada? Ah, por cierto, me acordé de algo, ¿cambiaste las sábanas?… Estoy segura de que las cambiaste, de lo contrario ella podría descubrir el olor a china en ellas. -Sonreía suave, sabía que estaba algo tomada, estar un poco borracha es agradable, todo se puede ver más claro, como cuando la niebla se dispersa.

A los veinticinco años uno posee una capacidad enorme para afrontar eventos inesperados, si en ese momento me hubiera dicho que ya no me quería ver o que se pensaba ir a Marte, no me hubiera sentido decepcionada, tenía que saber manejar con claridad nuestra relación, uno es uno, dos son dos, no hay que perder la brújula.

El también reía, dijo que la Navidad estaba cerca, que su empresa tendría vacaciones largas y que él me quería ver. Me hablaba en chino, seguramente porque su esposa estaba al lado y no entendía ni una palabra. Los hombres siempre hacen barbaridades en la nariz de las mujeres, pueden decir "amarte y serte fiel son dos cosas diferentes", la mayoría de los hombres no se adapta a la monogamia, añoran los palacios antiguos que albergaban a tres mil concubinas.

Dijo que en unos días un amigo periodista llegaría de Alemania. Quería presentarnos ya que su amigo planeaba entrevistar mujeres jóvenes de Shangai fuera de lo común.

Lo que en el fondo dijo es que no estaría mal cenar con una amante y un amigo periodista. Ese día, antes de salir, me arreglé mucho, me encanta la sensación narcisista de estar frente al espejo delineándome las cejas, poniéndome rubor y desenfundando el lápiz de labios, sólo por eso volvería a nacer como mujer. Arreglarse con cuidado sin que queden huellas del pincel, que el resultado sea discreto pero que asombre al que lo vea, las mujeres de Shangai tienen esa cualidad innata de sublimes calculadoras.

Según los libros, el negro es el color de la suerte para mi signo del horóscopo. Me puse una blusa negra pegada al cuerpo de cuello alto, unas botas de tacos increíblemente altos, me recogí el pelo con naturalidad y lo sujeté con un gancho de marfil, en la muñeca me puse un brazalete de plata que me había regalado Tiantian. Vestida así, sabiéndome bella, me sentí segura.

El M on the Bund era un restaurante a la orilla del río de dos hermanas australianas, muy caro pero nada particular en los sabores de su cocina. Era un buen negocio, los extranjeros que trabajaban en Pudong cruzaban el río y almorzaban allí. El restaurante era grande y la decoración impresionante, lámparas de más de dos metros y una balaustrada de hierro forjado, un estilo simple y elegante que tal vez correspondía a la estética austera de Mark y los de su etnia. Lo único extraordinario era la enorme terraza fuera del restaurante, donde uno podía apoyarse en la baranda para ver a lo lejos las dos orillas del Huangpu.

El periodista amigo de Mark se llamaba Luande, ojos y pelo negros, sus abuelos habían emigrado de Turquía a Alemania. Al principio hablamos de fútbol y de filosofía. Al hablar con un alemán de fútbol, uno se siente inferior, pero en filosofía mi país tiene mucho de qué presumir. Luande admiraba a Confucio, a Lao Zi, el primero impulsa a caminar por todo el mundo en búsqueda de la sabiduría antigua y verdadera, el segundo proporciona consuelo en los ratos de dolor y soledad, como la morfina.

A petición de Luande, empecé a hablar de mi vida y de mi libro que había provocado reacciones extrañas, hablé también acerca de mi relación con la generación de mis padres, de mis novios. Cuando llegué a Tiantian miré de reojo a Mark, quien cortaba una pierna de cordero en salsa de vegetales pretendiendo no oír nada.

Hablaba con toda honestidad, Tiantian era mi único amor, un regalo del cielo, aunque siempre sentí que ése era un amor imposible, al que no quería ni podía cambiar, hasta el día de mi muerte jamás me arrepentiré. Cuando hablé de la muerte, pensé que no le tenía miedo, a lo único que le temía era a la vida aburrida, por eso escribía. Mi inglés no era muy bueno, para algunas palabras necesitaba la traducción de Mark, quien todo el tiempo me ayudaba con mucha seriedad.

Mark todo el tiempo pretendía ser solamente mi amigo, pero no podía dejar de mirarme, luego contó algunos chistes, por ejemplo, que cuando empezaba a estudiar chino, siempre confundía la palabra pibao, cartera, con baopi, prepucio; así que un día que invitó a un colega chino a cenar, a medio camino palpó su bolsillo y muy apenado le dijo:

– Discúlpeme, no traje mi prepucio.

Yo estallé en risas, él no paraba de hablar y todo el tiempo contaba chistes subidos de tono. Su mano bajo la mesa buscaba mis piernas, era un acto arriesgado, en uno de mis cuentos hay una situación en que se agarra la pierna equivocada. Pero él sin el más mínimo error encontró mi rodilla, lo que me provocó cosquillas y empecé a reír. Luande me vio reír y me dijo:

– Sigue riendo porque quiero tomarte algunas fotos así.

Le pregunté en chino a Mark:

– ¿Ésta es una entrevista seria?, ¿no es sólo para satisfacer la curiosidad de los alemanes sobre un enorme y misterioso país oriental y una joven escritora rebelde?

– No, no, tus cuentos me gustan mucho, estoy seguro de que te van a respetar, un día tus libros van a ser traducidos al alemán.

Después de la cena nos dirigimos al Goya de la calle Xinhua. Era un pequeño bar famoso por sus más de cuarenta clases de Martinis, muchos sillones, altos candelabros, cortinas largas hasta el piso y una música absolutamente hipnótica. Me gustan los dueños, una joven y hermosa pareja recién venida de los Estados Unidos. La dueña se llamaba Songjie, pintaba muy bien, la blancura de su cara era lo más misterioso que había visto, por mucho polvo que una se pusiera simplemente no se le podía igualar.