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Extrañamente, este hecho incrementó el horror en vez de disminuirlo, porque en su fuero interno todos estaban seguros de que las muchachas habían sido violadas. En este caso se habría conocido por lo menos el móvil del asesino, mientras que ahora se sabía lo mismo que antes, no se tenía la menor pista. Y quien creía en Dios, se refugiaba en la oración, para que al menos la propia casa se salvara del demoníaco visitante.

El concejo, un gremio de los treinta ciudadanos nobles más ricos y prestigiosos de Grasse, caballeros ilustrados y anticlericales en su mayoría, que habrían preferido ver en el obispo sólo a un buen hombre y los conventos y abadías convertidos en almacenes o fábricas, estos arrogantes y poderosos caballeros del concejo se vieron obligados en su impotencia a redactar una sumisa petición a monseñor el obispo para que se dignara maldecir y excomulgar al monstruoso asesino de doncellas, a quien el poder civil no conseguía atrapar, como hiciera su preclaro antecesor en el año 1708 con las terribles langostas que entonces amenazaban al país. Y de hecho, a finales de septiembre, el asesino de doncellas de Grasse, que hasta la fecha había segado la vida de nada menos que veinticuatro de las más hermosas doncellas de todas las capas sociales, fue maldecido, excomulgado y proscrito con toda solemnidad en todos los atrios de las iglesias por escrito y oralmente desde todos los púlpitos de la ciudad, entre ellos el de Notre-Dame-du-Puy, por boca del obispo en persona.

El éxito fue contundente. Los asesinatos cesaron de la noche a la mañana. Octubre y noviembre transcurrieron sin cadáveres. A principios de diciembre llegaron noticias de Grenoble según las cuales había aparecido allí un asesino de doncellas que estrangulaba a sus víctimas y les arrancaba la ropa a tiras y los cabellos a mechones. Y aunque un crimen tan tosco no coincidía en absoluto con los asesinatos ejecutados tan limpiamente en Grasse, todo el mundo se convenció de que se trataba del mismo criminal. Los habitantes de Grasse se persignaron tres veces con gran alivio porque la bestia ya no se encontraba entre ellos, sino que atacaba en Grenoble, a siete días de viaje. Organizaron una procesión de antorchas en honor del obispo y celebraron el veinticuatro de diciembre un oficio en acción de gracias.

El primero de enero de 1766 se suavizaron las medidas de seguridad, levantándose el toque de queda para las mujeres. La normalidad volvió con increíble rapidez a la vida pública y privada. El miedo parecía haberse evaporado, nadie hablaba ya del terror que había dominado a la ciudad y sus alrededores hacía sólo unos meses. Ni siquiera en el seno de las familias afectadas se mencionaba el tema. Parecía que la maldición episcopal no sólo hubiera proscrito al asesino, sino también su recuerdo, y esto complacía a la población.

Sólo los que tenían una hija que acababa de alcanzar la pubertad, la perdían de vista de mala gana y se inquietaban cuando oscurecía y eran felices al día siguiente cuando la encontraban sana y alegre, sin querer confesarse abiertamente el motivo.

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Había, no obstante, un hombre en Grasse que no se fiaba de la paz. Se llamaba Antoine Richis, desempeñaba el cargo de Segundo Cónsul y vivía en una casa señorial al principio de la Rue Droite.

Richis era viudo y tenía una hija llamada Laure. Aunque aún no había cumplido los cuarenta años y poseía una gran vitalidad, no pensaba contraer segundas nupcias hasta pasado cierto tiempo. Antes quería casar a su hija, y no con el primer buen partido que se presentara, sino con un hombre de elevada condición. En Vence residía un tal barón de Bouyon, que tenía un hijo y un feudo, buena reputación y una precaria situación financiera, con quien Richis ya había convenido el futuro matrimonio de sus vástagos. Una vez casada Laure, él haría gestiones encaminadas a emparentar con las prestigiosas casas Drèe, Maubert o Fontmichel, no porque fuera vanidoso y estuviera decidido a conquistar a cualquier precio una esposa noble, sino porque quería fundar una dinastía y preparar para sus descendientes una encumbrada posición social y también influencia política. Para este fin necesitaba por lo menos dos hijos varones, uno de los cuales tomaría las riendas de su negocio mientras el otro estudiaría leyes, llegaría al Parlamento de Aix y obtendría su propio título nobiliario. Sin embargo, un hombre de su condición sólo podía abrigar tales esperanzas con probabilidades de éxito estrechando lazos entre su persona y su familia y la nobleza provinciana.

Lo que justificaba estos planes tan ambiciosos era su legendaria riqueza. Antoine Richis era con gran diferencia el ciudadano más acaudalado de toda la comarca. Poseía latifundios no sólo en la demarcación de Grasse, donde cultivaba naranjas, aceitunas, trigo y cáñamo, sino también en Vence y los alrededores de Antibes, donde había arrendado tierras. Poseía casa en Aix, casas en el campo, intereses en barcos que navegaban hasta la India, una oficina permanente en Génova y las mayores existencias de Francia en sustancias aromáticas, especias, esencias y cuero.

Lo más valioso, sin embargo, de todo cuanto poseía Richis era su hija única, que acababa de cumplir dieciséis años y tenía cabellos de un color rojizo oscuro y ojos verdes. Su rostro era tan encantador que las visitas de cualquier edad y sexo se quedaban inmóviles y no podían apartar de ella la mirada, acariciando su cara con los ojos como si lamieran un helado con la lengua y adoptando mientras lo hacían la típica expresión de admiración embobada. Incluso Richis, cuando contemplaba a su hija, se daba cuenta de pronto de que durante un tiempo indeterminado, un cuarto de hora o tal vez media hora, se había olvidado del mundo y de sus negocios -lo cual no le pasaba ni mientras dormía-, absorto por completo en la contemplación de la espléndida muchacha, y después no sabía decir qué había hecho. Y últimamente -lo notaba con inquietud-, cuando la acompañaba a la cama por la noche o muchas veces por la mañana, cuando iba a despertarla y ella aún estaba dormida, como colocada allí por las manos de Dios, y a través del velo de su camisón se adivinaban las formas de caderas y pechos y del hueco del hombro, codo y axila mórbida, donde apoyaba el rostro, emanando un aliento cálido y tranquilo…sentía un malestar en el estómago y un nudo en la garganta y tragaba saliva y, Dios era testigo, maldecía el hecho de ser el padre de esta mujer y no un extraño, un hombre cualquiera ante el cual ella estuviera acostada como ahora y quien sin escrúpulos pudiera yacer a su lado, encima de ella y dentro de ella con toda la avidez de su deseo. El sudor le empapaba y los miembros le temblaban mientras ahogaba en su interior tan terrible concupiscencia y se inclinaba sobre ella para despertarla con un casto beso paterno.

El año anterior, en la época de los asesinatos, aún no había sentido nunca tan fatales tentaciones. El hechizo que su hija ejercía entonces sobre él era -o al menos eso le parecía- un mero encanto infantil. Y por ello nunca temió en serio que Laure pudiera ser víctima de aquel asesino que, como era sabido, no atacaba a niñas ni a mujeres, sino exclusivamente a doncellas púberes. Sin embargo, reforzó la vigilancia de su casa, hizo colocar nuevas rejas en las ventanas del piso superior y ordenó a la camarera que compartiera el dormitorio con Laure. Pero se resistía a mandarla lejos, como hacían los hombres de su clase con sus hijas e incluso con toda su familia. Encontraba tal proceder despreciable e indigno de un miembro del concejo y del Segundo Cónsul, quien en su opinión debía dar a sus conciudadanos ejemplo de serenidad, valor y tenacidad.

Además, era un hombre a quien no gustaba que nadie influyera en sus decisiones, ni una multitud dominada por el pánico ni, menos aún, un criminal anónimo y repugnante. Y por esto fue uno de los pocos habitantes de la ciudad que, durante aquel horrible período, fue inmune