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No se trataba de nada prohibido, desde luego, pero sí de algo muy poco delicado. Imitar secretamente el perfume de un competidor y venderlo con la propia firma era una indelicadeza flagrante. Aún era peor, sin embargo, ser sorprendido haciéndolo y por esa razón Chènier no podía saber nada, porque Chènier era un charlatán.

Ah, ¡qué triste resultaba para un hombre cabal verse obligado a seguir caminos tan sinuosos! Qué triste manchar de aquel modo tan sórdido lo más valioso que el hombre posee, su propio honor! Pero, ¿qué hacer, si no? El conde Verhamont era un cliente que no podía perder. Ya casi no le quedaba ninguno, tenía que correr detrás de la clientela como a principios de los años veinte, cuando se hallaba en los comienzos de su carrera y tenía que ir por las calles con el maletín. Sólo Dios sabía que él, Giuseppe Baldini, propietario del mayor y mejor situado establecimiento de sustancias aromáticas de París, un negocio próspero, tenía que volver a depender económicamente de las rondas domiciliarias que hacía con el maletín en la mano. Y esto no le gustaba nada porque ya tenía más de sesenta años y detestaba esperar en antesalas frías y vender a viejas marquesas, a fuerza de palabrería, agua de mil flores y vinagre aromático o ungüentos para la jaqueca. Además, en aquellas antesalas se encontraba uno con los competidores más repugnantes.

Había un advenedizo llamado Brouet, de la Rue Dauphine, que afirmaba poseer la mayor lista de pomadas de Europa; o Calteau, de la Rue Mauconseil, que había llegado a proveedor de la corte de la condesa de Artois; o aquel imprevisible Antoine Pèlissier, de la Rue Saint-Andrè- des-Arts, que cada temporada lanzaba un nuevo perfume que enloquecía a todo el mundo.

Así pues, un perfume de Pèlissier podía desequilibrar todo el mercado. Si un año se ponía de moda el agua húngara y Baldini hacía provisión de espliego, bergamota y romero para satisfacer la demanda, Pèlissier se descolgaba con el "Aire de almizcle", un perfume de extraordinaria densidad. Entonces todos querían de repente oler como un animal y Baldini tenía que emplear el romero en loción capilar y el espliego en saquitos olorosos. Si por el contrario se abastecía para el año siguiente de las cantidades correspondientes de almizcle, algalia y castóreo, Pèlissier sacaba un perfume llamado "Flor de bosque", que se convertía en un éxito instantáneo. Y si Baldini, finalmente, experimentando durante noches enteras o gastando mucho dinero en sobornos, averiguaba la composición de "Flor de bosque", Pèlissier creaba "Noches turcas" o "Fragancia de Lisboa" o "Bouquet de la corte" o el diablo sabía qué más.

Aquel hombre era en todo caso, con su irrefrenable creatividad, un peligro para todo el oficio. Uno deseaba que volviera la rigidez del antiguo derecho gremial, la vuelta de las medidas draconianas contra aquel hombre insolidario, aquel inflacionista del perfume. Deberían retirarle la patente, prohibirle de plano el ejercicio de su profesión… y sobre todo, ese tipo debía hacer primero un aprendizaje! Porque el tal Pèlissier no era un perfumista y maestro en guantería. Su padre sólo elaboraba vinagres y Pèlissier debía dedicarse a lo mismo y a nada más. Pero como la elaboración de vinagres le daba derecho a tener líquidos alcohólicos, había irrumpido como una mofeta en el terreno de los verdaderos perfumistas para mezclar sus chapucerías. ¿Qué falta hacía un nuevo perfume cada temporada? ¿Acaso era necesario? El público estaba antes muy satisfecho con agua de violetas y sencillos aromas florales en los que tal vez se introducía un ligero cambio cada diez años.

Durante milenios la gente se había contentado con incienso, mirra, un par de bálsamos, aceites y hierbas aromáticas, e incluso cuando aprendieron a destilar con retortas y alambiques, mediante el vapor de agua, condensando el principio aromático de hierbas, flores y maderas en forma de aceite volátil, o a obtenerlo separándolo de semillas, huesos y cáscaras con prensas de roble o a desprender los pétalos con grasas cuidadosamente filtradas, el número de perfumes siguió siendo modesto. Por aquel entonces un personaje como Pèlissier habría sido imposible, ya que para la creación de una simple pomada se requerían habilidades que el adulterador de vinagres no conocía ni en sueños.

No sólo había que saber destilar, sino ser al mismo tiempo experto en pomadas, boticario, alquimista y artesano, comerciante, humanista y jardinero. Era preciso saber distinguir entre la grasa de riñones de carnero y el sebo de ternera y entre una violeta Victoria y una de Parma. Se debía dominar la lengua latina y saber cuándo se cosecha el heliotropo y cuándo florece el pelargonio y que la flor del jazmín pierde su aroma a la salida del sol. Sobre estas cosas el tal Pèlissier no tenía, naturalmente, la menor idea. Era probable que nunca hubiera abandonado París y no hubiera visto nunca el jazmín en flor y, por consiguiente, no sospechara siquiera el trabajo ímprobo que se necesitaba para obtener, de centenares de miles de estas flores, una bolita de "Concréte" o unas gotas de “essence-absolue”. Seguramente sólo conocía el jazmín como un líquido concentrado de color marrón oscuro contenido en un frasquito que guardaba en la caja de caudales junto a muchos otros frasquitos de los perfumes de moda.

No, una figura como el cursi de Pèlissier no habría destacado en los viejos y buenos tiempos de la artesanía. Para ello le faltaba todo: carácter, formación, mesura y el sentido de la subordinación gremial. Sus éxitos en perfumería se debían exclusivamente a un descubrimiento hecho doscientos años atrás por el genial Mauritius Frangipani -un italiano, por cierto!- consistente en que las sustancias aromáticas son solubles en alcohol. Al mezclar sus polvos odoríferos con alcohol y convertir su aroma en un líquido volátil, Frangipani liberó al perfume de la materia, espiritualizó el perfume, lo redujo a su esencia más pura, en una palabra, lo creó. ¡Qué obra! ¡Qué proeza trascendental! Sólo comparable, de hecho, a los mayores logros de la humanidad, como el invento de la escritura por los asirios, la geometría euclidiana, las ideas de Platón y la transformación de uvas en vino por los griegos. ¡Una obra digna de Prometeo!

Y no obstante, como todos los grandes logros intelectuales, que no sólo proyectan luz sino también sombras y ocasionan a la humanidad disgustos y calamidades además de ventajas, también el magnífico descubrimiento de Frangipani tuvo consecuencias perjudiciales, porque al aprender el hombre a condensar en tinturas la esencia de flores y plantas, maderas, resinas y secreciones animales y a conservarlas en frascos, el arte de la perfumería se fue escapando de manos de los escasos artesanos universales y quedó expuesta a los charlatanes, sólo dotados de un olfato fino, como por ejemplo esta mofeta de Pèlissier. Sin preocuparse de dónde procedía el maravilloso contenido de sus frascos, podía obedecer simplemente a sus caprichos olfatorios y mezclar lo primero que se le ocurriera o lo que deseara el público en aquel momento.

El bastardo de Pèlissier poseía sin duda a los treinta y cinco años una fortuna mayor de la que él, Baldini, había logrado amasar después de tres generaciones de perseverante trabajo. Y la de Pèlissier aumentaba día a día, mientras la suya, la de Baldini, disminuía a diario. ¡Una cosa así no habría podido ocurrir nunca en el pasado! ¡Que un artesano prestigioso y "commertant" introducido tuviera que luchar por su mera existencia no se había visto hasta hacía pocas décadas. Desde que el frenético afán de novedad reinaba por doquier y en todos los ámbitos, sólo se veía esta actividad incontenible, esta furia por la experimentación, esta megalomanía en el comercio, en el tráfico y en las ciencias!

¡Y la locura de la velocidad! ¿Para qué necesitaban tantas calles nuevas, que se excavaban por doquier, y los puentes nuevos? ¿Para qué? ¿Qué ventaja tenía poder viajar a Lyon en una semana? ¿A quién le importaba esto? ¿A quién beneficiaba? ¿O cruzar el Atlántico, alcanzar la costa americana en un mes? ¡Como si no hubieran vivido muy bien sin este continente durante miles de años! ¿Qué se le había perdido al hombre civilizado en las selvas de los indios o en tierras de negros? Incluso iban a Laponia, que estaba en el norte, entre hielos eternos, donde vivían salvajes que comían pescado crudo. Y ahora querían descubrir un nuevo continente, que por lo visto se hallaba en los mares del sur, dondequiera que estuviesen éstos. ¿Y para qué tanto frenesí? ¿Porque lo hacían los demás, los españoles, los malditos ingleses, los impertinentes holandeses, contra quienes se libraba una guerra cuyo coste era exorbitante? Nada menos que 300.000 libras -pagadas con nuestros impuestos- costaba un barco de guerra, que se hundía al primer cañonazo y no se recobraba jamás. Ahora el señor ministro de Finanzas exigía la décima parte de todos los ingresos, lo cual era ruinoso aunque no se pagara, porque el estado de ánimo general era de por sí nocivo.