– Soy Mike.

Esta vez Mary también dijo una cosa diferente a través del cabello:

– Ya sé quién eres. No he ido a otra escuela en toda mi vida.

Mike Orriyo tenía ganas de añadir algo más, pero cuando la chica se volvió por fin a mirarlo, se quedó mudo. Sólo la contempló fijamente y abrió la boca, pero de ella no salió nada. La chica dijo:

– No es preciso que hables conmigo.

Otros chicos fueron más afortunados. Chip Willard, el rey de los reformatorios, se acercó a Lux, sentada tomando el sol -era uno de los últimos días cálidos del año-, y desde la ventana del segundo piso observamos que se sentaba a su lado. Lux llevaba la falda escocesa y medias blancas hasta la rodilla. El elástico parecía nuevo. Antes de que se acercara Willard, se los había estado restregando con aire indolente. Después estiró las piernas, apoyó las manos detrás de la espalda y expuso la cara a los últimos rayos de sol de la temporada. Willard también se puso al sol y le habló. Ella juntó rápidamente las piernas, se rascó una rodilla y las separó. Willard acomodó su corpachón en el mullido suelo. Se inclinó hacia ella con una sonrisa furtiva y, pese a que nadie le había oído decir nada ocurrente en toda su vida, hizo reír a Lux. Willard se mostraba muy seguro, y nos sorprendió ver lo mucho que había aprendido en los sótanos y graderíos de la delincuencia. Estrujó una hoja seca sobre la cabeza de Lux. Algunos trocitos cayeron por la espalda de la blusa y Lux le dio un empujón. Poco después caminaban juntos hacia la parte de atrás de la escuela, seguían más allá de las pistas de tenis, atravesaban la hilera de olmos conmemorativos y se dirigían a la imponente cerca que marcaba los límites de las mansiones privadas con su camino de entrada particular.

Pero no sólo fue Willard. También Paul Wanamaker, Kurt Siles, Peter McGuire, Tom Sellers y Jim Czeslawski tuvieron un breve periodo de compromiso formal con Lux. Era bien sabido que el señor y la señora Lisbon no permitían que sus hijas salieran con chicos y que la señora Lisbon en concreto desaprobaba los bailes tanto particulares como escolares y los manoseos mutuos a que son dados los adolescentes cuando tienen ocasión de instalarse en asientos retirados. Las breves relaciones de Lux eran clandestinas. Brotaban en los ratos muertos de las clases de estudio, florecían camino de la fuente y se consumaban en el cubículo situado sobre el auditorio, entre cables y focos. Los chicos se encontraban con Lux cuando ésta tenía que llevar algún recado, o en la farmacia mientras la señora Lisbon esperaba dentro del coche, y en una ocasión, en la cita más atrevida que pueda imaginarse, dentro de la mismísima furgoneta familiar, durante los quince minutos que la señora Lisbon estuvo haciendo cola en el banco. Pero los chicos que salían con Lux siempre eran los más estúpidos, los más egoístas y los que peor trato recibían en sus casas, lo cual los convertía en pésimas fuentes de información. Independientemente de lo que pudiéramos preguntarles, siempre nos salían con procacidades como: «Lo del acordeón se le da bien, te lo aseguro». O bien: «¿Quieres saber lo que ha pasado? Pues huéleme los dedos, hombre».

Que Lux consintiera en encontrarse con esa clase de chicos en los rincones y matorrales del terreno de la escuela no hace más que confirmar su desequilibrio. Solíamos preguntarles si hablaba de Cecilia, pero siempre respondían que, en realidad, hablar no era exactamente lo que hacían.

El único chico digno de confianza entre los que trataron a Lux en aquella época fue Trip Fontaine, aunque su sentido del honor hizo que no revelase nada durante años. Tan sólo dieciocho meses antes de los suicidios Trip Fontaine salió de la torpeza infantil para delicia de muchachitas y mujeres a partes iguales. Debido a que lo habíamos conocido como un niño gordinflón cuyos dientes le asomaban por la boca siempre abierta y dando boqueadas, como hacen los peces, tardamos en darnos cuenta de su transformación. Por otra parte, nuestros padres y nuestros hermanos mayores, así como nuestros decrépitos tíos, nos habían asegurado que cuando uno era hombre el aspecto físico carecía de importancia. Nos tenía sin cuidado si éramos bien parecidos o no y creíamos que contaba muy poco, hasta que vimos que las chicas que conocíamos, e incluso sus madres, se enamoraban de Trip Fontaine. Era como un deseo silencioso pero magnífico, como mil margaritas volviendo la corola al paso del sol. Al principio no advertimos siquiera los fajos de notas deslizadas a través de la puerta del armario de Trip ni las brisas ecuatoriales que lo perseguían por los pasillos, fruto de tanta sangre en ebullición. Pero al fin, después de ver tantas chicas inteligentes sonrojándose cuando Trip se acercaba o tirándose mutuamente de la trenza para no sonreírle tanto, nos dimos cuenta de que nuestros padres, hermanos y tíos nos habían engañado y de que ninguna chica jamás nos amaría por el simple hecho de sacar buenas notas. Años más tarde, en el rancho donde Trip Fontaine se desintoxicaba del caballo y en el que dejó todos los ahorros de su ex mujer, recordaba las pasiones violentas que desató cuando le apareció en el pecho el primer vello. El hecho ocurrió en un viaje a Acapulco, cuando su padre y el noviete de éste salieron a dar un paseo por la playa dejando que Trip se valiera por sí solo dentro del recinto del hotel. (Documento número siete, una instantánea de aquel viaje en la que aparece un señor Fontaine muy bronceado posando junto a Donald, los dos muslo contra muslo en el trono de Moctezuma situado en el patio del hotel.) En la barra donde no se servían bebidas alcohólicas, Trip conoció a Gina Desander, que acababa de divorciarse y que le pidió su primera piña colada. A su regreso, Trip Fontaine, tan caballero como siempre, nos puso al corriente de los detalles más característicos de la vida de Gina Desander, que trabajaba como crupier en un casino de Las Vegas y le enseñó la manera de ganar en el blackjack y que, además, escribía poesía y comía coco cortándolo con un cuchillo del ejército suizo. Sólo años más tarde, contemplando el desierto de su vida con ojos cansados y cuando sus maneras caballerescas ya no podían proteger a ninguna mujer porque ya todas tenían más de cincuenta años, Trip confesó que Gina Desander había sido «la primera que me tiré».

Aquello explicaba muchas cosas. Explicaba por qué no se sacaba nunca de encima el collar de caracolas que ella le había regalado. Explicaba aquel anuncio turístico que Trip tenía sobre la cama en el que se veía a un hombre planeando sobre la bahía de Acapulco en una cometa arrastrada por una lancha rápida. Explicaba por qué había cambiado su estilo de indumentaria antes de los suicidios y había pasado de los pantalones y camisas propias de un escolar a la ropa vaquera, a las camisas con botones perlados, bordados en los bolsillos y hombreras, todo cuidadosamente elegido para parecerse a aquellos hombres de Las Vegas que aparecían junto a Gina Desander en las fotos que llevaba en el billetero y que le había mostrado durante aquel viaje de siete días y seis noches. Gina Desander, a los treinta y siete años, había calibrado el nivel de masculinidad potencial existente en la forma regordeta de Trip Fontaine y, durante la semana que pasó con él en México, lo cinceló hasta hacer de él un hombre. Aunque nunca supimos qué ocurrió en la habitación del hotel, no nos costó imaginar a Trip, borracho de zumo de piña bien cargado, mirando cómo Gina Desander arrancaba llamas de la cama. La puerta corredera del balconcito de cemento se había salido de la guía, y puesto que Trip era el hombre, había intentado ponerla en su sitio. En los muebles y mesillas de noche de la habitación estaban los restos de la fiesta de la noche anterior… vasos vacíos, palillos para remover cócteles, rodajas de naranja exprimida. Trip, con su bronceado de vacaciones, debía de tener el aspecto habitual de finales de verano, cuando iba de un lado a otro de la piscina de su casa, con las tetillas como cerezas rosadas rebozadas en azúcar moreno. La piel rojiza y ligeramente cuarteada de Gina Desander se oscurecía con la edad, como les ocurre a las hojas de los árboles. As de corazones. Diez de tréboles. Veintiuno. Has ganado. Le acariciaba el cabello, volvía a empezar. Trip nunca nos contó los detalles, ni siquiera después, cuando ya teníamos edad para entenderlos. Nosotros veíamos aquello como una maravillosa iniciación a manos de una madre clemente y, pese a que era algo que se mantenía en secreto, la noche puso en los hombros de Trip la capa del amante. Al volver, su voz nos pareció profunda y resonaba con fuerza sobre nuestras cabezas; observamos, sin llegar a comprenderlo del todo, lo ceñidos que le quedaban los vaqueros, olimos la colonia que llevaba y no pudimos por menos de comparar nuestra piel color queso con la suya. Pero su olor a almizcle, la suavidad de su rostro, como si se lo hubiera untado con aceite de coco, los dorados granos de arena que parecían brillar, persistentes, en sus cejas, no nos afectaban tanto como a las chicas, que desfallecían primero una por una y más tarde en grupo.